dissabte, 22 de desembre del 2018

BITÁCORA DEL CENTENARIO


Jornada 17

ALGUNOS HOMBRES BUENOS.

Gracias al bombo de Manolo supimos que existía el Huesca. Su escudo estaba serigrafiado en la piel del tambor, junto al del Zaragoza y al del Valencia. 

Durante décadas, el Huesca sólo tuvo un seguidor y vivía en el exilio, regentando un bar con vistas a la bahía de Mestalla. Con mucho menos, Kafka escribió El Proceso. 

La primera vez que vi ese escudo fue en Heysel. Esa noche Manolo estaba allí, animando al Valencia. En 1980, Manolo era el Curro Jiménez de las gradas españolas. Despertaba más admiración que rechazo. Después, el tiempo lo convirtió en caricatura, que es más o menos lo que nos pasa a todos. Esta semana he pensado mucho en ello, en como poco a poco nos vamos convirtiendo en nuestra propia caricatura. 

El martes vi Silvio, la película de Sorrentino sobre Berlusconi. Salí bastante decepcionado. La historia no levanta el vuelo en ningún momento y uno asiste a la parodia fracasada de una parodia real. El personaje más sensato acaba siendo un jugador de fútbol que duda entre fichar por el Milan o por la Juve. Todo no es suficiente, dice en un momento dado ante la sorpresa del magnate milanés. De fondo, la decadencia de un viejo que no acepta el paso del tiempo alimenta ensoñaciones que no vienen al caso. La película sólo me genera rechazo. 

Cuando llego a casa abro una novela de Clara Usón, El asesino tímido. Sandra Mozarovski, el rey Juan Carlos, Wittgenstein. Una historia desconocida pero verosímil atraviesa sus páginas. La impunidad y la locura, el eco de Match Point al acabar de leerla. No puedo dormir y recuerdo que aún no tengo nada pensado para la crónica del domingo. Es la primera semana que me cuesta escribir. Como sigo sin poder dormir, de madrugada me subo a la bici estática, que es el remedio a todos mis males. Escribo una idea inverosímil de Mestalla y el Puerto de Catarroja, como si ambos paisajes estuvieran secretamente unidos. Es una ensoñación recurrente, una más. Quiero creer que el Mestalla de 1940 es el Puerto de Catarroja de 2018. La acequia y la laguna, la ciénaga de la memoria. 

No estoy tan lejos de esos hombres que se convierten en su propia caricatura y formulan por escrito el balance de sus obsesiones. Después vuelvo a diciembre de 1980, a los días previos a la navidad. Recreo la semana en que fuimos campeones de la supercopa. Ese domingo nos visitó el Osasuna, que era, de alguna manera, el Huesca de entonces. Sucedió algo extraño. Por primera vez en mi vida preferí quedarme en casa viendo Tom Sawyer que asistir a Mestalla. Ganó el Valencia 4-1. Recreo esa semana y al mismo tiempo leo en UvaM un magnífico relato de JC Fernández Haba sobre el gran Pepe Vaello. Esta semana se cumple un año de su muerte. A los dos días de esa noche de insomnio, Merchina Peris me trae el libro que han publicado en su honor: Pepe Vaello y el Valencia CF. Nunca un homenaje ha sido tan merecido. Pepe Vaello fue un hombre bueno con una rara virtud: hacernos un poco mejores a todos. Aunque sólo sea por preservar su memoria, intentemos estar a su altura. Seríamos imparables.

Rafa Lahuerta

dilluns, 17 de desembre del 2018

EL ESCAPARATE DE VAELLO





Una vez leí que todas las ciudades amanecen igual pero anochecen distinto. No estoy seguro de que así sea, siempre pensé que hay muchas ciudades dentro de una misma. Tantas, posiblemente, como ciudadanos habitándolas, con sus particularidades y circunstancias, con sus filias y sus fobias, con sus pausas y sus prisas.

Las mías giran alrededor de Mestalla por devoción o adicción, por inercia de pasos aprendidos ya difícilmente prescindibles. A estas alturas, imposible cambiar el callejero interior, ese que no entiende más GPS que el de las coordenadas que marcan sus sístoles y diástoles.

No importa si supone unos minutos más en el reloj o unos metros más en la distancia, siempre que es posible fuerzo su encuentro. Es una manera de comprobar que el viejo Campo y probablemente yo, seguimos en pie después de tantos años.

Blasco Ibáñez, Aragón, Avenida de Suecia, Micer Mascó…cualquier calle que alcance su mirada, esas que los días de partido se visten de fiesta porque juega el Valencia.

Sin embargo, lejos de la sombra del Monumento con vida propia y nombre de acequia, existen otros lugares a modo de embajadas que también son parte de Mestalla por lo que en la historia del Valencia suponen: El kilómetro cero en la antigua Bajada de San Francisco donde estuvo ubicado el Bar Torino, las antiguas sedes sociales…y un lugar mágico de disfrute valencianista, el escaparate de la tienda de Pepe Vaello en la novelesca calle Pelaio.

Pararse junto a él y pegar la nariz al cristal, tengas la edad que tengas, te regresa a la infancia viendo en su reflejo aquel niño que salivaba mirando golosinas y pasteles que ahora son fotos de Pepito con su “amigo y hermano” Kempes, de Pepito con Bonhof, de Pepito con Puchades…

Siempre Pepito, siempre su Valencia, que durante tantos años y ya para la eternidad fueron y serán lo mismo.

Y miras a sus ojos intentando descifrar el secreto que guardan y te gratifica y enorgullece saber que es totalmente imposible, porque no hemos tenido mejor guardián del relato que debe quedar de puertas para adentro, ese que a su vez se autoengrandece.

Fidelidad, complicidad y militancia ejemplar hasta el último día de sus noventa y dos años de juventud. 

Echaremos mucho de menos aquellas historias, las que nos podía contar sin incumplir sus pactos de lealtad sobre vestuarios, banquillos, desplazamientos… casi con tanta ilusión como con la que nosotros le escuchábamos cuando los actos alrededor del club en los que habíamos coincidido habían finalizado y nos quedábamos haciendo corrillo en las aceras.

Fue un privilegio, don Pepe, escuchar la historia viva del club directamente de uno de sus protagonistas, usted, para el que nunca hubo derecho de admisión en las entrañas e intrahistorias de nuestro querido Valencia.

No olvidaré cada vez que me veía y me saludaba con un apretón de manos y una palmada en la espalda. Estoy seguro que ni siquiera sabía mi nombre, pero también que su mirada, además de guardar los secretos más preciados, sabía distinguir a la gente del pueblo de Mestalla. Y me sentía, ruborizado, el valencianista más privilegiado del mundo.

El Centenario de nuestro club se pierde su presencia, que como el propio Pepe Vaello deseaba se celebrará en Mestalla, ni viejo ni nuevo, el único, porque Mestalla como Pepito, sólo hay uno.

A sus devotos nos corresponde construir allí, en el escaparate de Vaello, una ermita del recuerdo, limpiar el polvo de esas fotos con nuestras miradas para que sigan estando vivas y diciendo tanto por lo que callan, para que no quede en el olvido esa vitrina de memoria, historia del valencianismo.

Vernos reflejados en el escaparate de Vaello, peregrinaje del valencianismo, anexo de Mestalla, tan cercano a la Estación donde los trenes, como nosotros los valencianistas, con demasiada frecuencia perdemos y encontramos el Norte.

José Carlos Fernández Haba




divendres, 14 de desembre del 2018

BITÁCORA DEL CENTENARIO



Jornada 16

ARMISTICIO.

A veces paso por la calle de la Hiedra para escuchar el rumor ya imperceptible de las escopetas averiadas. Es un eco póstumo, de herramientas oxidadas y negocios que cerraron por defunción. Sólo si estás en el secreto de la vieja ciudad amortizada puedes comprender el tesoro que se esconde entre las ruinas. No es una guía turística. Es el regreso al barro, el instinto de supervivencia que ordenaba el afán de nuestros mayores. En esos paseos sostengo entre las manos el plano de una ciudad que ya no existe, pero que sigue siendo la nuestra. 

En la calle de la Hiedra, tan cambiada en pocos años, estaba el taller del padre de Paco Lloret. Esa armería era un reducto de Eibar en Valencia, polvorín escondido en el dédalo de callejones que acababa en el Mercado Central. La villa armera tenía en ese taller su ventana a las calles de La Dos Veces Leal. A pocos metros estaba el bar Oro. 

Un día, Waldo apareció por allí para darse un respiro (del latín follicare). A la salida del garito le esperaba el pueblo de Mestalla para ovacionarle. Nunca un polvo clandestino fue tan celebrado. Algunos anocheceres repentinos pienso en Waldo recorriendo el laberinto de la ciudad antes de que la propia ciudad se hundiera bajo sus cimientos y él mismo se extraviara en otro laberinto sin salida. Ese laberinto es el Centenario, el sentido del Centenario: recuperar la memoria, sanar a través de ella, dotarla de sentido para que nos haga mejores, menos volubles, más consistentes. 

A veces hablo con el hijo del maestro armero sobre estas cuestiones. Nos une el respeto por nuestros mayores y la fascinación por la cartografía de la ciudad que heredamos. No es fácil proyectar a la opinión pública ese tipo de conversaciones. Lo que parece nostalgia es memoria y lo que parece simple efeméride es impulso para seguir adelante. Ese empeño no siempre es bien comprendido. La actualidad parece obligada a construirse desde la urgencia, la ansiedad, el exceso. Posiblemente, el Centenario es la última gran oportunidad para frenar esa espiral tóxica y recuperar una medida más humana de hacer las cosas. Todavía hoy no sé lo que esperamos de la celebración. Más que la grandilocuencia de los grandes fastos, el Centenario es un ejercicio de introspección del propio club, y, por tanto, de sus fieles. Sería más fácil con buenos resultados, pero 100 años de historia exigen una mirada más metafísica, que no ponga todos los huevos en el cesto de la competición. 

La historia del Valencia merece que la temporada no quede anulada por un equipo futbolísticamente diezmado. Por desgracia, no sé si estamos en esa onda. Lo que se le exige al Valencia es siempre algo que ni nosotros mismos nos exigimos en el día a día. Ponemos en él más frustración que paciencia, más expectativas que realidad. No sé si eso es amor. Tampoco cumple 100 años una entidad estable. Los cumple un club cogido con alfileres, cuya aristocracia social y económica le dio la espalda en el momento en el que más responsabilidad y seriedad exigía la situación. Cumplir 100 años con una presidencia que hace un lustro apenas sabía qué éramos exige que la afición adopte un papel protagonista en grado sumo. Y esa responsabilidad pasa por ver al Valencia con mirada comprensiva y afectuosa. Es decir, al Valencia por encima del actual Valencia, aún a sabiendas de que el actual Valencia es una consecuencia de anteriores Valencias. Si la grada no entiende ese matiz estamos condenados a repetir los mismos errores de siempre. Cada uno celebraría un Centenario distinto y es muy posible que esa suma de centenarios personales e intransferibles acabe por ser el mejor Centenario posible. Al club le pido poco. Como tal, es un ministerio agotado, una fuente de decepciones. Se maneja en el territorio de un presente repleto de complicaciones, sin memoria y con poca previsión, sujeto a un escenario que viene viciado desde hace muchos años. En mi opinión, algo han hecho bien: elegir a Paco Lloret como hilo conductor. Objetivamente es la persona más adecuada para que el Centenario no embarranque en un quiero y no puedo. En ese sentido tenemos una gran oportunidad. No contemplo mejor alternativa para hilvanar la historia. 

En 1969 Hernández Perpiñá; en 2019 Paco Lloret. 

Allá donde esté, seguro que el maestro armero de la calle de la Hiedra sonríe orgulloso. 

Rafa Lahuerta

dimecres, 12 de desembre del 2018

RECUERDOS: Ha hecho 40 años.



Dicen que cuando eres pequeño y creces te resetean la memoria. Por eso, por más que intento recordar cuál fue mi primer partido en Mestalla, entonces estaba dedicado a Luis Casanova, mi recuerdo se queda en el 22 de noviembre de 1978.Tenía 9 años de edad. Esa noche se jugó la ida de los 1/16 de final contra el West Bromwich Albion de Inglaterra. Quizás el equipo menos conocido de Birmingham.

Mestalla para mí era como cuando visitas Roma y ves el Coliseo por primera vez. Tenía una tía que vivía en el Grao de Valencia. Cuando íbamos de visita con mis padres y pasábamos por la Avenida Cardenal Benlloch, ya en coche o en autobús, yo miraba por la ventanilla intentando ver Mestalla por las calles perpendiculares a dicha avenida. Posteriormente con los edificios de nueva construcción de la Avenida de Aragón esa vista quedo eclipsada. 
Recuerdo ir con mi padre y mi hermano. Mi padre trabajaba en la Renfe, y tenía compañeros de porteros en las puertas de acceso a Mestalla. No existían los tornos. Mi padre enseñó un carnet y accedimos “gratis” a Mestalla. Subí las escaleras a la general de píe del fondo norte y ver las luces para mí fue algo mágico. Mis miradas iban dirigidas a Mario Alberto Kempes. Hacía unos meses se había proclamado campeón del Mundo en Argentina y máximo goleador del torneo. 

En el equipo inglés había dos jugadores que destacaban sobre el resto. Uno era un extremo de gran zancada y carrera, Laurie Cunningham, autor del gol del empate en ese partido. Fue fichado por el Real Madrid al acabar esa temporada. Y un centrocampista que llegaría a ser capitán de la selección de Inglaterra: Bryan Robson. Ambos volverían a jugar partidos en Mestalla con otros equipos. Robson volvió tres años después con el Manchester United en la primera eliminatoria de la Copa de la UEFA 1982/83, anotando el primer gol del partido. El Valencia venció 2-1. 

Recuerdo, aunque fue en la portería del fondo sur, el gol de cabeza de Darío Felman al rematar un corner. También fue en esa portería el gol del empate anotado por el malogrado Cunningham. No me viene a la memoria la vuelta a casa de ese partido. Sólo sé que para mi fue como cumplir un sueño. 

La vuelta se jugó el 6 de diciembre de 1978. Fecha histórica para España, pues ese día se votaba la Constitución en Referéndum. Lo ví en casa de unos tíos que hacía poco habían comprado la televisión en Color. Una telefunken. En mi casa aun veía la tele en blanco y negro. A pesar del tecnicolor ese partido no tuvo “color” y los ingleses nos eliminaron sin dificultad. 

Entonces los partidos europeos gozaban de una mística increíble. A los equipos no los conocías, no los veías por televisión, no había internet… 


Miguel Ángel García
@McMimar


divendres, 7 de desembre del 2018

BITÁCORA DEL CENTENARIO



Jornada 15

EL ÚLTIMO TORO QUE MATÓ A GRANERO 

Al principio, mi padre solo me dejaba decirle porrito al árbitro. Era mi insulto de cabecera: PO-RRI-TO. ¡Árbitro porrito! me desgañitaba en la fila 7 del sector 6 de la mítica Numerada central, la que ahora llamamos del Mar. 

Aún no había vallas y la numerada destilaba la esencia más rotunda del valencianismo comarcal. A veces, la ira me congestionaba el rostro y la palabra porrito se me atragantaba de pura impotencia. Yo quería formar parte del orfeón encolerizado que bramaba “fill de puta, fill de puta”, pero aún no me atrevía a desobedecer a mi padre. Fascinado por el rugido de la marabunta, la palabra porrito se me antojaba ridícula. Así anduve mis 3 ó 4 primeros años en Mestalla, cohibido y temeroso, prisionero de la palabra porrito y su dudosa rentabilidad. La culpabilidad me abrasaba. No quería desobedecer, pero en mi fuero interno pensaba que llamándole “porrito” al árbitro jamás ganaríamos una liga. Una tarde, aprovechando el tumulto coral de la grada, rompí la disciplina paterna y me sumé al coro. Fue raro, porque justo cuando yo dije “fill de puta” por primera vez se hizo el silencio, o al menos eso me pareció a mí. Mi padre, que era un insultador contumaz, se quedó petrificado. ¿Qué has dicho?, preguntó amenazante. ¡Búho, papá, he dicho búho!, respondí desde el subconsciente, tirando mano del ingenio salvador. Fue la primera vez que los chistes de Eugenio salieron en mi defensa. En lugar de ganarme una colleja, mi padre se empezó a reír. Sin decirme nada supe que a partir de entonces ya podía sumarme al coro adulto y brófec del viejo Mestalla. 

Objetivamente mi padre era en ese sentido muy poco ejemplar. Tenía un repertorio amplio y variado de insultos que utilizaba según la importancia del partido, la pifia del árbitro o el momento clasificatorio del equipo. A veces imaginaba que sus insultos conseguían cambiar el rumbo de algunos partidos. En otras adoptaba una actitud como de estrella invitada. Dejaba que la masa se desgañitara y cuando el silencio parecía imponerse emergía con su retahíla perfectamente estructurada de insultos y palabrotas. Tenía el don. Con más lecturas y años de escolarización quizá hubiera acabado siendo un buen tertuliano de la Sexta. 

En aquellos años, el linier de Numerada era su gran objetivo. Lo mareaba ante el jolgorio de los vecinos. En otras ocasiones, eran los grises los que amenazaban con llevárselo a él. De todos sus insultos, mi preferido era el de “arbit, ton pare va ser el bou que matà a Granero”. Más que un insulto era una lección de historia. Lo aunaba todo: tauromaquia, fervor local, reminiscencias ancestrales. Teniendo en cuenta que Granero fue corneado de muerte en 1922, aquel insulto poseía la textura de un clásico, un relato con vida propia que trascendía el paso del tiempo. Era obvio que mi padre no había visto torear a Granero, ni tampoco sus hermanos mayores y quizá ni siquiera mi abuelo Vicent, taurino de pro en aquella ciudad que crecía alrededor del coso de la calle Xátiva, tan cerca de donde él mismo trabajaba como panadero en un horno de la actual calle Ribera. Era, por tanto, un insulto que venía de lejos, del Mestalla fundacional, del viejo y primitivo campo de gradas de madera y fútbol casi amateur. Que en los años 70-80’ aún perdurara en la iconografía del entonces Luis Casanova demuestra el poso dramático que la muerte del insigne torero dejó en Valencia. Con los años intenté hacer un remake del viejo insulto. Lo modernicé y lo castellanicé en una terrible concesión a la diglosia proverbial del país: “Arbitro, tu padre fue el toro que mató a Paquirri”. Pero era evidente que no sonaba igual, que carecía del valor atávico que sin duda emergía del insulto matriz. 

Un día, hacia 1989, pasamos por delante de la casa natalicia del torero Granero, en el corazón de Velluters. Ahí estuvimos en silencio un rato, en la calle Triador. Creo que fue una de las últimas veces en que salimos a pasear por la ciudad. Después, ya en solitario, era yo el que buscaba la placa conmemorativa. Todavía hoy lo hago en ocasiones. Al hacerlo siempre me acuerdo de Pes Pérez y su fatídico arbitraje de diciembre de 1985, un Valencia-Sevilla que acabó con violentísimas cargas policiales en la avenida de Suecia. El toro que mató a Granero se llamaba Pocapena, pero para mi padre ya siempre fue Pes Pérez. Esa tarde, no me cabe la menor duda, empezamos a bajar a segunda. Han pasado 33 años y casi ningún millennial sabe quién fue Granero. Pero si tú estuviste aquella jornada en Mestalla seguro que no te has olvidado del toro que lo mató. 

Rafa Lahuerta