dissabte, 13 d’abril del 2024

OTRA GRAN DERROTA


Cuando había que prepararse para acudir al estadio, no recuerdo que nos motivara el anhelo de llegar a un lugar en el que recibiéramos atención personalizada, un asiento con calefacción incorporada, arrumacos, ni un sinfín de viandas de estrella michelín en los descansos. La experiencia de ir al fútbol implicaba, como implica ir a un concierto o a un festival, saltos, gritos, lluvia, calor, colas en el urinario, llantos, risas, cansancio, maldiciones y abrazos con absolutos desconocidos como si te los fueras a follar.

Se generaba un ambiente de comunión y se alentaba la intimidación al rival como vía para ganar puntos cuando las piernas de los futbolistas no daban para más. Era la forja para los recuerdos de una vida entera. Nos importaba un pimiento lo adusto que era y la gente acudía en masa con la plebe de la mano para iniciarlos en este rito dominguero. La narrativa moderna, sin embargo, nos insta a aborrecer lo que hizo del fútbol una pasión para transformar los estadios en lujosos resorts, cómodos templos clónicos, tan ovalados como desprovistos de carácter a los que acudir a relajarse. Esas atracciones forzadas que desplazan a los aficionados locales para sustituirlos por turistas adinerados del norte de Europa, o por casuals cuyo único interés es hacerse valer del escenario para lucir una sudadera de 100 euros en sus historias de Instagram, ya no te venden fútbol, sino pasar un finde en un centro comercial.

Como sucede en una economía enfocada al turismo a costa del bienestar de los ciudadanos autóctonos, paulatinamente el hincha de casa ha dejado de ser el foco de atención para los clubes. Se afanan en felicitar el Año Nuevo chino o San Patricio, pero ignoran las fechas importantes de su propia historia. Sus mensajes, al igual que las franquicias que lo han devorado todo, están plagados de lemas en inglés tan vacíos, impersonales e innecesarios, que si comunican con alguien no es contigo.

En eso se respalda el triste triunfo de esta política extractiva y depredadora, en lograr que los desfavorecidos maten por preservar el derecho de los ricos a despojarlos de sus hogares, barrios, ciudades… y ahora también de sus pasiones futbolísticas.

El Nou Mestalla es un claro ejemplo de este desvarío. Monumento a la coentor. Una aberración nacida de la corrupción política, cuyo fin no era proveer ni fomentar nada con su creación, sino perpetuar el modelo turístico de grandes eventos que aumentara el caudal de las mordidas, comisiones y especulaciones de un régimen y un partido que se consideraba impune. En ese afán, el VCF no era más que un instrumento para lograr tales fines, no les importaba lo más mínimo, por ello lo intervinieron hasta transformarlo en una conselleria sin cartera, y en consecuencia, llevarlo a la ruina más absoluta. Asunto que hubiera tenido un ligero sentido de existir alguna coherencia en ese plan, pero aquellos que se aprovecharon de él lo abandonaron cuando ya no podían ocultar sus vergüenzas.

Por eso resulta del todo indecente hilar discurso, análisis o reportaje alguno sin mencionar este peculiar hecho: que el fracaso del proyecto del estadio, la ruina del club, la llegada de un magnate de Singapur, la operación aval que lo precipitó y otros asuntos (como la venta accionarial a Juan Soler) fueron obra del Partido Popular. Nuestra desgracia es que quienes nos asestaron el golpe fatal han regresado al poder, con idéntica hoja de ruta, para rematarnos. Repiten los mismos sainetes, hoy, por reconocibles, menos sutiles, de antaño: grandes eventos, grandes distracciones, gran especulación.

Y podrían ganar de nuevo. El evento llamado a deslumbrar al ingenuo también ha ido a coincidir en esta alineación nostálgica. Lo controlan todo: las administraciones, la prensa, una sociedad sin espíritu crítico y un poder empresarial que, alejado del antiguo maná de la construcción, es ahora el yerno del dueño de Mercadona buscando trascender. La guinda para que, si fuera menester, ejecutasen la ilegalización del club con tal de que Hacendado Junior obtenga lo que papá desea.

En esta vorágine, al igual que nuestra ciudad y sus habitantes, en 2024 nos encontramos tan derrotados como en el pasado, pero con la agravante de una situación mucho más precaria. La euforia por los éxitos y una psicopatía colectiva en pro del lujo nos negaron en 2006 la posibilidad de un debate crítico sobre la conveniencia de esa construcción. A pesar de ello, fue necesario luchar para acallar las pocas voces discordantes que se atrevieron a plantar cara, padeciendo altas dosis de violencia mediática y política. Hoy, ante semejante desnorte, lo que predomina es la ausencia total de discrepancia. Reducida a meros desahogos en redes sociales o a conversaciones de sobremesa. Nos enfrentamos a un entorno alineado con el poder y con una masa social acomodada en su impasible papel de espectador, tan asimilada, como los zombies tecnológicos que somos, que celebra la mediocridad de su club haciendo la ola con entusiasmo, mientras otros nos narran cuentos edulcorados sobre lo bien que gestionamos el holocausto y lo maravilloso que resulta vernos desaparecer aferrados a una identidad mancillada.

Ya no se habla de futuro, ni queda rastro de la vieja voluntad de querer llegar. Solo el anhelo de palmarla como la palma un secundario en una peli de acción. Piñau, piñau. Boom. Boom.

Así que sí, de la misma manera que se prioriza el piso turístico sobre el vecino, la franquicia sobre el comercio local, o tu calidad de vida se relega cuando interfiere con los intereses del lobby hostelero sin que nadie mueva un dedo (o cambie de papeleta), un Senegal-Turquía de 2030 será más relevante que el futuro y la existencia del Valencia C. F. Puede que sólo nos salve el paréntesis que nos otorga que el único interés del propietario sea revalorizar sus acciones, no acabar el estadio. Aunque, tal como ocurrió en 2006, los intereses económicos, el ego, los negocios y la posición social de los (i)responsables son, en definitiva, lo único que cuenta.

Lo sabemos porque estamos en una película que ya hemos visto, lo que antes causaba escándalo, ahora se acepta con normalidad. Los que se indignaban ante ofertas de 170 millones por las viejas parcelas llamarán héroe al que las adquiera por 50 millones. La indignación frente a la reducción de calidades en el ‘donut de cemento’ se transformará en elogios a un campo decorado con lonas mal colocadas que disimulen una construcción inacabada.

El momentáneo salvavidas que representa el desahogo del propietario no da para cantar victoria, pues en cuanto los vientos cambien la dócil aceptación del Lonas Arena Park se forjará, como en su concepción, a través de engaños persistentemente amplificados por todos los medios posibles. Ese estadio, hoy no más que una pirámide moderna en espera del cadáver del faraón, solo tuvo sentido en un mundo y en un club que ya no existen. Y aún así seguimos enfrascados en un embrollo que, por lo general, no cuestionamos.

Recordemos como en la década de 2000 algunos creyeron ingenuamente que la única forma de mantener el éxito o elevar su estatus consistía en adoptar el modelo de los ‘arenas’ estadounidenses. Estas estructuras de acero y vidrio se vendían como la panacea, con discursos que prometían riquezas ilimitadas. Lo que se omitía era que estos recintos también venían con un considerable incremento de los costos de mantenimiento y personal, y que las enormes deudas contraídas para su construcción devoraban cualquier ingreso proyectado, por muy generoso que fuera. La diferencia con el pasado es que hoy contamos con la experiencia verificable de casi dos décadas de ‘arenas’ en el fútbol europeo. Por eso, en 2024, sabemos que las fantasiosas proyecciones de ingresos nunca se materializan, quedando a años luz de lo prometido. Que las deudas, tanto previstas como inesperadas, ya sean los contratos fallidos para la explotación de palcos o servicios de catering, han desangrado a todos los clubes, generando déficits colosales. Que la rentabilidad marginal de los derechos del nombre y el valor limitado de tener más asientos, junto con la difícil o imposible explotación comercial de sus espacios internos, no suelen compensan el costo de su construcción y mantenimiento.

¿Realmente vale la pena pasar por estos ciclos ruinosos y destructivos para acabar generando 15-20 millones más que en los viejos campos, teniendo que destinar casi todo ese dinero extra a pagar facturas?

Semejante calvario ha puesto en jaque la existencia de numerosos clubes. El Schalke y el Girondins de Burdeos pelean por no descender a tercera división. El Hamburgo, que se enorgullecía de nunca haber descendido, cumple seis temporadas en segunda. El VCF y el Lyon apenas sobreviven en primera. El Tottenham y el Atlético aguantan con ingeniería financiera, llegando los Spurs a vender parte del club a un magnate estadounidense para obtener cash, fórmula que ya sondean en Madrid. Mientras que el Arsenal atravesó un período convulso que acabó con la era Wenger y la peculiaridad de ser el último club Premier sin propietario. Ahora en manos de otro millonario altivo que no ha conseguido frenar la sangría de déficits anuales que arrastra la entidad y bajo cuya gestión se han visto protestas masivas exigiendo su salida.

Solo la televisión, el salvavidas de los clubes británicos, evitó males mayores cuando la situación se tornaba crítica. Estas ruinas no hacen más que desacreditar la idea original de que los estadios faraónicos eran necesarios para el éxito y crecimiento de clubes con aspiraciones, cuando en realidad los pilares del nuevo fútbol han sido los derechos televisivos, la Champions League y una sólida estructura deportiva. Resulta curioso que a nadie le pareciera sospechoso que la aristocracia balompédica nunca emprendiera tales proyectos, dejándolos en manos de clubes aspirantes sin la economía o recursos para soportar la presión que conlleva la construcción de estadios de tales magnitudes. Y hasta sorprendente que los dos únicos casos de «éxito» hayan sido estadios financiados con dinero público, quedando la exposición al riesgo de los clubes reducida al mínimo, o que uno de ellos, hablamos del Bayern, partiera desde un estadio olímpico.

La triste realidad que distingue al Valencia de todos ellos es que su mengua no proviene de construir un estadio imposible, sino de pretender hacerlo. Debido a su incapacidad para completar la obra ha sufrido todas las consecuencias adversas sin disfrutar de los escasos beneficios que tales recintos podrían aportar.

Conscientes de ello, persistimos en la idea primitiva: intercambiar parcelas por estadio, o viceversa. En eso sí somos únicos. Esta obstinación en un modelo de ejecución sin salida, que no ha sido cuestionado en casi dieciocho años desde la presentación del proyecto y quince desde la paralización de las obras, contrasta con la tendencia vista en otros clubes. Mientras el modelo de ‘arena’ se desmoronaba, equipos como la Juventus, Liverpool, Leverkusen, Stuttgart, Marsella, Real Sociedad, y más tarde el Barça y el Madrid, siguieron el ejemplo previo del Manchester United y el moderno Manchester City de los jeques, descubrieron el potencial de los antiguos estadios al transformarlos y adaptarlos a la modernidad, incluso si eso significaba reducir su aforo.

Estas renovaciones quirúrgicas, que ajustan el gasto al máximo e invierten solo en lo esencial, asestaron el golpe final a la ruinosa idea de la americanización.

Pero a pesar de ser una concepto relegado al ostracismo, en esas seguimos nosotros. Ensimismados en una ejecución solo plausible en un contexto de burbuja inmobiliaria y festival crediticio que hace décadas que desapareció. Pues siquiera el continuo fracaso en hallar soluciones creativas ha logrado quebrar el paradigma mental impuesto en la era del boom inmobiliario. Los tenaces intentos de ceder la gestión del estadio a cambio de su finalización fueron sistemáticamente rechazados por empresas y operadores del sector, al considerar el negocio deficitario y carente de atractivo. Si esto sucedía con un proyecto completo y un club todavía aferrado a la élite, ¿qué beneficios podemos esperar de uno que amenaza con avanzar dejando el 60% de las instalaciones sin construir, ocultando la mayoría del graderío tras lonas y cuyo inquilino anda abonado a la media tabla sin capacidad de crecimiento? Lo mismo ocurrió con la supuesta venta de las parcelas, las escasas opciones reales de venta que han brotado en dos décadas fueron desestimadas por considerarlas insuficientes o ni siquiera dignas de atención por su bajo valor. Si después de casi veinte años de estancamiento no se encontró solución alguna, más allá de persistir y darle vueltas a la idea original, ¿cuánto tiempo más estamos dispuestos a tolerar esta ruina perpetua? ¿Otras dos décadas, tres? ¿Cuarenta años pagando cemento e intereses de un recinto inutilizado?

Las alternativas siempre han estado presentes, aunque la voluntad de explorarlas ha brillado por su ausencia. Incluso con cambios de gobierno, ha prevalecido la alergia a la iniciativa, con un enfoque más interesado en capitalizar políticamente la aparente resolución de problemas heredados que en buscar soluciones reales. Dado que el embrollo del estadio tiene raíces políticas y es el resultado de un intervencionismo agresivo en favor de intereses particulares que han acabado destruyendo al VCF, la solución parece obvia: que aquellos que desearon el estadio sean quienes lo finalicen.

El club ya ha excedido sus capacidades pagando un alto precio por su sumisión a terceros. Y su inversión representa el 50% del coste total de la obra. A pesar de las complicaciones morales que conlleva el uso de fondos públicos en el deporte de masas, el modelo Múnich/Bilbao ofrece un camino sencillo, rápido y viable. Y posiblemente el único. Sin embargo, este también choca con la cultura comisionista, el flujo de dinero hacia círculos cercanos y otras prácticas populares. Pero si no están dispuestos a ello, déjenos tranquilos, olvídense para siempre del Valencia y que sea el tiempo el encargado de sepultar el nuevo viejo estadio. No estamos aquí para llenarles los bolsillos a los hosteleros ni a vuestros amigos de pupitre.

Más que nada porque la necesidad de un nuevo estadio nunca fue real, sino otro capricho impuesto por la desfachatez de ciudad que era aquella Valencia de principios de siglo. Hoy, tras un viaje lleno de vicisitudes, nos encontramos con una realidad social, deportiva y financiera que exige soluciones más terrenales y acordes con las circunstancias actuales del club.

Aunque la idea de permanecer en Mestalla pueda causar rechazo, esta reacción no es más que otra maniobra de distracción para permanecer impasibles en el inmovilismo. Las soluciones legales son accesibles y representan una alternativa mucho menos dañina que las consecuencias de completar el mortífero donut de cemento de Corts Valencianes. Hasta el recital común de descréditos al viejo recinto parecen sacados del manual de la buena corrupción: deje de invertir en una infraestructura hasta que su deterioro justifique la necesidad de demoliciones y nuevas construcciones, y ya tiene usted vía libre para lo que desee.

Pero por mucho que insistan, la realidad es que cualquier deterioro que presente Mestalla no es consecuencia de la edad, sino del abandono. Desde su remodelación para el mundial 82 a finales de los setenta —tuvo como consecuencia el descenso a segunda, en otro brillante coro de sainetes y complejos sin tratar—, la inversión en el estadio ha sido prácticamente nula. Aparte de una capa de pintura en 2014 y el añadido de un anillo de gradas entre 1997 y 2002, que no mejoraron ni los servicios ni la calidad, no se ha hecho nada más en 45 años. Tamaña falta de cuidados no hay cuerpo que lo aguante.

Incluso con sus limitaciones actuales, nuestro querido y viejo Mestalla alberga un potencial enorme para ser revitalizado como instalación moderna que dote a la entidad de ese plus de ingresos que tanto parece entusiasmar a los fans de las lonas, y ello sin la consecuente pérdida de arraigo e identidad que supondría abandonarlo. Hay espacio de sobra para zonas comerciales, y una amplio espacio preparado para la incorporación de un hotel/centro comercial. Incluso los cimientos están adecuados para un parking, una oportunidad que nunca se ha explorado. Si hubiera voluntad, las posibilidades son infinitas.

Ni siquiera tienen a su favor la carta de la sentencia por la ampliación; pues aquello fue un proceso contra las administraciones por otorgar licencias que contravenían el plan urbanístico y por aprobar un proyecto que debieron corregir. Como perjudicado, el club podría reclamar compensación económica por los perjuicios sufridos, algo que no se ha hizo nunca, revelando una vez más la sumisión a los intereses políticos en aquellos años. Y aunque ese fuera realmente el verdadero obstáculo, se solventaría con dicha reforma, que es una solución evidente e insalvable si la intención fuera permanecer en el histórico estadio.

Estoy convencido de que si el destino del club estuviera en nuestras manos, nadie dudaría sobre qué camino tomar. Esta certeza se mantendría incluso si la entidad estuviera dirigida por personas razonables y comprometidas con la integridad y el futuro del club. En vez de trabajar por su saqueo y destrucción. Sin embargo, nos encontramos en una situación de incertidumbre, a la espera de que el próximo sorteo de la lotería nos traiga un máximo accionista que no sea peor que el carcamal de Singapur, o, en su defecto, que los espurios intereses del actual verdugo finalmente desbaraten la nueva hornada de corruptelas que tienen preparadas usando un Mundial como excusa.

No se trata únicamente de contar con bares o áreas pretenciosas para un público selecto. Estamos hablando, sobre todo, de supervivencia. Para una entidad que retrocede alarmantemente, que sufre una crisis de identidad y arraigo, despojarla del último vínculo que mantiene la esencia de lo que fue y lo que aspiró a ser, sería un golpe fatal. Introducir a este club, ya transformado en franquicia, en un espacio impersonal y frío, carente de cualquier atmósfera y lleno de lonas y cintas de nylon que disimulan sus deficiencias, sería ejecutar la sentencia de muerte que firmó en 2006.

Además, se ignora las profundas secuelas que sufre y sufrirá el Valencia CF debido a las decisiones tomadas en este periplo. El accidente demográfico es el más significativo de estos efectos. No hay necesidad de un estadio más grande cuando el actual, incluso con un aforo reducido, no logra alcanzar los niveles de abonos y asistencia de antes de 2008. Menos aún cuando las nuevas generaciones no tienen ningún tipo de interés en el fútbol y la generación anterior se ha perdido casi por completo. Los millennials representamos el último suelo social que sostiene al Valencia, y a medida que nuestros padres nos dejen, temo que detrás nuestro no quede más que un yermo nuclear.

Si queda alguna posibilidad de revitalizar el club y restaurar su antigua gloria, necesitamos un símbolo como Mestalla para impulsar ese renacimiento. En tiempos de crisis, es esencial aferrarse a certezas y emblemas que alivien el sufrimiento. Reconstruir esa identidad perdida en un mundo de cartón, no sería posible sin un recinto que es reconocido y admirado en toda Europa por su arquitectura, singular verticalidad y esa capacidad de generar ambientes increíbles. Ese grado de desafección no es exclusivo de estos lares, lo estamos viendo en todas partes, hasta llegar a boutades de pintar la fachada del viejo Highbury en el Emirates para ver si de una vez ese campo les resulta acogedor a sus aficionados, que no han dejado de acudir en procesión hasta los restos de su viejo campo para llorar sus penas, lamentar su destino o convertirlo en el centro neurálgico de las protestas contra Kroenke. Los clubes que no poseen millones para rebozarse en lujos refuerzos, ni coleccionan títulos por castigo, necesitan más que nadie de esta clase de intangibles para sobrevivir a la tiranía del fútbol moderno y la gentrificación que lleva aparejada.

Si pensamos en el club, y no en una franquicia, en un espectáculo o en un mero entretenimiento pasajero fácilmente sustituible, eso es lo que necesita el VCF, y no dos partidos random de un Mundial que no le importa absolutamente a nadie en una ciudad ya de por sí arrasada por la turistificación.

La lucha por nuestra supervivencia como institución es inseparable de la lucha social y vecinal. El Valencia CF, al igual que la ciudad, ha sido víctima de políticas nefastas y de una depredación urbanística impulsada por sus actuales dirigentes. Ambas batallas parecen perdidas de antemano ante la apatía generalizada y un marco mental que convence a muchos de que la desolación de Ciutat Vella, vacía de vecinos y repleta de pisos turísticos, es beneficiosa para todos. Es la misma mentalidad que nos lleva a aceptar vivir de alquiler en locales comerciales reconvertidos, a precios exorbitantes, como si fuera lo más chic. Asistimos atónitos a una pacífica asimilación que solo se ve alterada cuando el equipo cae por debajo de la décima posición. Es una derrota en toda regla.

Así, que si hubiera alguna posibilidad de resurgir, de salvar Mestalla y enderezar el rumbo, esta difícilmente vendría de una afición postulada de manera radicalmente opuesta a lo que defendía de 2000 a 2014, o de unos socios que hace tiempo dejaron de ejercer su papel activo para convertirse en meros NPCS de un juego bugueado.

A ver qué dicen los dados.

Josep Lizondo "Desmemoriats".

1 comentari:

  1. Molt bon article, tant de bo poguerem quedarnos a Mestalla. Sense Mestalla perdrem la nostra identitat. Amunt Sempre

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