divendres, 21 de setembre del 2018

BITÁCORA DEL CENTENARIO


Jornada 5


OTRA MANTA A CUADROS

(A Miquel Nadal, que vio la manta a cuadros antes que nadie)

La noche más anómala de aquel verano tuvo El Madrigal como epicentro. Todavía era un entrañable campo de 2ªB, con grada de pie en el gol sur y cuatro filas de piedra en el fondo norte. La tribuna sostenía el sopor y la leyenda: abanicos en verano, mantas a cuadros en invierno. Las mujeres que revelaban el mito eran las mismas. Las delataba el pelo cardado, el rojo tímido de sus labios, la voluntad de convertir un partido de fútbol en un evento social que pudiera competir con las meriendas de la Regenta en la sacristía de San Pascual Bailón. Ya sabes: chocolate espeso, torrijas, jarra de agua fría, el eco rural de la moral levítica alimentando rumores. 

El himno del Vilareal era una versión suicida del “Yellow submarine” de los Beatles. Sonaba como el organillo callejero, la cabra, los Camela, la feria en los descampados. Tenía su rollo. Si aquella tarde viajamos a la Plana fue por puro hartazgo estival. Agosto se insinuaba voraz y Valencia estaba desierta. Todos los garitos clandestinos abrían pasadas las tres. Había tiempo de sobra para ir, ver las evoluciones del equipo, volver con ganas de cruzar el río e internarse en el lado oscuro de la ciudad veraniega y turbia, esa gran desconocida. 

Entre bostezo y bostezo comprendí la inutilidad del desplazamiento. El partido fue un quiero y no puedo, un entrenamiento con abanicos. Si no recuerdo mal, hubo empate a cero. Para festejarlo cenamos en un restaurante chino. Por entonces, un restaurante chino en Vilareal era un exotismo. Se percibía claramente en la indumentaria de los comensales y en la sonrisa complaciente del padre de familia, orgulloso de brindarle a los suyos una experiencia étnica inolvidable. En perspectiva, flotaba en el aire la evidencia del futuro chantaje. 

Para nosotros, muchachos del distrito 21 que ya habían leído a Bukowski, un Chino no era noticia. Esa mirada irónica y condescendiente me hizo sentir miserable. Me vi en el verano de 1982 soportando la chufla de los madrileños porque ellos sí tenían Burger King y nosotros no. Al recordarlo, el rollito de primavera se me atragantó. Acepté el desgarro y la penitencia. En algún momento de nuestras vidas todos somos pijos madrileños festejando supuestas carencias ajenas. Nadie lo dice, pero esa estupidez es la modernidad: la falsa creencia de que vivir en New York te hace mejor. 

Tras la cena volvimos a Valencia por la carretera General. Enseguida atisbamos un bar de lucecitas. La curiosidad nos hizo parar. La noche era joven y nadie nos esperaba. Pensé en todas las películas del cine español con toro de Osborne y puticlub de carretera. Hice una lista mental. En esa lista no pude incluir la mejor película del género, aún sin rodar: “Lo que sé de Lola”, de Javier Rebollo. Al entrar comprobamos que ni siquiera era un lupanar, más bien otra cosa. Sonaba una canción antigua de Julio Iglesias, “Abrázame, y no me digas nada, sólo abrázame…”. Entonces, la chica de la barra nos preguntó qué íbamos a tomar. Al verla me estremecí. Parecía Prosinecki con tetas. Yo creo que me “endrogó”. Al menos, esa será mi coartada el día del juicio final: nos “endrogaron” Señor, nos “endrogaron”. Cuando desperté a la mañana siguiente tenía la boca pastosa y una muñeca hinchable a mi lado. La muñeca hinchable también se parecía a Prosinecki. Eran las 9,37 de la mañana y el sol estallaba contra los naranjos de la ruta. Del mar llegaba un flautín de azahar y brea. A duras penas nos recompusimos. De regreso a Valencia nadie habló. Fue media hora de tensa resaca, un atisbo de cuento que algún día escribiré. Dormí hasta pasada la hora de comer. Por la tarde estuve en el cine Xerea, en la calle En Blanch. Al anochecer se fue la luz del tendido eléctrico y la ciudad de agosto volvió al siglo XIX. No había nadie y los callejones de Sant Bult destilaban retazos de nostalgia fluvial. Los excesos de la víspera me invadieron como un mal presagio que no supe adivinar. Un tipo más atento hubiera anticipado con claridad la operación Eichmann que años después Fernando Roig y su hijo, Roig Nogueroles, pusieron en marcha para desactivar a los ultras del Vilareal, pero me faltó perspicacia. Jamás imaginé que un equipo sin tradición se consolidaría en primera. Han pasado casi 25 veranos y no he vuelto por allí. Esos 60 kilómetros se me antojan insalvables. Por si faltara poco, la camarera croata me visita en sueños de vez en cuando. En el momento álgido de la pesadilla, un niño pequeño ataviado de amarillo y cara de Prosinecki adulto me cubre con una manta a cuadros: “para que no te constipes papá”, me susurra al oído. Juraría, pero ya no estoy seguro, que las muñecas hinchables no pueden tener hijos. 

Rafa Lahuerta