Jornada 8
APROXIMACION A MANOLO (EL DEL BARÇA)
Tuve una infancia privilegiada. Entre abril de 1977 y noviembre de 1983 el Valencia no perdió en casa contra el Barça. En Liga, pero también en Copa y Recopa, Mestalla fue campo maldito para los culers. Sólo debido al calamitoso arbitraje de Lamo Castillo en la 83-84 se rompió el idilio. Fue una jornada de lluvia, entre semana. La noche acabó con cargas policiales en la avenida de Suecia. Generó consecuencias: nos cerraron el campo. Pero eso vino después. Antes hubo tardes y noches memorables de gran fútbol. Victorias épicas, goleadas inesperadas, repasos absolutos. Los Valencia-Barça solían empezar en el Bar Los Checas. Llegaban decenas de autobuses. Si los fusterianos locales hubiesen visto aquellos desembarcos, su mirada fantasmagórica sobre la superioridad moral del Barça habría sido más cautelosa y prudente. Aquella turba no bajaba con libros de Salvador Espriu bajo el brazo. Eran hinchas. Primarios, rudos, elementales. Mi preferido era un tiparraco con barretina y culo de panadero que respondía al nombre de Manolo el del Barça. Era una caricatura siniestra del inefable Manolo el del bombo. Más que una parodia, parecía un quierosercomotú. A día de hoy cuesta creerlo, pero en el siglo XX había catalanes que tenían a Manolo el del Bombo como espejo y referente vital. Posiblemente, esa dialéctica de los Manolos confirmara el carácter bipolar del més que un club. El Barça era eso: una guerra de Manolos. Si Vázquez Montalbán recogía las inquietudes del culerismo ilustrado, el otro sintetizaba las aspiraciones de la culerada lumpen: tocar el bombo, ir de putas, eructar ritmos latinos. Durante tres temporadas seguidas, Manolo el del Barça se convirtió en mi gran ídolo. Cada vez aparecía más gordo, más culón, con menos pelo. Su primera aparición estelar fue en enero de 1981. Por la mañana fuimos a la playa de Pinedo a ver un buque encallado. Después, como cada domingo, pasamos por el bar Los Checas. La presencia de aquel tipo con bombo y barretina fue un shock. En un momento dado se arrancó con esta coplilla: hala Madrid, hala Madrid, el equipo del gobierno, la vergüenza del país. Fue la primera vez que la escuché. El resto de Morenos, anticipo castizo de los inminentes Boixos Nois, se sumó al karaoke con gran entusiasmo. En el aire flotaba una rara confraternización, fruto, sin duda, de la coplilla antimadridista. Ese año no hubo hostias. Las hostias empezaron a la temporada siguiente.
Es difícil encontrar un día como el 21 de marzo de 1982. 10000 culers en Valencia, paseíllo de Nuñez por el césped antes del partido, la culerada que vislumbra el título. Resultado final: 3-0, delirio en Mestalla, cejas abiertas en los alrededores del campo, festival valencianista. Apenas unos meses después, en septiembre de 1982, se repite el mismo escenario. Sólo cambia la luz y la tormenta de la sobremesa. En la radio, El Puma y su “Dueño de nada” dan cobijo a la melancolía del verano vencido. Los charcos del solar de la calle Rubén Darío explican el paisaje mientras servidor apura sus últimas semanas de verdadera felicidad. De fondo, el rumor del debut de Maradona alienta el mito de todos los sábados por la noche, las calles mojadas, el esqueleto de Mestalla bajo la densa humareda de las tracas. La historia parece un círculo cerrado: todo vuelve. Gana el Valencia con remontada, 2-1. Al acabar el partido empieza otro partido. En la terraza del bar Los Checas, Manolo el del Barça jura venganza. Un día de estos mataré al hijoputa ese de Carrete, se le oye decir. Un llauro con manos como tenazas le interpela. ¿A qui vas a matar tú, tío serdo? Ese “tío Serdo” dicho a la valenciana anticipa la hecatombe. Se hace el silencio. Un cosquilleo me anuncia que años después recordaré a la perfección el golpe y la novela. No me engaño. En ese silencio cabe la biografía no autorizada de Manolo el del Barça, arlequín vencido, estereotipo de aquella otra Barcelona sucia y arrasada que Francesc Betriu retrató con lucidez en Furia Española, la gran película del viejo Barça y su barrio chino. Al otro lado de Blasco Ibáñez, las luces interiores del graderío se apagan lentamente. En la última fila de la Numerada, el hombre de las banderas guarda los pendones descoloridos que anuncian la primera victoria de la temporada, un espejismo que en ese momento nadie contempla. El silencio rompe en estruendo. Primero cae el bombo, después su propietario. Todo tiembla. No es un terremoto, es Manolo el del Barça, tamborilero caído de una sola galleta. En el umbral de la puerta del bar alguien dice: “l’any que vé tornes, fill d’una puta”. Sin ser un epitafio, se agita en la suave noche de septiembre como una sentencia inapelable. Pobre Manolo el del Barça. Ya no volverá nunca más al bar Los Checas.
Rafa Lahuerta
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