divendres, 30 de novembre del 2018

BITÁCORA DEL CENTENARIO


Jornada 14


EL AULLIDO DEL PANTANO.

Con el arroz hacía plazas de toros y con los flanes pantanos. Los mayores decían que con la comida no se jugaba, pero aquello no era un juego, era mi manera de empezar a vivir. Tenía cinco años y ya había estado en Madrid viendo perder al VCF un partido de liga. De ese viaje guardé en la retina el impacto del pantano del Generalísimo, como le llamaban. A partir de entonces yo le llamé el pantano de Madrid. Con los flanes lo reproducía en mi imaginación. Levantaba un acantilado de leche y vainilla con la cuchara y dejaba que el caramelo simulara el océano. Yo me asomaba con cuidado, para no ahogarme. Mira mamá, el pantano de Madrid. Mi madre me miraba algo asustada. Este crío tiene demasiada imaginación, decía mi abuela antes de perder la cabeza. 

Los lunes hacían Estudio Estadio en la tele en blanco y negro y las porterías del Bernabéu eran como las de El Helmántico, el campo del Salamanca. Cuando las veía pensaba en pantanos, en el toro de Osborne, en mi padre imitando el aullido de un lobo. El Lobo Diarte era nuestro estandarte en aquel viaje a Madrid. Durante semanas, mi padre anduvo subido a ese aullido que tan feliz me hacía. ¡AUUU, el Lobo, que viene el Lobo!!! Llevaba más goles que nadie y parecía imparable. Ese sábado en Chamartín la suerte del Lobo empezó a cambiar. A mí, ese viaje también me marcó. Los pasillos interiores del Bernabéu parecían cuadras para caballos. Había polvo y escombros por todas partes. Perder aquella noche me hizo mayor. A la semana siguiente cogí las paperas y estuve varios días encerrado en casa, a solas con un don Balón dedicado al Lobo Diarte. El vicks vaporub fue mi banda sonora, la magdalena proustiana. 

Aquella distancia entre la imaginación y la realidad me permitió descubrir demasiado pronto el veneno de la ensoñación. Esa droga ya no me abandonó jamás. Leer, escribir, simular viajes: variaciones eternas de un solo tema. Casi 40 años después, el hermano de Jorge Iranzo me regaló aquel don Balón de la temporada 1976-77. Ahí estaba todo: Lobo Diarte, el viejo Mestalla, la crónica de un tiempo vencido. Había matices que no estaban en la revista, viñetas de una infancia que tenía en el Valencia su columna vertebral, el eco poderoso de mis primeros pasos. Recuerdo las tardes de los lunes, en la cocina del horno de la calle Gorgos, a punto de cenar. Juan Manuel Gozalo presentaba el Estudio Estadio y mi padre preparaba la masa madre. A la masa madre que nos daba de comer la bauticé con el insólito nombre de la pasta del Lobo. No había razón alguna. O sólo una: el impacto del Lobo Diarte, que lo inundaba todo. Su magnetismo era la llave que abría el eco de lo memorable. Los dos compartíamos algo que nadie nunca podrá torcer: el otoño de 1976. El reinó de manera sobrenatural y yo empecé a tener memoria de forma organizada. El Lobo también murió joven. 

A veces lo pienso: todos los protagonistas de aquel otoño parecen condenados a lo mismo. Por eso escribo. Escribir es contextualizar ese chispazo, buscar la lógica narrativa donde sólo impera el caos de la nostalgia. Es un valor metafísico, no apto para enfermos de codicia. La escritura no es gran cosa pero te permite ponerte a un lado y ver cómo la actualidad acaba siendo el acantilado del pantano, la leche pétrea a expensas del caramelo líquido. Lo sustancial es siempre otra cosa: aprender a estar solo, esconderte en cualquier lugar, volver a Madrid en el viejo coche de tu padre, convocar fantasmas. A ese misterio me acojo. El misterio es el principal alimento del fútbol, aunque casi nadie se da cuenta. En octubre de 1976 yo sólo era un niño de 5 años. Era la primera vez que veía un partido lejos de Mestalla. A esa edad uno no entiende nada pero puede percibirlo todo. Con cada visita al Bernabéu regresa esa atmósfera. A lo mejor fue entonces cuando empecé a escribir esta bitácora. Quizá ese viaje a Madrid fundó la realidad de manera definitiva. 

Rafa Lahuerta