Hui tenim de nou el privilegi de poder publicar un altre excel·lent article de Vicent Chilet, publicat al diari l'informatiu el passat 31 de març en la seua secció Semper Proximus Annus Est.
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Nunca hay dos partidos iguales, suelen repetir los entrenadores para esquivar preguntas sobre estadísticas y presagios. Hay encuentros, sin embargo, unidos por un delgado hilo que habla de fútbol, por supuesto, pero sobre todo de recuerdos, anhelos y frustraciones íntimas, la base insobornable sobre la que se forja toda militancia. En mayo de 2002, dos goles muy ingleses de Baraja, apareciendo por sorpresa desde la segunda línea, propiciaban una remontada heroica contra el Espanyol que dejaba la quinta liga del Valencia en bandeja. Un choque áspero en el que el equipo de Rafa Benítez llegó a verse desposeído del título y en el que tuvo que crecerse ante las adversidades de un gol visitante en contra o la infantil expulsión de Carboni en la primera mitad. La eufórica celebración de Mestalla también tenía escondido un componente de rabia, de ajuste de cuentas. Los goles del Pipo, rematados una semana después con la victoria en Málaga, reescribían la historia rompiendo una maldición de 31 años sin oler un título de Liga.
Aquella noche de mayo, los valencianistas de cuarenta años para arriba, aplaudían, aplaudían y aplaudían. Cuando las lágrimas ya no les daban para distinguir la celebración de la grada, la memoria les transportaba al 28 de marzo de 1971. Todo el padecimiento del partido contra el Espanyol y toda la gloria posterior de los festejos la habían experimentado en el choque contra el Celta de Vigo del curso 70/71. Faltaban cuatro jornadas para acabar el campeonato y el conjunto gallego logró neutralizar el gol inicial de Claramunt II para sumir al Valencia de don Alfredo Di Stefano en un estado irreparable de ansiedad, que contagió a todo el estadio. Las victorias del Atlético y del Barcelona en Atotxa y el Molinón desbancaban al Valencia del liderato y lo alejaban de la consecución de su cuarto título liguero, que se resistía desde la postguerra.
Con todo en contra, sin más argumento futbolístico que el corazón, el Valencia, empujado por un viento imparable, asedió la portería viguesa. Se adentró en la guerra de guerrillas propuesta por su rival, que se defendió rozando la violencia, y atacó con todo. Gómez Platas anuló correctamente dos goles de Forment, el forner d'Almenara, y se acumularon hasta catorce córners a favor. En el último saque de esquina, Sergio, un joven estudiante con tendencias izquierdistas, envió la pelota hacia el primer palo. Allí apareció como una exhalación Forment. Encima, como fieras, se le echaron dos defensas y Gost, el portero. Adelantándose a todos ellos, en un escorzo acrobático, Forment peina de un testarazo la pelota a la red. En la misma portería que Baraja, la del Fondo Norte, la de los goles milagrosos. El césped se inunda de almohadillas y Mestalla explota de júbilo en una celebración que desborda el orgasmo. En cada abrazo se comprimían los 24 interminables años de sequía. Una emoción novedosa para muchos espectadores, una cálida caricia olvidada para quien había visto jugar a la delantera eléctrica en los 40.
En 2002, 31 años después, tras los dos goles ingleses de Baraja, los cuarentones niños del 71 comprenden aquellos sollozos de sus padres, algunos ahora ya ausentes, acordándose entonces de los que no vivieron lo suficiente para festejar el testarazo de Forment. Y se reconocen en el hijo o el sobrino que tienen agarrado por la mano, hechizado con la eufórica celebración que invade el viejo estadio. Hasta en el equipo de currantes que acaba de derrumbar al Espanyol identifican fácilmente a los héroes de su infancia. Baraja posee la clase de Claramunt, Aimar la chispa de genialidad de Valdez, Cañizares reúne la sobriedad bajo palos de Abelardo, con una mirada el Ratón Ayala impone la jerarquía defensiva del "cacique" Jesús Martínez. Hasta en el más mínimo detalle están hermanados. Este equipo, como aquel, es granítico en defensa y, a falta de un referente goleador, es furtivo e intuitivo en ataque.
Incluso los que no vivieron el gol de Forment, igualmente, sienten la implicación histórica que conlleva una velada así. No habían nacido en 1971 pero, por la prolongada nostalgia de aquel último "alirón", han escuchado por boca de sus padres la historia. Se la saben de memoria, la tienen mitificada como una hazaña clásica, la han sufrido en sus carnes como la travesía a Ítaca...
Esta semana se han cumplido 40 años del gol de Forment. En poco más de un mes los goles ingleses de Baraja alcanzarán los nueve años, matizados con el doblete de 2004. Las incertidumbres que acechan al presente del club, el poder absoluto de Barcelona y Real Madrid, hacen presagiar que la epopeya envejecerá más años todavía, quizá décadas. No pasa nada. A los valencianistas que vengan les hablaremos de la noche de Baraja, les recordaremos lo que nos contaban de aquella tarde de Forment. Entenderán que, al final, el Valencia siempre regresa y que vale la pena la espera.
Vicent Chilet
Socio del Valencia CF
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Nunca hay dos partidos iguales, suelen repetir los entrenadores para esquivar preguntas sobre estadísticas y presagios. Hay encuentros, sin embargo, unidos por un delgado hilo que habla de fútbol, por supuesto, pero sobre todo de recuerdos, anhelos y frustraciones íntimas, la base insobornable sobre la que se forja toda militancia. En mayo de 2002, dos goles muy ingleses de Baraja, apareciendo por sorpresa desde la segunda línea, propiciaban una remontada heroica contra el Espanyol que dejaba la quinta liga del Valencia en bandeja. Un choque áspero en el que el equipo de Rafa Benítez llegó a verse desposeído del título y en el que tuvo que crecerse ante las adversidades de un gol visitante en contra o la infantil expulsión de Carboni en la primera mitad. La eufórica celebración de Mestalla también tenía escondido un componente de rabia, de ajuste de cuentas. Los goles del Pipo, rematados una semana después con la victoria en Málaga, reescribían la historia rompiendo una maldición de 31 años sin oler un título de Liga.
Aquella noche de mayo, los valencianistas de cuarenta años para arriba, aplaudían, aplaudían y aplaudían. Cuando las lágrimas ya no les daban para distinguir la celebración de la grada, la memoria les transportaba al 28 de marzo de 1971. Todo el padecimiento del partido contra el Espanyol y toda la gloria posterior de los festejos la habían experimentado en el choque contra el Celta de Vigo del curso 70/71. Faltaban cuatro jornadas para acabar el campeonato y el conjunto gallego logró neutralizar el gol inicial de Claramunt II para sumir al Valencia de don Alfredo Di Stefano en un estado irreparable de ansiedad, que contagió a todo el estadio. Las victorias del Atlético y del Barcelona en Atotxa y el Molinón desbancaban al Valencia del liderato y lo alejaban de la consecución de su cuarto título liguero, que se resistía desde la postguerra.
Con todo en contra, sin más argumento futbolístico que el corazón, el Valencia, empujado por un viento imparable, asedió la portería viguesa. Se adentró en la guerra de guerrillas propuesta por su rival, que se defendió rozando la violencia, y atacó con todo. Gómez Platas anuló correctamente dos goles de Forment, el forner d'Almenara, y se acumularon hasta catorce córners a favor. En el último saque de esquina, Sergio, un joven estudiante con tendencias izquierdistas, envió la pelota hacia el primer palo. Allí apareció como una exhalación Forment. Encima, como fieras, se le echaron dos defensas y Gost, el portero. Adelantándose a todos ellos, en un escorzo acrobático, Forment peina de un testarazo la pelota a la red. En la misma portería que Baraja, la del Fondo Norte, la de los goles milagrosos. El césped se inunda de almohadillas y Mestalla explota de júbilo en una celebración que desborda el orgasmo. En cada abrazo se comprimían los 24 interminables años de sequía. Una emoción novedosa para muchos espectadores, una cálida caricia olvidada para quien había visto jugar a la delantera eléctrica en los 40.
En 2002, 31 años después, tras los dos goles ingleses de Baraja, los cuarentones niños del 71 comprenden aquellos sollozos de sus padres, algunos ahora ya ausentes, acordándose entonces de los que no vivieron lo suficiente para festejar el testarazo de Forment. Y se reconocen en el hijo o el sobrino que tienen agarrado por la mano, hechizado con la eufórica celebración que invade el viejo estadio. Hasta en el equipo de currantes que acaba de derrumbar al Espanyol identifican fácilmente a los héroes de su infancia. Baraja posee la clase de Claramunt, Aimar la chispa de genialidad de Valdez, Cañizares reúne la sobriedad bajo palos de Abelardo, con una mirada el Ratón Ayala impone la jerarquía defensiva del "cacique" Jesús Martínez. Hasta en el más mínimo detalle están hermanados. Este equipo, como aquel, es granítico en defensa y, a falta de un referente goleador, es furtivo e intuitivo en ataque.
Incluso los que no vivieron el gol de Forment, igualmente, sienten la implicación histórica que conlleva una velada así. No habían nacido en 1971 pero, por la prolongada nostalgia de aquel último "alirón", han escuchado por boca de sus padres la historia. Se la saben de memoria, la tienen mitificada como una hazaña clásica, la han sufrido en sus carnes como la travesía a Ítaca...
Esta semana se han cumplido 40 años del gol de Forment. En poco más de un mes los goles ingleses de Baraja alcanzarán los nueve años, matizados con el doblete de 2004. Las incertidumbres que acechan al presente del club, el poder absoluto de Barcelona y Real Madrid, hacen presagiar que la epopeya envejecerá más años todavía, quizá décadas. No pasa nada. A los valencianistas que vengan les hablaremos de la noche de Baraja, les recordaremos lo que nos contaban de aquella tarde de Forment. Entenderán que, al final, el Valencia siempre regresa y que vale la pena la espera.
Vicent Chilet
Socio del Valencia CF
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