dijous, 4 d’octubre del 2018

ETERNES VESPRADES A L'ALGIRÓS


I



Nunca es agradable presidir un funeral, pensaba el joven sacerdote, al tiempo que recogía con cuidado el utillaje litúrgico. Joven, aunque sin ínfulas de grandeza y lleno de ganas de hacer un buen trabajo en ésta, su primera vicaría; pensaba, al menos, que la ceremonia de hoy había sido pausada y contenida. La familia mantenía la serenidad propia de los que asumen que la vida es algo finito y que, como un cirio, lentamente el brillo vital se va consumiendo hasta desaparecer.

-Bon dia, Senyor Retor, disculpe vosté que el molestem però volíem agrair les seues paraules, mon pare era un bon home, sap vosté?- dice la mujer.

Un hombre y una mujer, ya mayores, hermanos e hijos del difunto, habían entrado con respeto reverencial en la sacristía. Las miradas serenas y las manos, estrechadas con el sacerdote con suma educación, gastadas y callosas, síntoma de una vida dura y trabajosa.

-Sí, estem molt agraïts, gràcies. -Continúa el hermano que parece algo menor -. Si necessita vosté qualsevol cosa més, si no, nosaltres ja marxem cap al cementeri.

-No, no gracias, acabo de recoger y salgo yo también para allá. -Responde amablemente el sacerdote.

-Per cert, senyor retor, una cosa que hem oblidat de dir-li i que és una curiositat: sap vosté que mon pare va ser, segurament, l’últim que quedava, dels que construïren la parroquia?

El sacerdote arqueó levemente las cejas, siempre había sido un apasionado de las historias y el anecdotario popular de la ciudad.

-I segur que vosté no sap, perquè és molt jove, d’on venen les rajoles de la construcció dels murs, veritat?

-No, no sabia jo res d’això… 


II

Los nudillos crujen de dolor, fuertemente estrechados por la mano del padre, aunque el pequeño no llora, de hecho, aún conserva la sonrisa traviesa por haberse librado de una más que segura azotaina. Los campos están llenos de piedras, huecos de acequia y otras trampas que podrían haberle hecho caer, de ahí que la instrucción, no cumplida, fuera severa: “Res de correr i agarra´t a la má de ton pare”. En cuánto la madre desapareció tras la puerta cerrándose de la barraca, nuestro pequeño, como si fuera una comadreja, había salido disparado, con habilidad innata, hacia su objetivo: el vecino muro de acceso al lugar de ensoñación.

-Jugarà Montes, pare? I Cubells?, guanyarà el València? Sempre guanya, veritat pare? Guanyarem? Montes farà un gol? Qui és millor, Pare? A mi m’han dit que Montes? Però a que Cubells també és boníssim? Guanyarem?.....

El padre sonríe mientras aprieta con fuerza la mano del hijo impetuoso que no ha podido evitar escapar, corriendo como un relámpago por la huerta, para llegar el primero al campo. Le ha costado más de un favor y esfuerzo conseguir una entrada para ir al campo del Valencia FC. Siempre le atrajo el Football desde que contempló, hace ya algunos años, por vez primera en una demostración junto al próximo cauce del río. Pero nada que ver con la emoción de su pequeño que, pese no haber nunca visto rodar un balón de verdad y no de trapos viejos, suspiraba de emoción y ansiedad cada vez que pasaba junto al tapiado de ladrillo amarillento del campo de juego. Mucho más interesado por las aventuras que contaban caminantes y transeúntes del lugar, que de aprender los rudimentos básicos del oficio de labranza propio del vecindario.

Minutos después, el pequeño asoma la cabeza entre la algarabía de los espectadores y curiosos allí reunidos; ya está en la tierra herbosa del solar tapiado el equipo rival, del que sólo se reconoce una camisola abierta azulada oscura con unas rayas negras y un pantalón y medias igualmente oscuras. Esperan brazos en jarra en el silencio del estallido previo al clamor de la afición local.

-Mira pare! El València!... mira, mira, mira, mira! Montes! I eixe ha de ser Cubells! Mira pare, els veus… són els jugadors del València!

Mientras, el padre sonríe , los ojos del pequeño retendrán para siempre esa imagen de felicidad e ilusión absoluta. Unos ojos vivarachos y alegres, que habrán de ver todavía muchas cosas en la vida que sucederá. 

Unos ojos azules. De un azul casi polar.


III

El viejo sacerdote siente que la providencia le ha abandonado. Desde siempre aprendió y aplicó aquello de “A Dios rogando y con el mazo dando” y en ésta, la que era su gran obra, había golpeado muy fuerte con el mazo de la persistencia. Había conseguido, a cambio de un responso, reducir el precio de la portada, de piedra antigua, que habría de dar lustre a la construcción del templo definitivo. Había bordeado la afonía en más de un despacho y estaba a punto de conseguir las losas sobrantes de la reforma de la plaza de la Virgen para el atrio parroquial… cuando la riada, tragedia terrible y drama y dolor en la ciudad, se había llevado por delante los pocos materiales de construcción disponibles aparte de, más importante aún, las ilusiones y esperanzas de sus humildes parroquianos.

La acequia de Mestalla baja todavía crecida y el sacerdote mira el cielo, aún plomizo, preguntándose qué nueva plaga bíblica iba a recibir su templo aún no construido, cuando una voz recia y calmada le resuena por detrás en un impostado castellano.

-Senyor Retor, tenga usted cuidado, ahí hay mucho barro y puede resbalar y caer al agua.

Quien habla es un labrador parroquiano, de unos aparentes cuarenta años. Aunque avejentado por la dureza del trabajo en el campo próximo, se mantiene erguido y fuerte. En sus manos, pies y cuerpo la marca del duro trabajo y el barro persistente del que ha ayudado en todo lo posible a sus vecinos, amigos y hermanos a sobrevivir al drama reciente provocado por el agua indómita y criminal.

-Más me valdría, hijo mío. – El sacerdote necesitaba desahogar sus penas y frustración-. No hay manera… salvo que usted sepa dónde podemos encontrar ladrillos suficientes para construir la parroquia… más me valdría caer al agua, sí.

El labrador queda pensativo por un momento. El sacerdote le observa y por un momento parece percibir un rayo de luz en su mirada.

-¿Rajoles?… digo … ¿piedras dice, padre?... Escuche, yo sé dónde hay piedras, un montón.

-Pero… -dice el sacerdote.- tienen que ser de aquí cerca, para transportarlas con carretilla, y levantar la iglesia, y…

-Mire padre, yo le puedo traer a usted rajoles para construir una catedral si lo desea….de hecho –pensó en voz alta el labrador.-En ningún sitio mejor que aquí podrían acabar esas piedras.

El sacerdote alzó la mirada esperanzado y se topó con una leve sonrisa, que contrastaba con unos ojos cansados y melancólicos , que habían visto muchas cosas, demasiadas para una sola vida. 

Unos ojos azules. De un azul casi polar.

IV

El mes de julio está siendo tórrido y asfixiante, no vendrían mal unos ejercicios espirituales en alguna casa de Groenlandia, piensa el joven sacerdote mientras arranca el vehículo y se incorpora al camino que conduce al cementerio. A pocos metros, en el semáforo, el conductor del vehículo funerario saca su codo por la ventanilla, indolente.

En su interior un humilde féretro aguarda su último viaje a la eternidad, en el espejo retrovisor una fachada de iglesia avejentada y unas piedras que necesitan inminente restauración. 

Piedras algo más viejas que el templo que ahora protegen de la intemperie. 

Ocultas por una enredadera infinita que, a modo de velo, guarda el secreto de su origen.

En su viaje, tal vez el último, hacia la eternidad de la que fueron, un día y para siempre, testimonio.

Sergi Calvo