divendres, 22 de febrer del 2019

BITÁCORA DEL CENTENARIO

Jornada 25

16 DE AGOSTO DE 1977.

El sábado 16 de febrero cerró La Edad de Oro. Como era pertinente fuimos a rendirle pleitesía por última vez. Allí se quedó el banderín que Vicente Peris le regaló a mi padre, el mismo con el que su hija Merchina y yo nos fotografiamos el día de la presentación de La Balada del bar Torino, en octubre de 2014. A Juanjo se le notaba emocionado. Son más de 30 años siendo el Rock & Roll de esta ciudad y el futuro ya no es lo que era. Hay personas a las que sólo puedes querer: Juanjo Almendral es una de ellas. De niño jugaba a colarse en Mestalla. Vivía encima del cine Alex, en la confluencia de Cardenal Benlloch con Blasco Ibáñez. En los festejos de la liga de 1971 fue de los primeros en saltar al césped. No era el equipo de la ciudad el que ganaba el título, era el de su barrio. Después ensanchó la mirada. Los libros, la música, la mística de la Valencia canalla que latía al otro lado del río. 

El 16 de agosto de 1977 Juanjo estuvo allí. El VCF de un Kempes rutilante y estelar desarboló por completo al Honved de Budapest. Valencia estaba desierta, pero Mestalla vibraba como una olla a presión. De madrugada empezaron a llegar los rumores: Elvis Presley había muerto. Lo demás ya lo sabes. El Mito, la fantasía, la leyenda. Entre la inmortalidad de Elvis y la efervescencia de Kempes, Juanjo dejó de ser el adolescente eléctrico que se asomaba a la Bahía de nadie. El paseo al mar moría ante su balcón y la banda sonora que destilaba la madrugada de agosto mutó en una marea tóxica de frenazos de camiones justo delante de su portal. Nadie le puso título a la canción, pero El Semáforo de Europa era una serpiente que recorría la ciudad de norte a sur. A media tarde, la terraza del bar los Checas parecía un suburbio de Memphis. Cervezas, tramussos, desarrapados de los cinco continentes que vendían su sangre por un bocata de mortadela. El paisaje era caótico, inspirador, fronterizo. Junto al bar persistían intactas las vías, pero los trenes ya no circulaban por ellas.

Entre ser Kempes o ser Elvis, aquel muchacho desgarbado y atípico eligió ser Juanjo de Oro. Hizo lo más difícil: inventar una ciudad que no existía. A la manera de Italo Calvino y sus ciudades invisibles, rescató garitos y alargó madrugadas. Continental, La Marxa, La Edad de Oro. Leyó a Borges, dio la vuelta al mundo, adivinó antes que nadie que el 6-0 de junio de 1999 pasaría a la historia como el día de San Marino. Mientras tanto, guardó el secreto de Elvis confinado en un pueblo olvidado de Murcia y custodió el tesoro del jamón tatuado con el careto del Rey. De la calle Generoso Hernández se trasladó a la colonia nazi de la calle San Jacinto, territorio envuelto en la bruma del consulado alemán en Valencia durante los años de la II Guerra mundial. En el viejo Almacén volvió a brillar el rótulo de La Edad de Oro. Seguramente también fuimos felices, pero no tanto. En la calle San Jacinto se presentaron 3 libros de temática valencianista. El Amunt! de Alfonso Gil, las 25 historias de José Ricardo March y La Balada del bar Torino. Para cerrar el círculo, Cisco Fran grabó en sus entrañas la canción que resume todos los 16 de agosto en Valencia, “Nostalgia de Bell Ville”. Ahora toca escribir otro capítulo, una nueva Edad de Oro a la que confiarle el poco o mucho futuro que nos pueda quedar. A menudo fabulamos sobre la gran novela que nunca hemos leído dedicada a nuestras calles. Llegado ese punto siempre se me impone Juanjo de Oro. Él es esa novela. 

Rafa Lahuerta

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