dissabte, 16 de juny del 2012

El secreto del ajedrez y mi pequeño trozo del Luís Casanova

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Ya hace más de 12 años que no vivo bajo el mismo techo que mis padres, pero la cercana ubicación de mi trabajo hace posible que me presente en su casa un par de veces a la semana para degustar, en 25 minutos, el menú casero que mi madre prepara a menudo: su exquisito arroz cocinado en cualquier modalidad (al horno, seco, caldoso, blanco, etcétera), que es capaz de competir incluso con la mismísima Nouvelle Couisine, grande en continente y escasa en contenido.

Las conversaciones giran en torno a los achaques propios de dos seres entregados en cuerpo y alma, desde su juventud, al sacrificio de una vida entera pobre en estudios, rica en valores y generosa en esfuerzos, en pos de un futuro mejor para sus tres hijos: Isabel, Vanessa y un servidor, José Luis. Una vez concluida la confraternización familiar -intercambio de achaques, novedades y situaciones familiares íntimas-, llega el momento del café. Y como cada lunes, desde su jubilación, mi padre y yo hacemos un resumen de la jornada balompédica del día anterior, con especial atención al partido del Valencia. Si el resultado ha sido bueno no hay reproches: ensalzamos con justicia a los jugadores e incluso nos aventuramos a fantasear sobre victorias y títulos. Pero si el resultado ha sido negativo: sacamos el látigo a pasear, enviamos a la grada a los jugadores que no han rendido, al entrenador a las galeras (con su correspondiente finiquito) y concedemos oportunidades a los reservas. Este blanco o negro debe ser la mezcla de pólvora y fuego combinadas con el sol, la brisa del mar y la musicalidad etérea, muy frecuentes por estos lares, que liberan alguna toxina que nos dejan sin matices ni tonos de grises.

La liturgia continúa con un poco de lectura del periódico, un rápido vistazo a los titulares y leo con especial atención la sección de deportes. Luego me retiro a mi antigua habitación –un reducido y confortable espacio que custodia entre sus paredes las mismas constantes vitales que el día en que me despedí de ella-, enciendo el ordenador y me “instruyo” durante 30 minutos.

Buscando hace días un programa de ordenador para mi padre (que aún ha tenido arrestos para manejarse con él), abrí un cajón y me encontré una caja de color marrón. Su deslizante tapa sacó a la luz los recuerdos de una infancia ya vivida e irrepetible: unas figuras de ajedrez que no tienen la transcendencia mística del Ajedrez de Montglane, que Katherine Neville inmortalizó en El Ocho, pero para mí tiene un significado propio, llamado NOSTALGIA. Y vuelvo la vista atrás y desgrano el particular secreto de mi otro Luis Casanova con El Ajedrez de Montglane.

Viví toda mi infancia en el borde de Valencia, en la parte Suroeste de la ciudad, tétricamente hablando en la última finca antes de llegar al Cementerio General, en el nº 129 de la Avenida Gaspar Aguilar (curiosamente con mi mismo apellido), dramaturgo y poeta valenciano del siglo XVI, promotor de la Academia delos Nocturnos bajo el pseudónimo de “Sombra”. Todo mi campo de acción se circunscribía desde el tramo final de la Avenida, la Calle Forata y la Calle General Barroso, y traspasar estos límites fronterizos era algo poco menos que prohibido y, por consiguiente, desconocido.

La zona segura era mi habitación: un búnker irregular (por la disposición de los pilares) de 3x4m, donde, nada más entrar por la puerta, aparecían ante mi vista el escritorio, el armario y la cama, formando todo el mobiliario una U. Y, justo detrás de la puerta, existía un pequeño hueco, de aproximadamente 1x3 m, que se transformaba en mi templo del fútbol mundial.

Versión 1.0
Lo arcaico del sistema, viene de comenzar a utilizar toda forma susceptible de mantenerse en pie: los vaqueros del Valencia contra los indios malos de cualquier otro equipo (antes nos hacían creer que eran los malos, ahora…), mezclados con simpáticos clicks rígidos de dos posiciones, y las porterías dos palos de un helado Colajet pegados al suelo con plastilina.

Versión 1.1
La aparición en mi vida de los coleccionables, me llevó a doblar, en forma de ”L”, los cromos repetidos de inacabados álbumes. Una afición casi papirofléxica que no tardé en abandonar, pues los cromos no aguantaban las corrientes de aire que se filtraban por debajo de la puerta. Los cartoncillos se caían y debía invertir mucho tiempo en levantar a los jugadores.

Versión 1.2
Entonces, fieles a la moda, recortábamos las caras de los jugadores y las pegábamos en las chapas de las Coca Colas o cervezas de la marca Turia. Eso supuso el inicio de una técnica todavía más avanzada: con un seco y meticuloso golpe de Mr. Dedo Indice hacía correr por las baldosas de cualquier suelo a los jugadores de mi equipo, que golpeaban una pequeña bola de collar, de mi madre o mis hermanas, para introducirla en la portería. Para la ocasión añadía otro palo de Colajet, que dispuesto de forma horizontal ejercía las veces de larguero junto a los otros dos verticales que seguían anclados al suelo con plastilina. Esta técnica era magnífica, pero los partidos estaban sujetos a la pericia de Mr Indice y al caprichoso destino de un suelo y una pelota de formas irregulares.

Versión 1.3
En la siguiente configuración, sobre el tapete de mi habitación de 3 m2, me dediqué a jugar partidos con botones, que entonces estaban de moda entre mis amigos. Se trataba de botones grandes de chaquetones sin mucha definición para el portero y los defensas. Los dos centrales eran exactamente iguales -como guiño general a la incipiente NBA que emitían en TV de madrugada, con Ramón Trecet; y, en particular, a los Houston Rockets y sus Torres Gemelas- y representaban el infranqueable e inexistente juego aéreo, de formas compactas y rocosas. Además, tenía botones de menor calibre, pero dotados de personalidad propia para los medios, rápidos y ágiles los extremos, y eficaces los delanteros. Siempre había dos parejas iguales, a excepción de dos botones: el que hacía las veces de cerebro del equipo y el de su lugarteniente. En mi caso, y hasta el final de mis ratos de ocio, sobre todo debido a su longevidad en el club, encarnaron a Fernando y Arroyo. El juego era siempre el mismo: marcar gol en las artesanales porterías. Y en esta ocasión me ayudaba de otro botón para poder hacer avanzar al resto de botones hacia la pelota nacarada. Entonces, repetía tirada el equipo del botón que quedaba más cerca. La principal innovación consistió en un reloj despertador analógico, con su martirizante tic-tac y su estruendosa forma de transmitir la hora en que se había programado la alarma. Esta versión me duró bastante tiempo.

Versión 1.4
Siempre en constante evolución: I+D+i en estado puro. A mis manos llegó un juego de ajedrez, con piezas de entre 3 y 4 cm. Enseguida decidí que, en lugar de Defensas Indias, Apertura Inglesa o Ataque Austriaco, cambiaría estas jugadas por la Defensa Valenciana, Apertura por las Bandas y Ataque Bulgaro-Asturiano. Lo siguiente fue retirarles el trozo de tela de tapete que tenían en la base, pues ofrecía demasiada resistencia y no se deslizaban lo suficientemente rápido por el terrazo, y luego les pintaba el número del dorsal.

El tamaño de las piezas, y el señorío del juego para el cual estaban diseñadas, hacía necesario dignificar y reestructurar mi particular estadio. Ello requería de un esfuerzo extra de imaginación porque había que reducir el espacio. Así lo hice: 6 baldosas de terrazo, de 40x40 cm, eran las dimensiones del nuevo tablero. Rebuscando entre los juguetes ya olvidados de la cada vez más distante infancia, descubrí un… ¡Exin Castillos de Fantasmas!

Supe en ese momento que había dado con el material perfecto para crear las nuevas porterías: firmes y resistentes. Al terminar de prepararlas y probarlas, una sonrisa afloró en mi cara: empezaba a perfeccionar el invento. Sustituí el viejo reloj de cuerda por un sofisticado reloj digital, que hacía las veces de marcador electrónico, y la alarma que brotaba del aparato me avisaba -con sus suaves acordes de melodía- del momento del descanso y del final del partido.

La elección de las diferentes fichas debía adecuarse a una fusión entre los movimientos de las piezas, su función y la traducción de los puestos del equipo. Me resultó una tarea fácil por su lógica, partiendo de un sistema típico 1-4-4-2. El Rey era el portero por sus limitaciones a la hora de avanzar; las dos torres eran los dos centrales (no podían ser otra cosa); tres peones para los laterales y el medio centro (suelen ser los jugadores de menor calidad); dos caballos para los extremos, por su forma de avanzar en el tablero (subir la banda y centrar forman una “L” invertida); los dos Alfiles en la posición de delanteros (las diagonales son cosa de delanteros); y la pieza más importante, la Reina, era el organizador (puede moverse a su antojo por todo el tablero). La batalla estratégica estaba servida.

Para entonces, ya había creado y perfeccionado toda una serie de ritos y voces en forma de susurros, que alcanzaban notas más altas cuando me quedaba a solas en casa. Empezaba el partido y ponía el reloj en marcha. El comentarista principal tenía una voz grave y dominaba el tempo del partido. Era el director del show que se avecinaba, hacía las entrevistas antes y después del partido y, si lo deseaba, también se ocupaba de hacer la introducción al inicio de las jugadas para que su compañero fuera desgranando cada jugada hasta su desenlace, incorporando a la imitación el característico acento argentino del gran Héctor del Mar: el hombre del gol.

Organizaba campeonatos enteros, donde yo jugaba todos los partidos del Valencia. Los demás partidos los sorteaba con un dado entre los distintos equipos. Diseñaba mi propia clasificación. Cada tiempo de un partido duraba 10 minutos, y rara vez perdía. Si esto sucedía, alargaba la jugada hasta conseguir empatar, con el correspondiente delirio en las gradas. Me hice un especialista en crear artificialmente el rugido del Luis Casanova. Los sonidos más estrepitosos los reservaba para partidos importantes, donde el Valencia se jugaba un título. Tras una primera parte desastrosa, el descanso servía para que los dos comentaristas pusieran verde el sistema de juego empleado por el equipo, e incluso se permitían la licencia de comentar, con antiguos jugadores del club, sobre las carencias y necesidades del equipo. Allí aparecían, en las citas importantes, un imponente póker de ases: Mestre, Roberto Gil, Paquito y como excepción Pasieguito.

Reanudación y remontada épica estaban aseguradas. El plato se cocinaba ahora con todos los ingredientes: el equipo, movido por mi mano maestra, empezaba a tocar la “nacarada”. Mareando al rival, entrando por las bandas, arrollando al contrario, Fernando, Arroyo, Quique, Giner, Arias, Penev y Eloy se ponían las pilas; el entrenador daba instrucciones y los comentaristas ayudaban a crear el punto perfecto del partido; los goles se sucedían, rugía la agrada, llegaba el empate, el reloj daba el último minuto, se acercaba la jugada perfecta, de tiralíneas, a un toque, con rapidez. Esto exigía una concentración y una pericia, sólo conseguida con la experiencia. Y, en ese instante, dejaba que la voz de Héctor del Mar fluyera:
“… El mariscal, Ariasss, sale con la pelota jugada desssde la cueva del murciélago; le pasa al teniente Arrrrroyo, que avanza hasta centro del campo; abre a la banda izquierda, donde aparece Quique; “Eeel Faraonito” centra al vértice izquierdo del área grande, donde aparece Eloy Olayaaaaaa. ¿Quien dijo pequeño? Grande, grande Eloy. Sutil toque hacia el desmarque de Lubo Penev.

¿Qué hace…? ¡La deja pasar…! ¡Llega Ferrrnando…! ¡La empalma y…. golasso! ¡FERNANDO, golasso! ¡FERNADO, golasso! ¡FERNANDO, golasso! FERNANDO… ¡GOOOOOOOOOOOOOOOOOOOL por toda la escuadra! ¡Para darle la victoria al Valencia! ¡Para darle su título! ¡Para darle la gloria a su afición! ¡Para hacer justicia a una generación de jugadores! ¡Gracias equipo! ¡Gracias Valencia!... “.

El clímax se desataba en estado puro. Era como estar en el mismísimo Luis Casanova, por la fuerte carga de emotividad. Incluso la situación me ponía los pelos de punta. Era el único lugar donde este equipo lograba todos los éxitos que yo necesitaba para alimentar mi espíritu valencianista. La eléctrica jugada continuaba, incluso me atrevía a repetirla. Y aunque nunca era exactamente igual a la original, me esforzaba en recrearla de la mejor manera posible. La repetición siempre era a cámara lenta porque, para entonces, ya dominaba el montaje y la realización.

Después, llegaba el turno de las entrevistas: primero, los comentaristas que hacían las valoraciones del partido; más tarde, los jugadores que daban las gracias a la afición; y, por último, comparecía el presidente Tuzón, quien se emocionaba al comentar lo dura que había sido la travesía por el desierto de Segunda. Toda una experiencia.

En un partido conseguía ponerme en la piel de todos los elementos que rodean al fútbol. Me hubiera gustado estar capacitado, bien como periodista deportivo, o bien como jugador, entrenador o presidente, y sólo en uno de ellos conseguí inmortalizarme: como Aficionado, Socio y Accionista, la voz no oficial que cree dominar todas las áreas.

Este juego consiguió robarme muchísimas horas de estudio, tal vez demasiadas. Los “Progresa Adecuadamente” empezaban a ser cada vez más “Necesita Mejorar“, y el exigente BUP dejo paso a la más asequible F.P.

Aún continué jugando un par de años más, pero la evolución personal y social, y la no tan asequible F.P., lograron que, poco a poco, fuera abandonando mi ajedrez futbolístico hasta que éste cayó en el olvido. También ayudó, en gran medida, una mudanza de casa. Era el fin.

Una vez que hice el traslado de mis enseres personales a la otra vivienda regresé a la antigua casa, después de 23 años, subí para despedirme de cada una de las habitaciones que habían dado forma a mi mundo y dejé para el final el suelo de terrazo: las seis baldosas que ocupaban casi un metro cuadrado, un espacio que sólo yo podía ver, mi pequeño estadio Luis Casanova. Frente a esa porción de suelo me recreé en la inmortalidad de cientos de partidos, y en los títulos virtuales que conseguí y que el equipo de carne y hueso no fue capaz de conquistar.

La tecnología y la comodidad se adueñaron de mi imaginación. Tras jugar de rodillas tantos años, la llegada del ordenador personal a los hogares hizo que me incorporara a 70 cm del suelo y, sentado, he disfrutado de otro tipo de simulaciones de fútbol: el PC Fútbol 5.0, los Fifa desde el 96 hasta hoy, con su impecable avance gráfico, siempre con el Valencia como mi equipo.

No me he dejado arrastrar por la seducción de optar a manejar a los super equipos que dominan el panorama europeo. Es una sensación distinta, pero placentera. Hay comentaristas y ya no necesito susurrar más, aunque echo de menos a Hector Del Mar, su voz desgarrada era la voz que nos ponía en camino hacia la gloria de los títulos.

El otro día me llamó mi hijo Pablo, de 7 años, para que fuera a su habitación. Cuando me introduje en ella, me llevé una sorpresa inesperada: allí estaba con sus cromos de fútbol de esta temporada, doblados en forma de “L”, preguntándome qué podía hacer para que no se cayeran. Me arrodillé junto a él y, cuando me disponía a ayudarle, mi sorpresa fue en aumento: vi un bote de plástico que contenía unas chapas de botellas de Coca cola y de cerveza, así que le enseñé a recortar la cabeza de los cromos (que ahora son de pegatina) y las pusimos en el interior de las chapas. Después me comentó como podríamos hacer unas buenas porterías y, sin decirle nada, me sacó un juego de bloques de construcción. Si me hubieran pinchado en ese momento, no me hubieran sacado ni gota de sangre. En apenas quince minutos, mi hijo había avanzado dos versiones que a mí me costaron algunos meses. Le ayudé a montar las porterías -una bala de cañón pirata hacía las veces de balón-, y echamos una partida. Mr. Dedo Índice renacía y regresaba a un terreno de juego. Después de jugar con unas reglas bastantes flexibles, debido a la naturaleza de mi contrincante, y al finalizar el partido, espontáneamente le dí un abrazo muy fuerte, que Pablo se tomó con cara de no saber nada, me fui de la habitación dando gracias mentalmente por haber vivido ese momento, con una mueca de satisfacción y un nudo en el estómago. Cuando me hallaba lo suficientemente lejos, dejé que se derramaran de mis ojos unas lágrimas de emoción. De este modo fue como inauguramos su campo: el MESTALLA, pero esta vez con una nueva versión, su versión, la 2.0.

P.D. El día 17 de octubre fue el cumpleaños de Pablo y a mi mujer se le ocurrió comprarle un detalle. Acudimos a varias tiendas para encontrar el regalo que se adaptase a los gustos de mi hijo. Fuimos finalmente a Los Chicos, una tienda antigua de juguetes y regalos, y mi mujer decidió regalarle un ajedrez.

Entramos y el anciano dependiente nos mostró varios modelos, pero ninguno nos convenció. Entonces, Amparo divisó una pequeña caja marrón de la que se encaprichó.

El anciano la cogió y, después de limpiar el exterior, abrió la tapa y dentro de la caja… ¡aparecieron, una tras otra, las piezas relucientes de 3 a 4 cm. de un juego de ajedrez que yo conocía muy bien! El resto sólo el destino lo sabe y probablemente un tablero de otras seis baldosas de algún suelo.


José Luís Aguilar, “Pepelu”
Socio del Valencia CF
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diumenge, 10 de juny del 2012

La noche de la infamia

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Cierro los ojos. Dos de Noviembre de 1993. Todo se ve algo oscuro, incluso la indumentaria lo es. Azul casi negro que obliga al colegiado a vestir de verde. Pantalón blanco, eso sí. Primer partido europeo retransmitido por una televisión privada. Acostumbrados a TVE pienso que esto no puede traer nada bueno. Y además no juega Lubo. Que tonterías… El partido no empieza mal, tenemos  la eliminatoria casi en el bolsillo pero ya se sabe que los alemanes son testarudos. Tenemos el precedente del Español de Clemente y no hay que confiarse. Hasta el minuto 29 el Valencia está aguantando bién. Pero aparece Schmitt… y ya estamos fuera de la eliminatoria en 8 minutos. Acabaré harto de escuchar ese nombre hasta el final del partido en boca de JJ Santos que, por cierto, acierta de pleno cuando, recién llegado el quinto, jalea “hay que seguir luchando, no importa que nos metan cinco que siete…” Pero quién demonios es Schmitt? Y Karlsruhe? Donde anda eso ? (Un consejero avispado lo llegó a definir como un Osasuna alemán)... Todo un tanto surrealista. Cuando el árbitro pite el final del partido toda Europa  empezará a hablar del delantero germano y de esa ciudad tan difícil de pronunciar. A partir de ese momento ya nadie en Valencia querrá oir hablar de ella. Craso error.

Empieza la segunda parte y la sangría continúa. Uno tras otro Sempere pasa de la indignación a la desesperación. Aún así fue uno de los mejores. Con eso está todo dicho. El séptimo es de una tristeza inenarrable. Minuto 90. Se cuela tan ridículamente entre sus pies que el veterano portero ya ni reacciona. Se queda de cuclillas. Los jugadores no se miran. Les avergüenza hacerlo. Al fondo de la imagen, pancarta de “Fossa dei Lubos”. Me admira y me entristece. “Una caricatura de equipo” fue la definición de Don Arturo. Demasiado cortés, como siempre.

Pitido final. Marcador del estadio en primer plano. 7-0. Demasiados números. Sobran las palabras. En ese momento ya nadie se acuerda del 1-5 del año pasado ante el Nápoles. Lo que parecía insuperable ahora lo ha sido… La cumbre de la vergüenza. Apago la televisión y miro un póster de Mestalla. Me pregunto qué pasará a partir de aquello. Nunca imaginaría que las cosas cambiarían tanto. Nadie lo pudo digerir en el 75 aniversario. Todos pensaron que la peor de las pesadillas había acabado apenas seis años antes. Pero las pesadillas siempre pueden aparecer mientras se sueña. Y que es el fútbol sino eso.

El valencianismo del siglo XXI, borracho de triunfos y con la testosterona disparada ya no recuerda aquello. No quiere recordar ni lo necesita. Craso error. El que olvida el pasado tiene el peligro de volver a repetirlo. Que este post sea el primero, o de los pocos, sobre la noche de la infamia es un mal síntoma.

Abro los ojos. Octubre de 2011. Estamos en Champions. Pero aquello no fue una pesadilla. Forma parte de mi vida, de mis recuerdos y de la gran historia del Valencia. No hay que ocultarla.


Fernando Tomás Puchades
Antiguo socio del Valencia CF
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