ACEQUIAS Y RAILES.
A Clara.
Éramos adolescentes y en nuestro barrio no echaban ninguna
de James Dean. Nos habían cerrado el Mavis allá por 1985.
Fue jodido aquel año sin fútbol de primera ni pelis de
reestreno.
Crecíamos pasando las tardes entre descampados en los que
futbolear y aquellos recreativos que por la luz que inundaba todo el local
habíamos bautizado “Los verdes”.
Vivíamos en la frontera, y por ella, haciendo equilibrio
sobre los raíles del Trenet, atravesábamos el puente que desembocaba en el
Semáforo de Europa. Luego nos desviábamos a la derecha, cambiando raíles por
sendas sobre acequias hasta llegar al Instituto.
Allí cerca, decían que estaba el mar pero nosotros éramos
más de la grada que llevaba su nombre, por la que cada día desde 1923 amanece
Mestalla.
También rodeaban al Ramón Llull huertas y acequias.
Cuando lanzábamos el balón por encima de la valla del
Instituto, tenías que ser rápido para evitar que cayera sobre el sucio caudal
de alguna de ellas. Había un punto al partir del cual, entre la maleza y las
cañas era imposible seguir su pista.
Recuerdo que una vez, escondido entre aquella flora
anárquica y salvaje, descubrí a un drogadicto en el momento justo en que se
inyectaba la jeringuilla. Me quedé mudo mirándolo. El mono no le impidió notar el susto en mi cara y me señaló
dónde se encontraba el balón. Apenas me dio tiempo para darle las gracias,
cogerlo y salir pitando.
Todo lo que quedaba de recreo y de partido, en aquella época
eran sinónimo, no toqué pelota, no me quitaba la imagen impactante de aquel
sudoroso chaval con ojos enrojecidos.
De ella sabía que vivía más allá de donde yo dejaba la vía
para desviarme al sendero de las acequias, en una especie de isla perdida, que
era de familia humilde y que debía conservar sus libros en buen estado para que
lo heredaran sus hermanos. Los míos estaban repletos de escudos y alineaciones
del Valencia.
Como algunos amiguetes del cole, bendita EGB, continuaron
conmigo la carrera estudiantil en aquel Instituto, ya me precedía mi fama de
irremediablemente che. Una fama que al poco tiempo certificaron el resto de
nuevos compañeros.
Los días que tocaba religión, como el profesor era mayor y
corto de vista, aprovechábamos en las últimas filas para hacer papelitos. Durante la semana habíamos ido recopilando periódicos, qué
buena calidad tenía el papel de la Hoja del Lunes, para recortarlos
concienzudamente y lanzarlos en Mestalla los fines de semana que jugábamos en
casa.
Ella, tan ajena y lejana al fútbol y al Valencia, un día se
ofreció a ayudarnos en la tarea. Fue el día que comencé a mirarla distinto y al
parecer, como me comentaban los cabrones de mis amigos, como ella ya llevaba
mirándome a mí desde principio de curso.
Y yo qué mierdas sabía de esas cosas. Podía hablar de si el
planteamiento de Espárrago era bueno o malo, de si Fenollet y su zurda
iban a marcar época en Europa, de si Arias era el jugador más elegante del
mundo sacando el balón, de si Fernando era rapidísimo en contra de lo que la
mayoría de gente opinaba, porque un segundo antes de recibir el balón ya sabía
dónde lo iba a poner y lo ponía… y yo qué sabía de lo que se me cachondeaban
los capullos de mis amigos.
La temporada estaba resultando perfecta, la tercera en
primera tras el nuevo kilómetro cero del descenso y casi sin darnos cuenta nos
habíamos metido muy arriba peleando con los de siempre, disputándoles un
terreno que el Dios Fútbol con la inestimable colaboración de la Liga de Fútbol
Profesional les tiene reservados.
Así fue avanzando la temporada y el curso, experimentando
cosas que nunca había vivido, ni en fútbol ni en amores, yo que me había
forjado como valencianista en el desierto de la segunda, ahora coqueteando con
los primeros puestos de la Liga y con la más guapa de la clase.
Apenas faltaban tres jornadas para acabar la temporada
cuando un amigo de Benimaclet, me dijo que no podía venir a Mestalla porque sus
padres se lo llevaban de boda de un pariente a Mallorca, y querían aprovechar
el viaje para estar toda la semana de vacaciones.
Se ofreció a dejarme su pase. Tuve varios días para elegir a quién ofrecérselo.
Fue a mitad de clase de pretecnología cuándo Dios me echó
una mano como al Diego se la había echado en el Azteca cuatro años antes:
“¿Te gustaría venir el sábado a Mestalla?”.
A mitad de frase contestó que sí.
Creo que de primeras entendió “a cenar” porque luego la
conversación no me cuadraba. Decidí evitar equívocos y aclaré que jugábamos
contra el Tenerife a las diez y media de la noche.
No sé si se llegó a desencantar por no resultar mi
ofrecimiento tan romántico pero mucho más madura, aparte de guapa que yo, supo
comprender que la invitaba a lo que para mí era lo más sagrado.
Ganamos dos a uno con goles de Fernando.
Dos jornadas después, despedíamos la temporada con un
4-0 (hat trick incluido de Cuxart) a nuestros hermanos del Logroñés y
alcanzábamos el subcampeonato de Liga por debajo del Real Madrid y por encima
del Barcelona y Atlético.
Así acabó la Liga y tres semanas después el curso.
Ella se marchó a Barcelona con su familia por tema de
trabajo de su padre que luchaba por dejar de ser humilde.
Yo acabé el Bachillerato tres años después, cuando ya no
había acequias, ni cañaverales, ni drogadictos alrededor de mi Instituto. El
horizonte ya no eran raíles por los que hacer equilibrios.
Supe por casualidad, que la vida le fue bien, que estudió
derecho y se casó con un prestigioso abogado de buena familia.
Que viven en una bonita zona residencial y tienen 3 hijos y
un barco, que no son nada futboleros.
Me alegré por ella y por sus padres.
Cada vez que por azar o descuido algún resumen del Valencia
invade televisivamente su vida, se sigue acordando de aquel inmaduro gilipollas
que sigo siendo, aquel con el que lo más cerca que del amor estuvo, fueron las
dos avalanchas en las que nos abrazamos como celebración de los goles, allí en
el fondo norte de Mestalla, muy cerquita de la Yomus.
Me gusta pensar que aún me recuerda.
Yo nunca la he olvidado.
Se llamaba General de Pie.
Jose Carlos Fernández Haba.
Socio del Valencia.
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