A
Jaime Hernández Perpiñá.
Porque
mientras España debate sobre la Ley de Memoria Histórica, el valencianismo sabe
que él es nuestra Memoria Histórica.
Está
claro que morirse no es una buena idea ni un gran proyecto de futuro, pero al
menos dejadme cerrar los ojos e imaginar cómo debe vivirse un partido del
Valencia C. F. en el cielo. Fantaseo con una gran pantalla de televisión y
delante de ella a Jaume Bonico Ortí,
al mítico portero Quique Martín (sentado en un larguero, por supuesto), a
Puchades, Jorge Iranzo, Jaime Hernández Perpiñá, Paco Sendra, Vicente Piquer,
Luis Casanova, Di Stefano, Higinio García, Salvador Gomar, Ramos Costa, Julio
de Miguel, Lobo Diarte, Enrique Moreno, Ignacio Eizaguirre, Antonio Fuertes,
Juan Barrachina, Wilkes, Pasieguito o Sendra, comentando las jugadas o los
cambios que harían para ganar el partido. Y, por qué no, presiento que, durante
cada encuentro, todos ellos animan al ritmo de un bombo mientras cantan “el cielo se pregunta quiénes somos, nosotros
le decimos quiénes somos: som la força del València i ningú ens pararà”.
Pero
ahora que lo medito… Creo que es injusto pensar que en la otra vida sólo la
gente importante ve a nuestro equipo, que sólo lo siguen aquéllos que han
ocupado portadas o los que nos han levantado de nuestros asistentes. De eso
nada. Personas anónimas que fallecieron, el charcutero, el policía, el albañil,
la profesora, la ingeniera, el médico, la cocinera, el chófer, la enfermera, la
filóloga… Seguro que todos se sientan delante de la misma gran pantalla para
ver desde las alturas las andanzas del murciélago. Y chillan, se enfadan, se
cabrean, protestan al árbitro (sin insultos para no enfadar a San Pedro,
claro), celebran los goles, cantan y aprietan al rival desde su curva nord celestial.
A lo
largo de toda nuestra puñetera vida echamos de menos a muchas personas. La
magdalena de Proust nos enseñó que cualquier objeto en cualquier momento nos
puede llevar a cualquier recuerdo; gente que ya no está, que no volviste a ver
después de esa fría despedida, los que ya murieron. Algo de esa traición de la
memoria hay en algunas de mis llegadas a la grada de Mestalla.
Desde
bien pequeño mi padre me ha dicho en innumerables ocasiones dónde tenían los
asientos él y mi abuelo cuando de pequeño iba al campo. “Las dos primeras
sillas a la salida del túnel de vestuarios, justo encima”. Y así lo repite cada
vez que tiene la oportunidad de reafirmar su fidelidad valencianista, o porque
supone que lo he olvidado desde la última vez que me lo dijo, o porque cree que
nunca me lo ha contado.
Y esa
frase, que él repite palabra por palabra como si fuera una beata oración, se me
ha quedado grabada a fuego, de tal manera que cada vez que me fijo en el túnel
de vestuarios, indefectiblemente me acuerdo de ellos. No conocí a mi abuelo,
pero me lo imagino robusto -por no decir gordo- yendo de la mano con mi padre,
entrando en Mestalla, sentándose en las sillas, entonces de enea, y disfrutando
del juego de Roberto Gil, Waldo, Guillot, Héctor Núñez o Wilkes.
¿De
qué forma celebrarían los dos esa Copa de Ferias del año 1962? ¿Cómo vivieron
el 6-2 del partido de ida? ¿Cómo fue la vuelta a casa después de esa borrachera
de goles? ¿Oirían el partido de vuelta por la radio en una especie de Carrusel
Deportivo de la época? No sé, son preguntas indescifrables que tal vez no
tengan respuesta porque uno ya falleció y el otro apenas lo recuerde.
De
todas formas, estoy convencido de que su ubicación en el campo, tan cerca del
césped, les hizo vibrar aquella noche con los seis tantos que le marcamos al
F.C. Barcelona. Y me gusta pensar que la proximidad de sus asientos con el
banquillo del Valencia le permitía a mi abuelo chivarle de vez en cuando a
Domingo Balmanya algún cambio táctico durante los encuentros. Quién sabe. Puede
que una pizca del tercer o cuarto gol de esa noche tenga un pedacito de mi
abuelo, que le chivó al entrenador que la defensa blaugrana flojeaba por el
carril izquierdo. Quién sabe.
Con
los años la pasión de mi padre por el Valencia se desinfló; según él, el club
se ha desnaturalizado, y puede que esté cargado de razón. Hace muchas
temporadas que él dejó de ir a Mestalla y prefirió la comodidad del salón. Sin
embargo, a mí no se me han olvidado nunca esas dos sillas de enea de la Fila 1
y, al recordarlas, me entran unas terribles ganas de ir con mi padre al fútbol.
Obviamente, no ocupo en el estadio el mismo asiento de aquella época, pero
deseo con todas mis fuerzas repetir esa imagen de mi padre y mi abuelo en Gol
Xicotet Bajo. Creo que algo se mantiene -llámalo cadena, herencia o legado- en
esas familias que empezaron juntas en Mestalla y siguen en Mestalla a pesar de
los muchos, miles y miles, disgustos a cuestas. Quieras o no, la vida te va
separando de tus padres, discutes con ellos hasta el punto de que pueden pasar
varios días sin hablaros, pero las dos horas del partido son un momento sagrado
e inaplazable.
Hace
meses vi en las redes sociales una fotografía preciosa de un iaio i el seu net y su nieto en los
alrededores de Mestalla. Es una imagen que ejemplifica perfectamente a qué me
refiero con esa cadena, herencia o legado que se mantiene a pesar de los años y
las hostias de este recorrido. Viendo esa foto, quién no ha deseado que la vida
le ofreciese tener la oportunidad de volver a ver en Mestalla un partido, uno
solo, en compañía de su abuelo que falleció hace tiempo, con el hermano que
ahora mismo vive en las antípodas de tu día a día, o con tu madre, gran patidora a cada centro lateral que
llegaba al corazón de nuestra área. En definitiva, gente que ya no está y que ahí arriba vive los partidos del
Valencia con su bufanda y su gorra como un hincha terrenal más.
Javier
Marías escribió una vez, no recuerdo en cuál de sus magníficas novelas, que hay
un vínculo para siempre entre dos hombres que se han acostado con la misma
mujer a lo largo de la vida; y viceversa. Es una relación inapreciable,
invisible y que en la mayoría de los casos desconocemos, en muchos casos por
fortuna. ¿No puede ser que ocurra algo parecido con el fútbol? Existe un
finísimo hilo que cruza y salta de persona a persona entre aquéllos que son
seguidores del mismo equipo. Como la barra de un futbolín que une, acompasa e
iguala los movimientos de todos los jugadores. Hay algo de eso con total
seguridad. Es la única explicación a que dos valencianistas se saluden en
Idaho, Santa Fe o Birmingham únicamente porque uno de ellos lleva la camiseta
del equipo, y sólo por esa nimiedad sean capaces de contarse con todo detalle
las circunstancias que rodean al viaje, mi
hija está de erasmus, mi suegro emigró y vive aquí, algo completamente
impensable sin esa chispa que ha provocado el escudo en el pecho. Obviamente,
si la camiseta ha sido el motivo que ha abierto esa conversación, también será
una referencia al club el que la cerrará: el internacional grito de Amunt!
Y eso
me lleva a otra reflexión sobre por qué nos vestimos con la camiseta del
Valencia cuando viajamos al extranjero. Para lucir colores, dirán algunos. O
acaso es porque inconscientemente buscamos a nuestro igual y queremos que nos
reconozca. Admito que en mis viajes al extranjero me ha podido la timidez y
nunca he salido a la calle con ella, pero veo un punto de orgullo, de pertenencia,
de desvergüenza incluso entre aquéllos que sí lo hacen. Y por lo visto los hay,
y muchos. Visitad la web https://www.viachers.com, un magnífico catálogo documentado de
valencianistas por el mundo.
Pero
no solo eso. No es únicamente orgullo o pertenencia. Admitamos que también hay
un punto de maldad. Las camisetas las carga el diablo. Nos la ponemos para
conquistar el mundo, para inmortalizar en foto ese momento de llevar la
elástica en el tercer piso de la Torre Eiffel, en el Empire State, en la Torre
de Pisa, en el Puente de Londres o en la Muralla China. Y, por qué no, para
restregarles a los franceses, a los norteamericanos, a los chinos o los
italianos, a todos, que sí, que tienen esos monumentos inmortales y eternos que
visitan millones de personas, que están orgullosos del símbolo de su ciudad…
pero, sintiéndolo mucho por ellos, nosotros somos del Valencia Club de Fútbol.
Carles Ricart.
Una reflexió emotiva dl valencianisme..
ResponEliminaGracies per compartirla
Amunt
Choy