dimecres, 31 de desembre del 2008

Banqueta visitant. Club Atlético de Madrid

La publicació del següent post ha estat possible gràcies a la mediació dels amics de www.checheche.net, als quals agraim la seua col·laboració en la nostra iniciativa.

No debería decir la verdad

No debería decir la verdad puñeteramente cruda de lo que fue aquella noche en Mestalla porque en el asiento contiguo se sentaba la tía que más me ha gustado en los últimos diez años y en la fila de atrás dos imbéciles vistosos que se dedicaron a disfrutar con la victoria de su equipo, que no era el Valencia sino el Espanyol, y con las estupideces del mío, que no era el Valencia sino el Atlético de Madrid, de todas las penas y todos los dolores. Los dos pijos empezaron a tocar las narices desde el primer silbatazo y aún antes. Desde que el Aleti recién descendido a segunda se puso a calentar. La tibia atardecida valenciana dejaba su aroma sobre el estadio, etc, etc. La táctica del enemigo se manifestó sin disimulo: somos los pericos más guapos de Viladecans y tú, pequeña, vas a saber esta noche lo que vale un peine blanquiazul, perdona que te he dado con el pie, creo que no te he manchado pero ha sido, en todo caso, el mejor punterazo de mi vida y mi mejor gol; para compensarte mi amigo que es muy voluntarioso va a ir a por unas cervecitas que aunque no tienen alcohol pasan bien y quien iba a traer dos trae tres y prou. La madre que lo parió. Yo sonreía con la falsa disposición del demócrata bien educado mientras dirigía a mis troncos, ocupantes de los seis asientos de mi izquierda, eruditos comentarios del tipo de: y que este burro no me ponga a Molina... y que deje a Solari en el banco… (ignoraba yo por entonces que Santiaguito andaba en veleidades con el mal y que le faltaban tres minutos para entregarse). Anda que se cortaron el pavo y su socio: con todo el morro trajeron las tres birras y continuaron el asedio, pues sí, hemos distraído el día para venir: estamos liadísimos con el final del iese, el master ya sabes, ni hemos podido ir a Alpes este invierno, fíjate qué ritmo, este verano nos desquitaremos entre Marbella y Palma, ¿dónde irás tú?, perdona yo soy tal, este de las cervezas pascual y la final ha empezado tan bien que no podemos perder.

Esa fue la noche en la que al ex españolista Toni le dio un ataque de daltonismo luciferino y se puso a botar el balón ante la barba de dos días de su primo Tamudo. Lo que vino después ya lo sabéis; no me hagáis recordarlo. Os diré, sí, que los guapos de atrás añadieron al festejo un sonoro ¿qué tal si te vienes a celebrarlo con la hinchada campeona, preciosidad? Y que ahí se juntó todo, la rabia incontinente, la derrota sobre la derrota, el resabio guerrero de barrio con dreas y, joder, algo tan parecido a lo que te provoca por dentro el amor en riesgo multiplicado por dos (dos amores en riesgo) que sin andarme en medir cuanto había de amor futbolístico y cuanto del otro, me volví al propio y le dije, sin calma ni previsión ¿por qué no te vas con tu puta madre, cam-pe-ón? Añadamos para hacer la fotografía perfecta que entre mi media docena de compinches había un par de pesos pesados, tres con aire perdulario y seis dispuestos a resolver cualquier contencioso por vía directa; no tuve ni que recordar al Cardenal Cisneros: “estos son mis poderes”. Ni hizo falta explicarles nada. Bueno, hombre, no es para ponerse así, esto no es más que fútbol. ¿Fútbol? ¿estamos hablando de fútbol? Encima, tontos. Anda, ya os estáis pirando allá enfrente antes de que la celebración os pille en el lugar equivocado.

El viaje de vuelta fue en dos coches, uno se dejó los bajos en una rotonda a mitad de camino, justo donde quedamos a cenar. Nos amontonamos en el mío y seguimos. El cachondo de Jorge quedó bautizado como la madre del rey por la postura en la que quedó embutido en un rincón del asiento trasero. Los dos pringaos fueron convenientemente machacados durante 200 kilómetros, los que quedaban hasta el foro. Las risas nos hicieron ganar el tercer tiempo. Al llegar fui dejando a mi ejército corrupio en las zonas aledañas a la marcha. Excepto una, que se fue con el conductor. Mira por donde, al final de la batalla iba a ganar el Aleti.

Luego se casó, con otro naturalmente, que es sevillano y encima me cae bien. Tiene dos niños, dos gemelas para cuadrar la información. Y tiene un trozo de mi nostalgia sentada sobre el tiempo en la grada de Mestalla.


José Antonio Martín Otín "Petón"
Seguidor del Club Atlético de Madrid
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dilluns, 29 de desembre del 2008

Ídolos con pies de barro

·A lo largo de su dilatada historia Mestalla ha sido escenario de las aportaciones al mundo del fútbol de alguno de los mejores peloteros de la historia. Aquí, entre las entonces pequeñas gradas y sobre el mismo tapete verde que hoy pisan David Silva o Carlos Marchena, triunfaron clamorosamente como locales Faas Wilkes, Waldo Machado o Mario Alberto Kempes, entre muchos otros. Y arrancaron ovaciones del siempre selecto graderío de Mestalla los visitantes Diego Maradona, Franz Beckenbauer o Quini.

No obstante, Mestalla también a visto pasar a centenares de representantes de la genuina categoría del pufo. Futbolistas que llegaron con la vitola de estrellas, dispuestos a hacer historia enfundados en la zamarra blanca del Valencia y que, en el mejor de los casos, consiguieron salir por la puerta trasera del club sin hacer demasiado ruido. Otros, menos afortunados, sufrieron en carnes propias las iras de la grada tras sus preceptivos quince minutos de fama, soportaron el peso de infundadas leyendas negras y llevaron siempre consigo la vitola de ser auténticas calamidades andantes.

El proceso de abucheo de un jugador antipático para la grada era sencillo y rápido. El futbolista en cuestión recibía la pelota y, acto seguido, un rumor salido de veinte mil gargantas se hacía dueño del estadio. Los aficionados más veteranos, animados por el carajillo recién tomado, sacaban la lengua a paseo para glosar las virtudes del muchacho. Los niños asistían impávidos al cotorreo, que solía poner especial énfasis en la vida privada del jugador, en salidas nocturas, coches deportivos, amantes, alcohol y grandes banquetes sin mesura. Al final un grito rompía el bisbiseo. “¡Però què roïn eres!”. Y el resto de la hinchada se sumaba, ebria de adrenalina, a las imprecaciones. El futbolista, claro, perdía la pelota y ello desencadenaba el clamor popular exigiendo su sustitución o, incluso, su marcha definitiva del club y de la ciudad. Recordemos, como ilustrativo ejemplo, los últimos meses de Víctor Espárrago y Miguel Ángel Bossio, en los que los sonoros “Uruguayoooo” acompañados de silbidos se convirtieron en una constante a la hora de pedir responsabilidades al equipo.

Toni Gomes fue uno de los mejores casos de pufos que han pasado por Mestalla. La directiva que encabezaba Arturo Tuzón lo fichó en el verano de 1989 como solución de emergencia a las salidas de Pedro Alcañiz y de Lucho Flores (otro entrañable gafe), unos días antes de que se cerrara la llegada de Lubo Penev. El Valencia necesitaba gol y envió a Roberto Gil a buscarlo a un equipo desconocido de Brasil, el San José. Y se encontró con un mozo de veintitrés años, un metro ochenta de altura y excelentes intenciones, pero escasa fortuna. Sus mayores logros fueron marcar dos goles al Vitoria de Bucarest en la primera eliminatoria de la UEFA del 89 y, pocos días más tarde, firmar la mejor actuación de su carrera (cuatro tantos) en un partido de Copa frente al Celta. A partir de ese momento su estrella se apagó. Aquel simpático brasileño que celebraba sus goles bailando la lambada dejó de pronto de serlo para pasar a convertirse en el blanco de las iras y las burlas de la afición. El club apresuró los trámites para que, con el pasaporte español en la mano, su salida fuera más sencilla. Pero ni por ésas. A lo más que se llegó fue a una infructuosa cesión al Valladolid tras la cual el chico, desesperado, hizo las maletas y volvió a su país.

Han pasado muchos años desde la marcha de Toni. Más de una década, durante la que Mestalla ha acogido a otros ilustres pufos: Aristizábal, Sabin Ilie, Nico Olivera, Gabi Popescu, Banega... La lista es larga y conocida por todos. Y no acabará nunca. Porque el fútbol vive de ídolos, sí, pero también de sonoros fracasos que alimentan los corrillos y tertulias en cafeterías, oficinas, en reuniones familiares. Y sobre todo en las gradas del viejo Mestalla, implacable jurado del planeta fútbol desde hace casi noventa años.

José Ricardo March
Aficionado del Valencia CF
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dimecres, 24 de desembre del 2008

Un equipo llamado CD Mestalla

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La primera vez fue de lejos, un domingo de otoño a mediados de los 60'. Íbamos a Viveros a jugar, en el coche de un amigo, cuando en el cruce de Micer Mascó con el colegio de las Esclavas su padre señaló con el dedo hacia la derecha: "ahí está Mestalla..."

Recuerdo que me quedé fascinado. A lo lejos vi la fachada de tribuna; grande, imponente, majestuosa a los ojos de un niño que apenas sabía lo que la ciudad escondía al otro lado del río.

En ese momento, crucial y definitivo, vi al Valencia CF de mis cromos. Esos cromos que eran casi de carne y hueso, con los que ganaba a todos los rivales cuando los ponía a jugar encima del sofá, sobre la mesa o en el suelo. De golpe vi al Valencia inmaculado del equipaje blanco que siempre esperaba por reyes, el mismo que siempre me quedaba mirando al pasar por Sport 2000, la tienda de deportes que había en el chaflán de la calle san Vicente con la plaza España, y que representaba algo así como la frontera imaginaria del barrio donde vivía cuando sin permiso materno íbamos más allá de los límites marcados. Y vi, por supuesto, al Valencia CF de los transistores, los que utilizaban los vecinos de las fincas colindantes, reclinados en sus sillas sobre la pared de sus casas o a las puertas de las tiendas mientras nosotros jugábamos un partido cerca de ellos, tratando de imitar el gol o la jugada que salía de la voz del locutor de turno. Luego, cuando los transistores se apagaban, yo me quedaba frío. Mitad sudor, mitad tristeza. Nunca había estado en Mestalla y sabía que tardaría mucho en poder ir. Era pequeño y no tenía ni padre ni hermanos mayores. Además, a mi madre le daban pánico las aglomeraciones y yo era muy poca cosa. Para colmo, mi tío era madridista y mi vecino, Juan Navarro, ex-jugador del Levante. Ambos pugnaban por hacerme de los suyos. Ni que decir tiene que no lo consiguieron, máxime cuando llegó el que yo creí por entonces mi gran día de gloria.

Los pescateros de la calle, que eran muy buena gente, pero rojos, según comentaban las lenguas nacionales del barrio, tenían vínculos con la familia de Guillot. Un día, el de Aldaia les dio entradas. Hablaron con mi madre y no sin ciertas prevenciones la convencieron para llevarme con ellos. Por fin podría cumplir mi sueño. Sólo que a medias, como comprobé enseguida. Entramos a tribuna, ubicándonos en las primeras filas. ¿qué os puedo contar? El césped, la amplitud del graderío, todo. Estaba absorto y lleno de emoción cuando empecé a darme cuenta de que algo no cuadraba. "Hay muy poca gente" me dije. "Esto no es lo que yo oigo en la radio..."

Entonces salieron los jugadores por el túnel de vestuarios. No conocía a ninguno. "Estos no son los de mis cromos" pensé algo extrañado. Ahí fue cuando supe que había un equipo que se llamaba Mestalla, el filial del Valencia. No fue ninguna frustración. Al contrario. Nada más empezar el partido la atmósfera de Mestalla me cautivó para siempre. Si bien, aún tuvo que pasar algo de tiempo para poder ver por fin un partido de mi Valencia. Pero esa, evidentemente, ya es otra historia.

José Núñez
Socio del Valencia CF
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dilluns, 22 de desembre del 2008

Nostalgia de Bell Ville

·Será que la Navidad me pone tontorrón y me da por recordar el pasado. Es así como le pasa a mucha gente. Recuerdan el pasado con añoranza, mejorándolo, ocultando lo desagradable, ensalzando las alegrías, por nimias que éstas hayan sido. Aunque durante el año pasado, hubo alguien a quien la Navidad no puso tontorrón. Tal vez él ya lo fuera. No puedo entender como Tintín fue capaz de romper un equipo que, hasta ese momento, parecía caminar derecho, sin lustre, pero bien orientado y consciente. Tontorrón o carente de personalidad, tal vez. A pesar de ello es tal la marea de candor y candidez que me invade que prefiero olvidar aquellos episodios y centrarme en un pasado más remoto. Y mucho mejor. Esta ola resacosa lleva mis pensamientos hasta la noche del 16 de agosto de 1976. Estaba allí, como tantas veces antes y después, junto a mi padre. La noche era de las que uno desearía no vivir. Calor, calor y calor. Y poco fútbol o al menos no muy favorable para nuestro equipo, que jugaba abriendo el Trofeo Naranja ante el CSKA de Moscú. La noche pasó a la historia por ser el debú de Kempes con el Valencia C. F. y por poner en evidencia a la afición valencianista, que emitió juicios de valor sentenciando que el nuevo fichaje era un petardo. En estos días fríos del comienzo del invierno y con la melopea ñoña que me suele entrar, mi natural excitación nerviosa me ha llevado a cometer un atrevimiento que espero sea considerado como tal y no me relegue a un ostracismo cibernético que no deseo. Le he escrito una canción a Kempes. Sí. Porque he de confesar que yo tengo un pasado, o quizá un presente contemporáneo, y que largas horas de mi vida se han consumido escuchando música y también creándola. Así que, con la intención de hacer un modesto presente navideño a mis amables lectores, ahí va la letra de mi canción y más adelante el enlace para poder escucharla. ¡Feliz Navidad! ¡Feliz Año 2009! y Amunt València!
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Nostalgia de Bell Ville
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El calor de la noche se clava
como una daga en un callejón.
Los ruidos, la gente y el humo
regatean a mi corazón.
Bocatas de jamón y queso,
turrón Meivel, helado de bombón.
El partido va de mal en peor.

Los rusos atacan con orden,
los nuestros buscan una ocasión.
La lucha es enconada,
los goles caen de dos en dos.
Mario chuta y falla, falla y
chuta y vuelve a fallar.
Las gradas se agitan como el mar.

Nadie supo que estábamos frente
al gran Mario Alberto Kempes,
que esa noche, tan solo, sintió por una vez
nostalgia de Bell Ville.

Qué lejos queda ahora
aquella noche del ’76.
Copas, recopas, pichichis, mundiales
y balones dentro de la red.
El tiempo nos ha enseñado
ha recordarte con amor.
Por siempre, Mario Kempes, Matador.

Nadie supo que estábamos frente
al gran Mario Alberto Kempes,
que esa noche, tan solo, sintió por una vez
nostalgia de Bell Ville.


------------------------------------------------------------------------------------------------· © Cisco Fran, 6/10/2008

Francisco García
Socio del Valencia CF
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divendres, 19 de desembre del 2008

Nostálgico profesional

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La escritora Esther Tusquets cuenta en su último libro que ella siempre fue una profesional de la nostalgia. En cierta medida, eso nos pasa a todos. Algunos, más que otros, tratamos de evitarla, pero hay terrenos especialmente abonados para ella, de manera que resulta ineludible caer en sus redes. El fútbol es uno de ellos. Me siguen fascinando esos tipos que se saben de carrerilla las alineaciones de hace 40 años. Son unos chuletas que, sin venir a cuento, te lanzan los 11 jugadores que han permanecido en su corteza cerebral todos estos decenios. Nadie se lo pide, pero es como si tuvieran una necesidad fisiológica de expulsarlos cada cierto tiempo. Nunca llegué a tanto, aunque sí hay nombres que me acompañarán siempre: Forment, Adorno, Claramunt. Nombres rotundos, eternos, hermosos. Mestalla también, por supuesto.

Descubrí Mestalla a los dos años. Sentado en las rodillas de mi padre, que tuvo un pase en tribuna. Y mi imaginario viaja a escenarios muy abigarrados de aquellos años. A dos olores indelebles: la chaqueta de ante y el humo del puro de mi padre; a la carrera sin rumbo del lateral Tirapu; a los pases largos de Claramunt y los controles de Keita; a una visita al vestuario del Valencia donde estaba el patilludo Antón en paños menores; a un día que llegábamos tarde y oímos retumbar el estadio cada pocos minutos: Rep, Diarte y Kempes se habían empeñado en resolver el partido en los primeros instantes. Eso nos pasa a todos. Los recuerdos de la infancia son los más poderosos.

En 14 años siguiendo al equipo como periodista, repaso mentalmente y a vuela pluma cuáles han sido para mí los grandes momentos. Es una selección casual, con poco que ver con los éxitos o los fracasos. Me quedo con la personalidad de Zubizarreta, ya en el declive de su carrera, pero con la cabeza clarividente para contagiar un estilo y un concepto del juego. Y con la energía de Mendieta, por mucho que tuviera una mala salida: merece un reconocimiento. Supuso el regreso al esplendor perdido. Marcó, con su sublime actuación en la final de la Copa del 99 en Sevilla, el inicio de una época triunfal. Después de él, un puñado de gladiadores que supieron escalar cada año un peldaño: Cañizares, Djukic, Carboni, Albelda, Baraja y, ay, mi favorito Aimar, tan deslumbrante en su debut ante el Manchester United en un día de lluvias; tan frágil en su trayectoria posterior. El Valencia siempre tuvo jugadores que llenarán los ojos de los aficionados. Y los seguirá teniendo. Silva, Villa y Mata aseguran la felicidad en el nuevo estadio.

Allí donde nos llevan los inevitables especuladores, que pusieron fecha a la defunción de Mestalla: enero de 2010. Podían haber reconstruido el estadio sobre el mismo suelo y el mismo aire que vivió tantas historias maravillosas. El lugar es perfecto. Pero no. Se propusieron dar un feo pelotazo y lo van a dar. A cambio de qué: de seguir endeudados hasta las cejas. Me da pena irme de Mestalla. Ya nada será lo mismo. Esther Tusquets se queda corta con nosotros: hablando de fútbol, somos unos devotos de la nostalgia.


Cayetano Ros
Socio del Valencia CF
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dimecres, 17 de desembre del 2008

Tu querías ser como el viejo Casale

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Como sabes, en "Últimes vesprades" se oficia un lento entierro, el de Mestalla, sin más pompa que la de los recuerdos futbolísticos transformados en literatura. Una muerte que no será tal, como habrás advertido ya a estas alturas. Las grúas derribarán unas gradas que permanecerán levantadas con la memoria, los sentimientos, las risas, las lágrimas y el alma... Materiales, todos ellos, de los que está elaborada la más bella muerte futbolística jamás escrita, la del viejo Casale en "19 de diciembre de 1971", el célebre relato del Negro Fontanarrosa.

Tú, lector de este blog, a quien intuyo enfermo de mi mismo mal incurable, es decir, la repetición eterna del primer domingo futbolero de la infancia, conocerás la historia de don Casale. No hará falta que te explique nada sobre los amuletos, la operación Eichmann trazada por los pibes de la OCAL, el ómnibus, el secuestro, la decisiva semifinal contra Ñuls en el Monumental, la palomita de Aldo Pedro Poy, la muerte... Y tú, como todo enfermo que se precie, en cada relectura, entre carcajada, silencio y llanto, te habrás visto protagonizando aquella historia. Porque tú no aspiras a ser rockero, rebelde, guapo y palmar joven. Menuda milonga de salón, ser un icono serigrafiado en las camisetas de adolescentes "fashion victims" mientras los gusanos proceden a "la Grande Bouffe" con tus restos. Tú, en realidad, habrás querido ser viejo y elegir-ésa-manera-de-morir-hermano-Elegir-ésa. Ser como Casale, o como Dixie Dean, el máximo goleador de la historia del Everton, y quedarte fulminado, ya viejito, en tu butaca de Goodison Park en un duelo con el Liverpool.

Sumergiéndote más en tu obsesión, habrás repasado los partidos del VCF en los que a ti, enfermo sin cura, no te habría importado para nada dejar de respirar tras los 90 minutos. Verás fotos de Montes y Cubells, de la "delantera eléctrica" o del gol de Forment contra el Celta en 1971 y cerrarás los ojos imaginándote como actor principal de un luctuoso desenlace imprevisto en la grada, después de una épica batalla en color sepia. Pero aquello pasó hace demasiado tiempo, no lo viviste, y no acabarás de verte en el relato. Entonces tu mente enferma volverá a viajar al primero de mayo de 1983, al cabezazo de Tendillo contra el Real Madrid que nos salvó del descenso, o a otras dos "palomitas" postreras, nueve años después y también contra el Madrid, con las que Fernando y Roberto remontaban milagrosamente un marcador adverso. Te habrás acordado de tus lágrimas de alegría y las de tus vecinos de localidad, de la emocionada afonía de Lloret y Picornell en la tele, de la mejor definición posible de la felicidad... Rememorándolo, reconócelo, no habrías puesto muchos reparos a que aquel fuera tu final.

La famosa palomita d'Aldo Pedro Poy (CA Rosario Central) contra el CA Newell's Old Boys en la semifinal del Torneo Nacional
disputada a l'
Estadio Monumental de River Plate el 19 de desembre de 1971, i que significà la victoria de Central (1-0)

Después de aquellas victorias, por lo que sea, te tocó seguir vivito y coleando. Tu militancia continuó gozando con algún gran triunfo, padeciendo derrotas y resignándose, la mayoría de las veces, a tardes aburridas de marcador corto. Ahora, como sabes que Mestalla se irá antes que tú, querido enfermo, te cuestionarás sobre la conveniencia de seguir dibujando mentalmente tu muerte ideal, en tu asiento de toda la vida. No valdrá la pena -¿verdad que no?- seguir con la farsa en un frío megaestadio de sabor metálico en el que nunca jamás te volverá a caer una gota de lluvia.

Roto el hechizo, mi amigo enfermo, no nos queda otra que continuar haciendo exactamente lo mismo que haría el viejo Casale: seguir yendo al fútbol. Como siempre. Y preservar, domingo a domingo, la inmortalidad de los que no podrán acompañarnos en este viaje a la otra orilla de Mestalla.


Vicent Chilet Torrent
Socio del VCF
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dilluns, 15 de desembre del 2008

17-12-1980

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Si tuviera que elegir un día para enarbolar la bandera de la infancia feliz el mío sería este: miércoles, 17 de diciembre de 1980. Ni la comunión ni demás zarandajas. Ni siquiera la noche de Heysel, donde hubo de todo: alegría, miedo, nervios y bastante extrañeza. En cambio, recuerdo ese miércoles de diciembre como lo más parecido a la perfección que puedo intuir para un niño de 9 años.

Por la mañana me dieron las notas, unas buenas notas, con notables y bienes; más que suficiente para ganarse unas buenas fiestas. Era el penúltimo día de colegio antes de las vacaciones de navidad y más allá de los consabidos villancicos y el festival de marras, el pescado ya estaba vendido hasta enero. Por eso, ese miércoles tenía el doble mensaje de lo inmediato y lo venidero. Lo inmediato era el partido de vuelta de la final de la Supercopa de Europa en Mestalla contra el Nottingam Forest y lo venidero los casi 20 días sin colegio, que en aquellos años representaban todo tipo de aventis y promesas: partidos interminables, incursiones clandestinas por las huertas aún a pie de calle y batallas a pedrolo limpio contra las huestes vecinas y temibles del barri de L'Amistat (nunca el nombre de un barrio resultó menos apropiado). Todo ello, en plan postal, a la sombra de Mestalla, con un Valencia que ese año tenía serias opciones de ser campeón de liga y que en aquel momento de la competición mantenía un codo a codo con el Atleti de lo más apasionante.

La mañana de aquel 17 de diciembre la pasé relamiéndome. Si un miércoles de fútbol europeo era el colmo de la felicidad, aquello lo superaba con creces. Ya de vuelta del colegio anduve por los alrededores de Mestalla para empaparme del ambiente. Creo que fue la primera vez que aproveché la cercanía del campo para ir a solas a curiosear por mi cuenta. Nada hacía presagiar que faltaban horas para jugarse una final, pero estar allí, merodeando por la avenida de Suecia, me colmaba de una manera absoluta. Después, ya de noche, fui con mi padre a cenar de bocata al bar Los Checas, desde cuya puerta se veía la silueta de Mestalla. Me encantaba ese instante puntual en que poco a poco se iban encendiendo las luces del campo. Primero los pasillos interiores y después, foco a foco, el desparrame total de luz blanca. Ya en la grada, sector 5 fila 17 asiento 12, nuestro sitio tras la reforma del 78'.

Lo demás está en las hemerotecas. El Valencia CF necesitaba ganar por 1-0 al menos y el gol llegó al inicio de la segunda parte, en la portería de la épica, la del gol norte. Un remate trabado de Fernando Morena que entró casi llorando. Recuerdo que el partido, pese a ser una final, no despertó mucha expectación y que tampoco fue televisado. Éramos unos 35.000 fieles aquella noche. Seguramente porque el VCF era el primer club en España en levantar ese trofeo. Tampoco me importaba demasiado si era o no importante para los demás. Lo era para mi padre y con eso bastaba. Al final, Saura recibió una copa de manos de Artemio Franchi que no era la oficial y el equipo dio la vuelta al campo mientras por megafonía sonaba el "per ofrenar". No hubo más festejos.

De regreso a casa entramos en el bar Los Checas otra vez. Mi padre se pidió una cerveza y yo una fanta de naranja. Mientras él alternaba con los de siempre yo jugué una partidita de Multivideo. 5 pesetas. Después salí a la calle y esperé un rato. Hacía frío pero no importaba. Las luces de Mestalla ya estaban apagadas y sólo quedaba el leve resplandor de los tubos fluorescentes de los pasillos interiores del graderío. Era tan feliz que ni siquiera pude intuir que esa iba a ser nuestra última gran noche juntos. Cuando volvimos a ser campeones él ya no estaba para verlo.


Rafa Lahuerta Yúfera
Socio del Valencia CF
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divendres, 12 de desembre del 2008

Banqueta visitant. RCD Espanyol

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El falso agravio

Prolegòmens a Mestalla de la final de l'aigua entre el Real Madrid CF i el RDC Espanyol

La mañana del 1 de mayo de 1983 la hinchada madridista tomó Valencia al mando de los peñistas catalanes (¡iba a ser de otro modo, habiendo más madridistas en Tarrasa que en Carabanchel!). Por entonces, yo ya era socio del Español (Feste’n soci), pero mi padre y yo nos dimos el gusto de acompañar a mi amigo Benito, en cuya mirada despuntaba un imperial aleteo de banderas y, por qué no decirlo, un mohín de desprecio hacia la realísima posibilidad de que el Real Madrid perdiera la liga. El desenlace de la liga constituyó, como sabéis los valencianistas y debiera saber cualquier aficionado al fútbol, una suerte de maracanazo a tres bandas. El Real Madrid perdió el título en un Mestalla atestado de merengues, el Valencia salvó el pellejo y el Athletic campeonó en Las Palmas. Mi padre, nieto de La Valldigna y simpatizante del Valencia, coreó el gol de Tendillo sin arrebatos histéricos, con la misma parsimonia con que yo recuerdo a mis muertos. Tengo grabadas en la arena de una playa las palabras con que Benito coronó la tarde:

-No es por nada, pero tu padre es un cabrón.

El lunes, ante la risotada legionaria de los culés, Benito no se escudó en el árbitro ni en el infortunio. Para mi perplejidad y la del todo 8ºB, compuso un gesto atildado y sostuvo la puya con firmeza:

-El padre de Pepe se portó como un cabrón.

Con el paso del tiempo, comprendí la lógica de su certera, infrecuente aversión hacia mi padre. En cierto modo, Benito seguía emboscado en Mestalla, a semejanza de esos militares estadounidenses que anduvieron extraviados en Corea creyendo que la guerra era una mentira insobornable.

Yo regresé a Mestalla en otras siete ocasiones. Se trataba de un desplazamiento que, como los de Pamplona, Zaragoza o Logroño, solía movilizar a muchos españolistas. Como sabréis, una de las grandes diferencias entre los españolistas y los culés radica en que los españolistas somos animales de carretera, mientras que los culés tan sólo se despegan del sofá cuando la historia les debe un título. [Rewind.] No me andaré, a estas alturas, con falsas heroicidades: la historia también le debía un título al Español y el 27 de mayo de 2000 nos lo cobramos en Mestalla. (En nuestro caso, la deuda se remontaba a 1988 y llevaba por nombre Leverkusen.) Aquel día de primavera, en Valencia, el jolgorio de cervezas comenzó sobre el mediodía y no terminó hasta la caída del sol. Sea como sea, no me detuve a leer qué localidad ocupábamos en Mestalla y, debido a ese extravío y a un feliz encuentro en los aledaños del estadio con David y Tote, llegué tarde al gol norte a pie de césped; lo suficientemente tarde como para ganarme el reproche de buena parte de Siberia (Siberia era el sobrenombre de quienes ocupábamos la grada alta de Montjuïc, la más desapacible del planeta fútbol). La reprensión, más o menos colérica, no tenía que ver con que mi presencia fuera inexcusable para organizar un tifo o con que la hinchada me tuviera por un talismán. No; la causa abierta contra mí (no precisamente liviana) se debía a que yo llevaba la pancarta que nos acreditaba como siberianos. Decir “pancarta” es decir mucho: se trataba de una lengua blanquiazul de los Stones de 2 x 1,5. Al cabo, y ya una vez claveteada y exhibida tipo “mamá estoy aquí”, barrí el estadio. A mi izquierda, en lo alto de la grada, rugían los Ultrasur. En el gol opuesto, la afición del Atleti se rebozaba en su propia penitencia, ese fatalismo de postal. Entonces reparé en que la tribuna quedaba a mi derecha y remonté el río: en efecto, diecisiete años antes, Benito y yo habíamos ocupado la localidad en la que ahora asomaban la lengua de los Stones y mi borracha algarabía. Llamé a mi padre y la cerveza hizo el resto:

-Gracias por habernos regalado aquella peripecia en Mestalla. Gracias, sobre todo, en nombre de Benito.

No es que hablara el vino sino el mismísimo Vila-Matas.

La llamada coincidió con un sobresalto general y, cuando aparté el móvil de mis labios, el balón ya se mecía en el ángulo derecho de la portería de Toni. (El dato es crucial: para los pericos, esa portería sigue siendo la de Toni, no la del Atleti. ¡Lo que puede el remordimiento!) Nadie supo describirme lo sucedido. Nadie salvo mi padre, que seguía al teléfono y me relató, con galantería de narrador alemán, el lance más rufianesco de la historia del balompié. Sergio amarró la victoria, levantamos la copa y, en general, nos ceñimos al ritual orgiástico de las grandes ocasiones. Mas, ay, la vuelta de honor no fue de mi agrado. No en vano, e incomprensiblemente, la hinchada del Atleti (que tanto alardea de su propio desgarro melancólico y que con tanto esmero lo cultiva) no soportó la derrota y abandonó el estadio. ¡El pupas! Ese tontuno orgullo del boxeador caído se reveló tan falso como el de esos escritores que fingen escribir para sí mismos y para la posteridad. ¿Acaso no se envanecían de su forma de palmar? ¿Qué mejor ocasión para hacerlo que perdiendo la copa al tiempo que descendían a segunda?

Faltaba una hora y media para que partiera el autocar y me arrellané en uno de los asientos de la última fila del gol norte, la misma fila en que presencié la derrota del Madrid. Bajo la techumbre recordé a Tendillo, a Metgod, a Di Stefano. Y recordé, sobre todo, la refulgente serenidad de Benito, que parecía seguir a mi lado confiando en que el Madrid, al fin, marcaría el gol del empate.

(Después de la consecución de la copa tuve la impresión de que la deuda histórica se había saldado. ¡Craso error! Seis años después, y antes de la final del Bernabéu, la pericada volvió a agitar el fantasma de Leverkusen. Y aun en 2007, en Glasgow, todavía balbuceábamos el histórico impagado. Mi certeza, a este respecto, era ya desapacible, amarga, insoluble. Nuestro quebranto no se llamaba Leverkusen, sino Sarriá.)


Pepe Albert de Paco
Hincha del RCD Español
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dimarts, 9 de desembre del 2008

Me estalla la retina

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Durante años, muchos desde la percepción de entonces, pocos desde la calvicie actual, pasé cuatro veces al día junto a aquel adefesio de hormigón que resultaba tan poco atractivo para cualquier mirada sensible sobre el paisaje urbano. Mestalla era la antesala de soporíferas clases de matemáticas a horas groseramente tempranas, o infumables lecciones sobre religión con la comida aun sin llegar al estómago. Pero también era la salida a la libertad tras el encierro cruel y tedioso al que me sometían aquellos semi-curas que se empecinaban en reconvertir mi irrefrenable tendencia libertaria en aquella cosa tan terrible que denominaban como “un hombre de provecho”. El Pilar no fue tal, sino una viga que me costaba un enorme esfuerzo llevar sobre mis hombros.

El feo y gris gigante de hormigón mutaba cuatro veces al día, de recibidor carcelario a desembocadura a la vida libre. Es curioso lo distinto que mi mirada dibujaba el edificio según lo percibiera desde el sur o desde el norte. Mestalla fue siempre el puente que enlazaba mi propio "yo" con el de “los otros”. Cuando mucho más tarde, ya en la adolescencia, un día aprendí el significado de aquel nombre, pude explicarme porqué aquel monstruo de hormigón había calado tanto en mí desde el inicio. Aquella acequia que le daba nombre explicaba ese sentimiento que me acompañó todo aquel tiempo, mi vida deambulaba com cagalló per sèquia.

Sin embargo, antes de llegar a conclusiones tan trascendentales, un día tuve la ocasión de descubrir que era lo que guardaba en su interior tantas toneladas de desproporción arquitectónica. Una puerta de servicio entreabierta era una invitación imposible de rechazar. Acompañado de un fiel amigo de aventuras, entramos en el recinto, subimos unas escaleras, y de pronto se abrió ante nuestros ojos una imagen absolutamente impactante. Un inmenso embudo oval escalonado venía desde el cielo hasta aquel precioso tapiz verde. Me quedé con la boca abierta, sin respiración. Todo aquel cemento gris, salpicado de pequeñas barandillas, se convertía en un gigantesco altavoz visual de aquel verde exquisito. Una imagen rotunda y perfecta, limpia, equilibrada. El horroroso y absurdo exterior no era mas que el entramado desnudo de aquella maravilla. El inmenso marco tridimensional en blanco y negro amplificaba hasta el infinito el puro y uniforme verde rectangular. Las perfectas rectas del proporcionado rectángulo enmarcadas con las suaves curvas del oval. Una imagen generosa y tremendamente bella.

Luego descubrí que aquel templo se usaba para desatar todo tipo de pasiones, bajas y altas, enfermizas y sanas, incluso algunas inconfesables. Y que también era donde mi equipo perdía y ganaba trocitos de gloria mientras alimentaba, sin darme cuenta, un trocito de mí “yo” que al cabo de los años se convirtió en un pilar de mi edificio sentimental.


Tono Errando Mariscal
Voyeur profesional. Valencianista en Barcelona.
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divendres, 5 de desembre del 2008

Érase una vez un club de fútbol…

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“Érase una vez un club de fútbol con casi noventa años de historia a sus espaldas. Con una cantidad de títulos lo bastante amplia como para que sus seguidores, socios y simpatizantes supieran que tenían tras ellos lo que podríamos denominar, sin temor a ser exagerados, una orgullosa historia. Hecha de todo tipo de azares: triunfos memorables, derrotas humillantes, cambios de campo, cambio de presidentes, juntas directivas y con una masa social fluctuante, que en los últimos lustros siempre había crecido y crecido. En los tiempos de nuestro relato, esa masa social, llámese socios, abonados, accionistas o todo ello a la vez, apoyaba al equipo con todas sus fuerzas, fuera el equipo bien o mal, estuviera en lo más alto de la clasificación o luchara por eludir un descenso. Hecho éste que solo haría revivir una pesadilla ya casi olvidada, materializada en tiempos pretéritos. En los tiempos de esta historia extraña y desconcertante, el amor al club, a los colores, al equipo, no se medía en modo alguno. Hubo una época, ya superada, en la que pasar una noche a la intemperie junto a las taquillas del estadio, dotaba de certificado de amor incondicional al club al aficionado o aficionada, que, a la sazón, era premiado con entradas para poder asistir a una final o con un abono esquivo para la mayoría de los mortales. Mucho antes de esa época, ya superada, se conoció la noticia de que con un sistema telefónico, arcaico para los tiempos de nuestro relato, era posible vender más de 75.000 entradas para un concierto de rock en tan solo 5 horas. Éso ocurrió hace tanto tiempo que ya nadie lo recuerda. Pero en el club había mentes lúcidas y prácticas que trabajaban en aras de lo que a su masa social supondrían beneficiosas ventajas. El amor al club ya no se medía por parámetros obsoletos como el tiempo de permanencia en una cola. El amor al club se tenía o no se tenía. Y tenerlo era suficiente para los directivos de tan moderna y avanzada entidad. En los tiempos de nuestro relato era posible mantener una videoconferencia una persona que se encontraba en un continente diferente al nuestro, o visualizar de forma remota cualquier hecho noticiable que se hubiera dado en el mundo en las últimas tres horas. Merced a estos prodigios, la masa social debía estar feliz, ya que los directivos del club de sus amores pondrían a su alcance modos más dignos, justos y económicos de conseguir una entrada para una final o un abono esquivo para la mayoría de los mortales. Los directivos de la entidad daban muestras de honradez y consideración no hurtando a la masa social más que una pequeña cantidad de entradas o abonos, solo para cumplir compromisos ineludibles. La masa social: jubilados, estudiantes, profesionales liberales, trabajadores a tiempo parcial, parados, gente de mal vivir, clérigos, funcionarios, amas de casa, divorciados y aspirantes a escritor, sabían que un día, a una hora, se abriría la taquilla virtual. Todos tendrían las mismas posibilidades de obtener su preciado premio. Su amor al club era el mismo. Era, verdaderamente, la más perfecta forma democrática de acceder a lo que todos a una vez deseaban y merecían. Y desde el club esta solución manó como una fuente cristalina en un desierto mortal. La masa social, en sus conversaciones, alababa la modernidad de la entidad, prontamente imitada por la totalidad el resto de clubes de fútbol. Los directivos no se atribuían mérito alguno, ya que para ellos era sencillo tomar esas decisiones. Una de las empresas que patrocinaban a la entidad se dedicaba al desarrollo e instalación de todo tipo de sistemas de comunicación…”

Nota del autor: Encontré este escrito bajo un sofá que me digné limpiar hace unas semanas. La hoja estaba amarillenta y comida por las ratas, por lo que me resulta imposible determinar su origen, quizá Orwell, Huxley o quizá no sea más que un sueño escrito por algún proscrito, seguidor de Kerouac… también había una foto…

Francisco García
Socio del Valencia CF
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dimecres, 3 de desembre del 2008

El gol más rápido de la historia

·"Lobo" Diarte, Mario Alberto Kempes i Dario Felman, els tres protagonistes de la jugada.

Nunca me han gustado demasiado los goles madrugadores, aquellos que llegan en los compases iniciales cuando todavía no le has cogido el aire al partido. Te pillan un poco descolocado. Creo que son goles que se olvidan rápido porque todavía queda mucho por delante y su influencia en la suerte de un resultado es muy relativa. Recuerdo, claro está, aquella espectacular mascletà al Lazio que encumbró a Gerard como algo inaudito porque se marcó más de un gol en una apoteosis inicial sin precedentes. Pero a pesar de todo, en el guión soñado de los partidos ideales el gol que te lleva al éxtasis, aquel con el que revientas de gozo es el marcado en los últimos instantes, a la desesperada, después de un asedio infructuoso ante un rival que se las promete muy felices. Esos han sido los que más placer me han proporcionado desde que a finales de los sesenta vi a Paquito batir la portería de Ñito en un Valencia-Granada con un chutazo desde fuera del área que entró por la escuadra en tiempo de descuento. Ese fogonazo te devolvía en un instante la felicidad cuando ya te resignabas al triste empate a cero y la melancolía insoportable del final de un domingo se apoderaba de ti. Por eso nunca quería abandonar la grada hasta que el árbitro pitara el final. El estruendo de un gol in extremis mientras los impacientes y los escépticos se amontonan en los vomitorios de salida me parecía el mejor desenlace y disfrutaba pensando en aquellos agoreros que después de renegar se iban malhumorados antes de tiempo y se perdían lo mejor de la tarde. Era el mejor escarmiento. Imaginaba su rabia al escuchar el alborozo de los que se mantenían en su localidad sin perder la esperanza en el Valencia.

Los goles postreros con carácter decisivo siempre han sido los más celebrados, el grito más desgarrador de la grada se ha escuchado en ese momento mágico en el que la afición se ve recompensada después de aguantar hasta el último instante. En la galería de los mejores, recuerdo el de Forment al Celta en la liga del 71. No he visto algo igual en Mestalla. Todos puestos de pie a la espera de un milagro en forma corner. El Valencia necesitaba ganara para seguir primero y lo logró en una explosión de júbilo tremenda. La célebre remontada al Madrid con Fernando y Robert de goleadores después de sendos cabezazos. Un gol de Ansola también al Madrid en una jugada confusa o el de Keita al Zaragoza en el 76, partido televisado, y con ambos equipos en situación delicada. Sin embargo hubo un gol madrugador que batió todos los registros. Lo marcó el “Lobo” Diarte al Elche el 4 de diciembre de 1977, hace justo 31 años. Marcel Domingo era el entrenador y el Valencia solía en aquel período despachar con autoridad los partidos en casa pero fuera estaba abonado a derrotas mínimas. Ibas a Mestalla confiado, sabías lo que te esperaba. Apenas sufrías, aunque después de este partido contra el Elche el equipo entró en una racha negativa a partir del 1 de enero del 78 cuando perdió contra la Real Sociedad, en una tarde de frío y resaca insoportable.

Creo que es el gol más rápido de toda la historia pero la falta de documentos audiovisuales de aquel choque impide certificarlo. Lo curioso es que esa jugada se ensayaba y nunca salía bien. Aquel día todo sucedió según lo previsto en la pizarra. El portero del Elche era Esteban, recientemente fallecido. Se colocó algo adelantado en la portería del Gol Xicotet. El Valencia sacó de centro, Diarte tocó hacia delante y se marchó raudo hacia el área ilicitana mientras que Felman retrasaba el balón para que Kempes lo lanzara en largo a la cabeza de Diarte. El pase teledirigido llegó al “Lobo” que remató sobre la marcha en una extraña postura. El balón superó al portero que se quedó clavado y entró en la portería ante la incredulidad general. Por supuesto, hubo gente que se lo perdió por llegar tarde. Quienes estábamos en la general de pie del Gol Gran cerca del reloj lo vimos asombrados y lo celebramos con cierta perplejidad. Para más inri, Diarte sólo marcó ese gol en toda la temporada. El partido acabó 4-1 y Kempes acabó siendo la figura del partido con un par de goles. El tanto del Elche tampoco estuvo mal, lo marcó Trobbiani antes del descanso y Mestalla le aplaudió.

Los jugadores del Valencia lo volvieron a intentar en otros partidos pero ya nunca les salió la jugada y ni siquiera eran capaces de poner en aprietos al rival. Con el paso del tiempo desistieron. Al final de aquella temporada Mestalla modificó su aspecto clásico con una reforma que prometía la llegada de tiempos felices, el equipo volvió a Europa después de un lustro de ausencia, Kempes confirmó su reinado antes de coronarse en el Mundial de Argentina y la estrella del Lobo se eclipsó aunque nos dejó la secuencia imborrable de un gol que nunca más se ha vuelto a vivir en Mestalla.


Paco Lloret
Socio del Valencia CF
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dilluns, 1 de desembre del 2008

Mujeres de armas tomar: Livia Soprano y Sophia Petrillo

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Livia Soprano en Mestalla

No vi morir a Chanquete en directo y durante años he sido incapaz de ver una serie completa. Por eso tiene doble mérito que finalmente "Los Soprano" me hayan enganchado de una forma tan rotunda. Ahora voy por la cuarta temporada y soy consciente de que llegaré al final. Como al final llegué para saber porqué desde los primeros capítulos, la figura de Livia Soprano me resultaba tan familiar. "Yo a esta mujer la conozco" me decía tras cada una de sus apariciones. Y así capítulo tras capítulo hasta su muerte. Ese día, justo cuando la bruja de Janis organizaba algo parecido a un memorándum a la contra, vi con lucidez a Livia Soprano como la mujer de la limpieza que durante los años 80' ocupaba la banda de numerada de Mestalla y posteriormente la de tribuna.

Nuestra Livia Soprano era una mujer de armas tomar. Se le atragantaban los insultos en la boca con una facilidad pasmosa. Y de un lacerante fill de puta pasaba a un no menos impronunciable fill de Satanás. Entonces olvidaba que representaba al club. Y no importaba el babero con el escudo deshilachado que siempre parecía a punto de caer. Se volvía intratable. El cigarrillo hecho colilla no hacía sino aumentar sus dotes de mujer con gran talento para el insulto ametrallado.

No era precisamente una niña, y ya entonces, mediados los 80', debía superar la frontera de los 60 años con claridad. Se ocupaba de los lavabos de mujeres pero también de mantener el control sobre árbitros y liniers. Su aspecto físico le confería un aire de cabaretera retirada. Facciones marcadas, pelo corto teñido de rubio, voz de carajillera y ademanes vitalistas. Debió ser una mujer guapa en su juventud. Siempre hablaba en valenciano y supe, algunos años después, que había vivido toda su vida en el Grao, en territorio comanche. Lo cual explicaba de alguna manera su fervor y su carácter.

Durante los años 90' la vi languidecer en tribuna; ya no era la misma. Su preferido era Arias, que siempre tenía una palabra y un gesto para ella. Pero yo siempre la recuerdo por un partido a domicilio, en Elche, en octubre del 86', en segunda división. Fue un viaje organizado por los empleados del club. Estábamos detrás de la portería del gol sur y tras un lance del juego se lió la típica. De repente empezaron a llover hostias a granel, de un lado y de otro. Hay una foto en "La hoja del lunes" donde aparecemos mi padre, mi hermano y yo en mitad de la trifulca. Creo que fue justo un segundo antes de que Livia Soprano le metiera un paraguazo a un hombrecillo del Elche. Fue un instante, porque la siguiente escena es Livia Soprano rodando por las escaleras del Martínez Valero y una camilla de la Cruz Roja llevándosela a la enfermería. De aquella salió viva pero con la moral tocada porque creo que no volvió a viajar nunca más con el equipo. Festejó el ascenso y acabó en tribuna, más tranquila y sosegada. O quizás fueron los años, que incluso a una mujer indomable como ella le pasan factura. Sin duda, este blog también le debía un recuerdo. Fue historia viva. Y todos, aunque con algo de miedo, le teníamos cariño.

La superabuela

Para hablar de la Superabuela lo primero es visualizar a Sophia Petrillo, la más veterana de "Las chicas de oro", aquella serie televisiva. Os ayudará a meteros en su historia. La superabuela era aún mayor que nuestra Livia Soprano, lucía gafas y debía medir metro y medio más o menos. Siempre con falda estucada. Siempre con el bolso bien cogido de la mano. Siempre pidiendo tabaco. Vivía en la calle Camarón, en pleno barrio chino, y se movía por Valencia y alrededores con una Mobilette primera generación que conducía su hijo. Su hijo, para que nos ubiquemos, es en la actualidad algo así como el Españeta del Mestalla. Lo es desde al menos hace 15 años y no creo que haya nadie en toda Valencia que lleve con tanto orgullo el chándal de nuestro club como él. Pero este es el post de su madre, de la mítica superabuela.

Pese a tener caracteres muy similares no hay noticias de que hubiera buen rollito entre Sophia y Livia. Más bien se miraban de reojo, como si hubiera cuentas pendientes o recelos entre ambas. Es cierto que Sophia ya no trabajaba para el club pero su presencia en los partidos del Mestalla y en casi todos los desplazamientos era una constante. Solía viajar gratis, a veces con los primeros Yomus, que la trataban con respeto y cariño reverenciales. Y luego, con invitaciones, entraba en los distintos campos, donde más que a ver los partidos se dedicaba a incordiar yendo de un lado a otro.

La superabuela, que había nacido en el sur, era del Valencia de una manera enfermiza. En realidad, lo suyo era insultar a los rivales. Tenía un repertorio infinito, más creativo y amplio que el de Livia, aunque no tan sonoro. Más que gritar susurraba. Pero los susurros, cargados de bilis y mala leche, no la impedían meterse en continuas querellas. Los aficionados rivales se reían pero ella no se amilanaba. "Reiros, reiros, so mariconazos, no tenéis cojones ni pa callar a una vieja". Dominaba el arte de la provocación con grandes dotes y su boca desdentada era un catálogo de insultos al por mayor. Lo mejor en ella es que nunca descansaba, y así, muchos domingos solía ir al campo del Levante para encabronar al personal granota. Creo que era de las pocas personas en Valencia que se tomaba en serio la rivalidad. Quizás porque, lejos de dedicarse sólo al primer equipo, la Superabuela se recorría toda la provincia siguiendo al filial, al juvenil y a cuantos equipos llevaran el nombre del Valencia CF. Durante los años de plomo su presencia era sinónimo de entusiasmo y lealtad sin límites. La pena es que perdí las fotos donde bajo la nieve, con pleno sol o incluso algo tajada por efecto del vinazo, la superabuela sonreía a la cámara orgullosa de su Valencia. Siempre nos pedía más animación, más entrega, más cojones. Pero no era posible. En el fondo, ella tenía más que nadie.

Rafa Lahuerta Yúfera
Socio del Valencia CF


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