Lo admito, aquello que sucedió es por mi culpa. Todo empezó unos días antes de aquel 2 de noviembre del 93. La camiseta del Valencia era la gran novedad en Llorençet, la tienda de deportes de mi pueblo. Absolutamente blanca, sin los detalles en negro o naranja que se incorporaron años después, con una palmera gigante y multicolor de Mediterránea, el logo de la controvertida marca comercial de turismo de nuestra comunidad. Era (o me parecía) preciosa y lucía en el escaparate de la tienda. Yo la quería.
Tras vender el póster tamaño natural de Magic Johnson a un compañero del instituto, reuní el dinero necesario para comprarla y, por fin, la conseguí.
Al día siguiente, festividad de Todos los Santos, tenía que hacer la tradicional visita a los cementerios y yo sabía que no debía ponerme la camiseta, que no era el día indicado (por lo de llevar al cementerio cosas del Valencia, el mal fario, el gafe y tal…) pero ¿qué queréis que os diga, cómo no me iba a poner mi camiseta nueva? Éramos los líderes de la Liga, teníamos a Mijatovic, habíamos barrido a los alemanes en la ida, 3 a 1 en un partido que podíamos haber goleado y en el que Mestalla hizo un tifo impresionante.
¿Cómo iba a afectar el hecho de que pasease la camiseta por los cementerios a aquel Valencia imparable? Aquel equipo del que Michael Robinson decía que era la Naranja Mecánica de Hiddink. Si hasta la Guía Marca hablaba bien de nosotros: “Fútbol total con aire mediterráneo”. No podía afectar… era imposible.
Así que me la puse, la primera camiseta oficial que tenía desde aquella Senyera que me regalaron en la comunión. Junto a unos vaqueros y una camisa de franela (eran los noventa y el Nevermind de Nirvana lo invadía todo) me fui a visitar a los difuntos. Por el cementerio de Alfafar y Catarroja lucí mi camiseta, ¿quién iba a imaginar todo lo que vino después?
Al día siguiente el Valencia jugaba en Karlsruhe, el partido que estaba esperando. Ya habíamos eliminado al Nantes en una buena eliminatoria y ahora tocaban los alemanes.
Me volví a poner la camiseta y me fui al instituto esperando a que llegase la hora del partido. Por la tarde, le pedimos al profesor de Filosofía que nos dejase salir antes porque el encuentro se jugaba muy pronto. Salí corriendo de clase y directo a casa para llegar justo con el pitido inicial.
Todo empezó bien, una buena ocasión de Fernando, otra de Pizzi pero algo se torció y luego sucedió lo que todos ya sabéis. Era imposible, no encontraba explicación a lo ocurrido, no me lo podía creer. Durante años me sentí culpable…
La camiseta acabó en un cajón junto a otras cosas que vienen y van. Manías y supersticiones que nos persiguen cuando el equipo entra en esas rachas en las que el balón no quiere entrar: no grabar los partidos en vídeo, entrar por una determinada puerta a Mestalla, ir por un determinado camino, etc…
Años después me reconfortó saber que a otros valencianistas también les había perseguido la idea de ser los causantes de alguna derrota, incluso alguno ilustre como Manuel Vicent, según cuenta en Tranvía a la Malvarrosa, y esto nos sirve de alivio, nos ayuda a pensar que no estamos solos, que no estamos locos.
Arturo Marzal Navalón
Socio del Valencia CF
Eixos catarrogins patidors per ací! Amunt en una nit dura com la de hui.
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