dimarts, 9 d’abril del 2019

LA GALOPADA



El 24 de marzo me acordé de muchas cosas que creía olvidadas. Que se habían ido. Pero comprobé con sorpresa y alivio que no, no completamente. Estaban ahí, apareciendo lentamente, ocultas entre la maleza que compone todo lo absurdo y superfluo que cada vez me hace más difícil ver con claridad los recuerdos importantes y los sueños pasados. 

Soy de un pueblo bastante al sur de Valencia y bastante al norte de Alicante; y cuando era pequeño, en mi clase solo tres nos declarábamos aficionados del Valencia Club de Fútbol. No era fácil decirle al mundo: ahora ya sabéis que normalmente los fines de semana sufro, y ahora ya sabéis que podéis meteros conmigo los lunes. Los tres irreducibles acudíamos a una pequeña y vieja pista de futbol-sala por las tardes. Sin excusas. Allí el panorama era heterogéneo en cuanto a nacionalidades, edades, y simpatías. Pero existía un acuerdo común: íbamos a jugar. Y yo creía que se me habían olvidado esos partidos a pleno sol y que duraban toda la tarde. Partidos donde había que entregarlo todo, si querías tener el privilegio de que quisieran jugar contigo en la siguiente ocasión. Partidos donde un amigo mío que corría mucho se convertía en Claudio López, dejándolos a todos atrás, prepotente y burlón. Partidos donde te atrevías a hacer cosas que le habías visto tiempo atrás a Viola una noche de sábado en Canal Nou. Partidos donde se comentaba que el Bayern nos iba a eliminar seguro de la UEFA, y que lo importante era intentar no quedar muy mal. Partidos donde las chicas del puerto a veces venían y se sentaban en los bancos, creando una tensión extraña que aún no sabíamos que nunca íbamos a aprender a descifrar del todo. A veces, muchas veces, llegaba al campo tan pronto que no había nadie aún, y me dedicaba a intentar pegarle al larguero desde una media distancia. Creo que no me he sentido tan relajado y feliz en mi vida. Con mi camiseta Luanvi y mi logo de Ford, yendo y viniendo a por el balón, golpeándolo, mientras pensaba que sería una pasada ir algún día a Mestalla y ver de cerca a los jugadores. Recuerdo que la pista era pequeña y que cuando te llegaba un balón notabas como si una jauría se abalanzará para robarte el alma. Recuerdo también que, si lograbas escapar de eso, veías un brillo especial en los ojos de compañeros y rivales. No se lo contaré nunca a nadie, pero pactaría con el diablo por volver a uno de esos partidos, aunque fuera diez minutos. Por ver a los irreductibles, en su formato de antaño. Por correr como un poseso con la pelota. Por darle por la noche a mi madre mi camiseta del Valencia empapada para que me la lavara. Por sentirme vivo y soñar. 

Se que no podré volver, pero recordarlo es viajar allí. Así que, muchas gracias. Porque estuve allí y aunque en mi asiento lloré, fui feliz. Estuve allí todo el tiempo que duró la galopada increíble y el gol, del más joven entre los más jóvenes de la escuela.

Gonzalo Monfort