divendres, 26 d’octubre del 2018

BITÁCORA DEL CENTENARIO

Jornada 10

DE MACHOTES Y MARIQUITAS.

Me gusta Bilbao. Es una ciudad bien terminada, donde todo responde a una lógica. De Bilbao me interesa sobre todo la intimidad, el concepto burgués de intimidad que propone la disposición de su mapa. Como todas las iluminaciones arbitrarias procede del desván atávico de la ensoñación. La ensoñación es el preludio estético de las intuiciones, y a las intuiciones, de sobra lo sabes, hay que educarlas con fervor literario. Son nuestro carácter. Me paso la vida trasteando en ese alambre, que es un alambre de mapas, planos y puentes. En pocas ciudades los puentes tienen un carácter tan antagónico como en Valencia y Bilbao. Los nuestros tienen el sesgo de lo fronterizo. En Bilbao, en cambio, integran y acogen. Esa perplejidad es un desvelo nocturno. Cruzar puentes es un acto filosófico. Hay que hacerlo de noche para descifrar el enigma. Bilbao, que es ciudad de dos orillas, ha conseguido disimular el carácter disuasorio de la ría hasta convertirla en una avenida más. Sus puentes parecen calles del Ensanche, pequeños respiros que no sugieren grandes cambios en el imaginario del paseante. En Valencia, los puentes son abismos. La ciudad decimonónica aún no ha logrado integrar de manera metafísica el eco que procede del otro lado. Y tiene sentido. El otro lado es una construcción reciente, moderna, sin la consistencia pétrea que otorga un relato compartido. Incluso la brisa es otra. Haber convertido el río en parque tampoco mejora esa tensión. Al contrario. El jardín es un foso. Y los fosos no integran, esconden. Basta cruzar de noche el puente del Real o el de Aragón de camino al mar para comprender lo que digo. Valencia es una madrastra que expulsa, Bilbao es una madre que acoge. Esa paradoja también es futbolera. Al Athletic nadie le discute su hegemonía en Vizcaya. Al Valencia le crecen todo el tiempo los enanos. Incluso los más tontos hablan de contrarrestar el sobre de azúcar del pensamiento único. Que formulen en Bilbao la majadería del pensamiento único: acabarán en la ría, camino de Santurce. No es extraño que me vea en Bilbao. Es una proyección plausible. Viviría en un ático reformado de la calle Cantarranas, en el barrio de Bilbao la vieja y creo que sería homosexual, un homosexual de Bilbao. Tendría un perrito al que llamaría Julen y al llegar a casa me pondría una batita de seda comprada en Estambul. Sería, me veo, un burgués moderadamente ilustrado, de los que se toman las cosas con calma y ya no saben enfadarse con casi nadie. A diario cruzaría al mercado de la Ribera por el puente de San Antón, el que sale en el escudo del Athletic Club. Compraría pescado fresco, huevos, algo de pan. Sería una especie de agitador cultural al otro lado de la ría y formaría parte del club de cine del barrio San Francisco. Todos los años veríamos La muerte de Mikel, mi película favorita en el contexto de esa vida imaginada. Acabaría sabiéndome de memoria los diálogos, el himno de la Otxoa vestida de futbolista, las contradicciones de la izquierda abertzale, la ceremonia pacata del nacionalismo beato, la miseria de la doble moral, los prejuicios, la carcundia de la intolerancia. Dejaríamos también que se colara el fútbol. Hablaríamos del doblete de 1984 y de su iconografía, tan presente en las calles de la ciudad. Yo mismo, en un arranque de frivolidad, diría que La muerte de Mikel es también la película del doblete del Athletic, tan obvio desde que Imanol Arias entra en un cabaret nocturno y aparece la Otxoa cantando una canción de homenaje al flamante campeón de liga, la del gol de Tendillo. Habría que contextualizar ese chispazo. La Otxoa es a Bilbao lo que el Titi era a Valencia, un emblema y un símbolo, dos maneras idénticas de escribir la libertad y el desparpajo. En Bilbao tendría una zapatería en la calle del Licenciado Pozas. Cuando alguien me pidiera unas Puma yo respondería: venga bah, un cigadito. Toda la ciudad me conocería por ese chiste. Habría colas de gente comprándome zapatillas Puma, sólo para que les contara el chiste. De vez en cuando, el escritor Iñaki Uriarte vendría a comprarme mocasines Pikolino. Nos tutearíamos y acabaría sacándome en sus Diarios con alguna frase como: comprar zapatos te reconcilia con la vida. Desde la puerta de la zapatería se divisaría el escudo del Athletic. Primero el del viejo San Mamés, después el del nuevo. Cuando jugara el Athletic entre semana colgaría la bandera rojiblanca en la puerta de la zapatería y una foto de Julen Guerrero. Ya tú sabes. 


Rafa Lahuerta