Lo primero que supimos de él fue que le llamaban Carlitos. Aterrizó en Mestalla en el verano del 84', de la mano del mítico Buqué e integrando un pack de 3: Jon García, Quique y él. Con buen criterio Carlitos se convirtió en Arroyo y el niño pasmado de pelo rubio ensortijado y mirada un tanto alelada dio paso a una promesa en ciernes que pronto, muy pronto, elevó el listón a galones de diamante en bruto.
Fue el de 1984 un verano diessel, de los de entonces. Asumidas las penurias, la grada no esperaba otra cosa que chavales con hambre a los que sin embargo saludaba con desdén. Lo paradójico de aquel 3x2 fue su rentabilidad. Y si Quique se ganó el respeto de la grada en su debut ilicitano, 0-1 con gol de Tendillo; a Arroyo le llegó el bautismo en aquel pseudopartido contra el Espanyol donde el Butano convirtió la palabra esquirol en arma de destrucción masiva. Esa tarde, Mestalla descubrió a un jugador talentoso, distinto, capaz el sólo de limpiar algunas de las telerañas que en ese momento descendían por la techumbre del heráldico anfiteatro de la avenida de Suecia. Tenía 18 años y jugaba oficialmente en el filial. Fue tal el impacto de su juego que hasta que subió de manera definitiva al primer equipo, las matinales de Mestalla recobraron el perfil de la vieja guardia pretoriana de las esencias, caídas en desgracia poco a poco desde el no ascenso de 1952. Sin pretenderlo, Arroyo le devolvió al filial el impulso y la chispa, la ilusión de ser vivero. De repente, muchos volvieron a ver los partidos del filial, y de 3.000-4.000 fieles se pasó a mañanas pletóricas de más de 10.000 devotos.
Sin duda, todos los que coincidíamos en aquellas matinales de ensueño en tercera división veíamos a Arroyo como el futuro crack del Valencia. Y es evidente que nunca como entonces jugó tan bien el chato. El gambeteo, la pausa, el pase largo, el cambio de ritmo. No tenía el VCF un jugador como él ni de lejos. La alternativa la tomó en el Villamarín, en enero de 1985. Un 1-3 ilusionante con la segunda vestimenta histórica más habitual: pantalón negro y camiseta granate, mi preferida.
Después, la cruda realidad se fue imponiendo y Arroyo siempre anduvo por debajo de esas enormes expectativas despertadas en el otoño del 84. Poco a poco, todos fuimos olvidando el anhelo del crack y asumimos lo que siempre fue: un excelente jugador de club. Uno de los fichajes más rentables de la historia, que tuvo, además, una de las despedidas más apoteósicas, bonitas y emotivas que se recuerdan en Mestalla. Se marchó con un gol, que sin llegar al escalón de los más celebrados, anduvo muy cerca. Fue en la penúltima jornada de la 95-96, también frente al Espanyol. Un año vibrante, con un equipo memorable que sólo por efecto de las inmediatas gestas que aguardaban a la vuelta de la esquina ha quedado en un injusto segundo plano. Esa, quizás, sea la metáfora más eficaz para retratar el paso de Arroyo por el Valencia. Su inequívoca tendencia a quedarse en una esquina del retrato.
A veces me lo cruzo por la calle y tengo la sensación de que ni siquiera él sabe quién es. Lo veo y dudo, con esa tripa indecente que le asemeja más a Españeta que a Baraja. Mantiene, por añadidura, la misma expresión anodina de rey pasmado a medio camino entre Gabino Diego y el príncipe de Bekelar. Que Arroyo nunca ganara un título en sus doce temporadas como valencianista es lo de menos. Lo suyo siempre fue otra cosa: el quiebro, la volea, la extraña sensación de que estaba entre nosotros para hacernos creer que todo, inevitablemente, acabaría por mejorar. Fue bastión de la ilusión en tiempos de penuria. Un secundario de lujo, discreto, callado, a ratos espectacular. Uno de esos magos que renuncian a la magia cansados de engañar a las multitudes y que intuyen, aunque no lo saben, que lo mejor, casi siempre, es guardar silencio y quedarse en un segundo plano.
Rafael Lahuerta Yúfera
Socio del València CF
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Fue el de 1984 un verano diessel, de los de entonces. Asumidas las penurias, la grada no esperaba otra cosa que chavales con hambre a los que sin embargo saludaba con desdén. Lo paradójico de aquel 3x2 fue su rentabilidad. Y si Quique se ganó el respeto de la grada en su debut ilicitano, 0-1 con gol de Tendillo; a Arroyo le llegó el bautismo en aquel pseudopartido contra el Espanyol donde el Butano convirtió la palabra esquirol en arma de destrucción masiva. Esa tarde, Mestalla descubrió a un jugador talentoso, distinto, capaz el sólo de limpiar algunas de las telerañas que en ese momento descendían por la techumbre del heráldico anfiteatro de la avenida de Suecia. Tenía 18 años y jugaba oficialmente en el filial. Fue tal el impacto de su juego que hasta que subió de manera definitiva al primer equipo, las matinales de Mestalla recobraron el perfil de la vieja guardia pretoriana de las esencias, caídas en desgracia poco a poco desde el no ascenso de 1952. Sin pretenderlo, Arroyo le devolvió al filial el impulso y la chispa, la ilusión de ser vivero. De repente, muchos volvieron a ver los partidos del filial, y de 3.000-4.000 fieles se pasó a mañanas pletóricas de más de 10.000 devotos.
Sin duda, todos los que coincidíamos en aquellas matinales de ensueño en tercera división veíamos a Arroyo como el futuro crack del Valencia. Y es evidente que nunca como entonces jugó tan bien el chato. El gambeteo, la pausa, el pase largo, el cambio de ritmo. No tenía el VCF un jugador como él ni de lejos. La alternativa la tomó en el Villamarín, en enero de 1985. Un 1-3 ilusionante con la segunda vestimenta histórica más habitual: pantalón negro y camiseta granate, mi preferida.
Después, la cruda realidad se fue imponiendo y Arroyo siempre anduvo por debajo de esas enormes expectativas despertadas en el otoño del 84. Poco a poco, todos fuimos olvidando el anhelo del crack y asumimos lo que siempre fue: un excelente jugador de club. Uno de los fichajes más rentables de la historia, que tuvo, además, una de las despedidas más apoteósicas, bonitas y emotivas que se recuerdan en Mestalla. Se marchó con un gol, que sin llegar al escalón de los más celebrados, anduvo muy cerca. Fue en la penúltima jornada de la 95-96, también frente al Espanyol. Un año vibrante, con un equipo memorable que sólo por efecto de las inmediatas gestas que aguardaban a la vuelta de la esquina ha quedado en un injusto segundo plano. Esa, quizás, sea la metáfora más eficaz para retratar el paso de Arroyo por el Valencia. Su inequívoca tendencia a quedarse en una esquina del retrato.
A veces me lo cruzo por la calle y tengo la sensación de que ni siquiera él sabe quién es. Lo veo y dudo, con esa tripa indecente que le asemeja más a Españeta que a Baraja. Mantiene, por añadidura, la misma expresión anodina de rey pasmado a medio camino entre Gabino Diego y el príncipe de Bekelar. Que Arroyo nunca ganara un título en sus doce temporadas como valencianista es lo de menos. Lo suyo siempre fue otra cosa: el quiebro, la volea, la extraña sensación de que estaba entre nosotros para hacernos creer que todo, inevitablemente, acabaría por mejorar. Fue bastión de la ilusión en tiempos de penuria. Un secundario de lujo, discreto, callado, a ratos espectacular. Uno de esos magos que renuncian a la magia cansados de engañar a las multitudes y que intuyen, aunque no lo saben, que lo mejor, casi siempre, es guardar silencio y quedarse en un segundo plano.
Rafael Lahuerta Yúfera
Socio del València CF
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Rafa, has tocado fibra.
ResponEliminaCarlos Arroyo, mi gran ídolo (si es que tuve alguno), mi jugador favorito, mi preferido, ese jugador que todos tenemos de más pequeños y que, sin o con motivo, guardamos en lugar prefrente en nuestro corazón.
Rubio, delgado (en claro contraste con su figura presente) y creciendo con aquel Valencia que también daba el estirón.
Le recuerdo mucho, casi todo, no tenía más ojos que para él cuando estaba en el campo, sólo tres apuntes más.
1.Su mejor época, ya en madurez fue en era Hiddink cuando se dejó bigote. Cuando los tránsfers digitales sobre textil aún no existían, 3000 pelillas me costó mi primera camiseta hecha por mi mismo, una foto suya, puño cerrado, tras marcar un gol al Betis (creo) con su fino bigotillo.
2.Suplente y recién salido al campo en la prórroga, marcó el gol clave "in extremis" de aquella eliminatoria contra el Barça que resolvió Fernando con uno de sus quintos penalties a la escuadra.
3.Si, creo que todos los que estuvimos allí recordamos aquel gol contra el Espanyol. Nos mantenía vivos en aquella liga, mientras Carlitos iba haciendo(para mi desesperación) mutis por el foro...aquel empale glorioso fue el gol que más celebré nunca en Mestalla hasta que Baraja ofreció una versión mejorada y duplicada.
Arroyo... solo teclear su nombre hace latir mi corazoncito ché...tiempos....
Saludos
Sergi Calvo
Socio del VCF
Carlos, pertenece a ese linaje de jugadores de club, que siempre necesitamos tener entre nosotros.
ResponEliminaMe da mucha rabia, que una generación tan espontaneamente genial y nostálgica como aquella, liderada por Fernando, con Quique, Giner, Arroyo, Voro, Fenoll... etc, no consiguiera un puñetero titulo.
Es que todos estos estuvieron 10 años juntos, en la era tuzoniana, pasaban las temporadas y siempre estaban ahi, eran como de la familia.
PEPELU.
Guapo, Rafa, guapísimo. A ver si te pillo un día, guapo.
ResponEliminaMe confieso también como otro muy identificado con Carlos Arroyo.
ResponEliminaSi Angulo representa en mi trayectoria valencianista la época de la pérdida de la inocencia, Arroyo me retrotrae a la feliz infancia.
Ambos fueron jugadores que iban cumpliendo un papel subsidiario en el once titular y que ganaban mayor presencia en el mismo conforme avanzaban las campañas; obviamente, con estilos de juego totalmente opuestos.
Dan fe de sus brillantes finales de temporada los goles que conseguía en los últimos encuentros ligueros (ante el RCDE despidiéndose desde el centro del campo mientras Mijatovic lanzaba discretamente su camiseta a la tribuna o uno genial en el Sánchez Pizjuán, regateando con camiseta azul a Unzué en la temporada 92-93).
Grandiosa esa foto de aquellos tiempos en los que los futbolistas no comulgaban con la estética metrosexual. Para darle un papel de descarga cómica en una comedia romántica de Hugh Grant.
PD: Poyatos no té nas, Poyatos no té nas, Arroyo és chato!
Yo era uno de los fieles que alucinaba con Arroyo en el Mestalleta. Puro espectáculo. A partir de ahí, y aunque es cierto que, posiblemente, su falta de carácter frustró mayores metas, nunca le faltaron devotos en Mestalla: las discusiones entre "Fernandistas" -entre los que me contaba- y "Arroyistas" eran un clásico de tertulia futbolera.
ResponEliminaCabanyal
Arroyo es ahora segundo entrenador del Juvenil del Valencia C.F.
ResponEliminaComo curiosidad os cuento que el año pasado el entrenador del Juvenil fue Fernando García Cabot (gran amigo mío) miembro durante muchos años de la peña Gol Gran y por supuesto uno más de los que le cantábamos en la grada aquello de "Arroyo no te nas".
Para Fernando fue algo impactante tener de segundo entrenador a quien fue uno de sus ídolos sin embargo el comportamiento de Carlos Arroyo con el fue sensacional, le apoyó en todo, se convirtió en su amigo, hacían apuestas continuamente tirando penaltys, faltas etc, y al mismo tiempo supo mantener el status sin ningún tipo de problema, toda una lección.
Grande Arroyo y una vez más gran articulo Rafa.
Arroyo fue el Solsona de los 90. Un futbolista exquisito, que daba la impresión de ver el fútbol en otra dimensión diferente a la de sus compañeros, pero de aquellos que alababa Bocchini porque no corría.
ResponEliminaLa grandeza de hacerse visible aun estando en un segundo plano, ahí donde la vida se torna borrosa. Excelente retrato, crack. No sólo el que trazas de Arroyo, por supuesto, sino también, y como viene siendo costumbre, el que esbozas de ti mismo.
ResponEliminaAbrazos,
Pepe