diumenge, 15 de juliol del 2012

Rabah

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Mundial España’82. La selección argelina queda encuadrada en el grupo B, junto a Alemania Occidental, Austria y Chile. Era la cenicienta del grupo, pero en el primer partido frente a los alemanes, salta la sorpresa y vencen por 1-2, anotando el primer gol un tal Rabah Madjer. Posteriormente un vergonzoso apaño entre alemanes y austriacos dejan fuera de la segunda fase a Argelia.

27 Mayo 1987. Final Copa Europa entre Oporto y Bayern Munich, en el Práter vienés. Se adelantan los bávaros, pero en el minuto 79, Rabah Madjer, ya considerado como uno de los mejores jugadores de Europa, bate al mítico Pfaff con un histórico gol de tacón que sirve para empatar la final. Dos minutos después, el Oporto logra el definitivo 2-1 con el que ganan su primera copa de Europa.

13 Diciembre 1987. Copa Intercontinental, Tokio. El Porto vence 2-1 a Peñarol en una increíble final jugada bajo una intensísima nevada. Con 1-1 se disputa la prórroga, en la cual Rabah Madjer logra el gol de la victoria con una vaselina desde fuera del área.

Antes de disputarse ésta última final, comienza a correr el rumor que el Valencia quiere hacerse con los servicios de Madjer en calidad de cedido. Veníamos de años muy oscuros, descenso incluido, y sólo el hecho de que un futbolista de talla mundial pudiera recalar por entonces en nuestro equipo me llenaba de ilusión. Por entonces los rumores sí eran antesala de la noticia, no como ahora, que muchos de ellos se alimentan sólo para conseguir contratos suculentos, con las comisiones correspondientes para los agentes.

Recuerdo que seguí al milímetro todas aquellas noticias, principalmente a través de Antena 3 Radio, con nuestro amigo Paco Lloret  informando. Las negociaciones parecían ir por buen camino. Estaba todo hecho, a falta de una única condición: el Oporto dejaría salir a Madjer sólo si se proclamaban campeones intercontinentales.

El 14 de diciembre, un día después de aquella final, jugada de madrugada, me levanté con un solo propósito. Enterarme si el Oporto había ganado aquella final. Sin Internet, sin los periódicos informando, ni por la radio, sin teletexto, ni siquiera llamando a un número de telefónica que existía de información deportiva, pude enterarme del resultado. Había que esperar al programa de Lloret a mediodía en Antena 3 Radio. Y sí, joder, el Oporto había ganado y al 99% Madjer jugaría con nuestra camiseta. Un crack mundial con nuestro escudo en su pecho.

Su debut se produjo el 3 de enero de 1988, contra el Athletic Club. La expectación fue máxima, no recuerdo otra igual. Lleno histórico y recaudación altísima. Todo por el argelino. Y a los 15 minutos, Subi mete un balón en profundidad para que Madjer, rapidísimo, tremendamente veloz, toque el balón con la cabeza adelantándose a Biurrun, en el gol norte. La locura. Sí, luego perdimos, pero aquel equipo no daba para más.

En la media temporada que estuvo, entre lesiones musculares y Ramadán, su rendimiento fue discreto. Tan solo anotó 4 goles en los 14 partidos que disputó. Y al final de temporada regresó al Oporto, club con el que volvió a pisar Mestalla en la noche gloriosa de Fenoll como valencianista con aquel 3-2. Y por cierto, Madjer marcó el primer gol de los portugueses.

Siempre he considerado a Rabah Madjer uno de los grandes. Y gracias a él, aquel mes de Diciembre de 1987, tras una larga travesía por el desierto, lo viví tan ilusionado como un chiquillo.


Jose Miguel Lavarías
Socio Valencia CF
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dilluns, 2 de juliol del 2012

Colarse en Mestalla: un deporte de otros tiempos

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Querido lector, ignoro si conoces al director de cine Tim Burton, e igualmente ignoro si su filmografía te es cercana, tanto como lo es para mí. Viene a cuento este preámbulo porque me parece importante fijar las coordenadas del relato en estos términos. Mi padre es como el personaje encarnado por el magnífico actor británico Albert Finney en la película Big Fish de Tim Burton. Para aquellos que o bien no han visto la película, o no recuerdan sus detalles, apuntaré que Ed Bloom, el personaje que interpreta Finney, es un vulgar comerciante, un viajante, un representante de comercio que, como antídoto contra una gris y nada excitante vida laboral, adorna sus relatos con inverosímiles historias que tienen que ver con los días y semanas que pasa fuera de casa. No desvelaré los recovecos fantásticos y emocionantes de esta historia, pues son innecesarios en lo sucesivo, pero animo a todos aquellos que no hayan visto la película a que la vean.

Cuenta mi padre que cuando la acequia de Mestalla bordeaba el “gol gran”, él y sus hermanos, una suerte de hermanos Dalton del fútbol valenciano, solían colarse por un “forat” que había en un lugar bajo las gradas solo conocido por ellos. Siempre cuenta que una vez los descubrieron y que el policía armada les persiguió hasta obligarles a salir por donde habían entrado. La huida debió ser desesperada pues mi tío Pepe, el hermano mayor, calculó mal sus salto y cayó con sus posaderas y demás osamenta en las turbias aguas de la acequia. La que da nombre al hogar del Valencia C. F.

En las sobremesas navideñas, las pocas en las que mi familia ha sido capaz de comunicarse con cierta naturalidad, siempre aparecían historias de todo tipo y jaez, predominando las futboleras y, entre ellas, las hazañas de mi padre con su panda de enfermos del fútbol. Cuenta que durante los años 60 tenía un amigo, llamado Vaquer, con el que se colaba sistemáticamente. Su técnica, obsoleta en los tiempos que corren, tiempos de tornos y guardias jurados de mirada acerada, consistía en señalar al que iba detrás de él como el depositario de su entrada o abono. No olvidemos que, en aquellos tiempos, los porteros debían recortar a mano el numerito asignado al partido en cuestión. Su técnica le franqueaba el paso y le dejaba el “marrón” al que venía detrás que, ignorante de la que se le venía encima negaba conocer de nada al timador, el cual, ágil de piernas, desaparecía cual Guadiana futbolero entre el gentío.

Con los años mi padre empezó a evitar esos riesgos emocionantes, pero ya innecesarios, sacando un abono y comprando su entrada cuando el partido no estaba incluido en el pase, era día del club o venía un equipo extranjero. Recuerdo con nitidez el partido de Copa de la UEFA en Mestalla contra el Manchester City, el 27 de septiembre de 1972. Mi padre me sacó de casa por sorpresa. ¡Venga que nos vamos a Mestalla! ¿Qué? Sí, que hay un partidazo. Las entradas eran de general de pie en el “gol xicotet”. La asistencia no fue demasiado abundante y desde nuestra posición se veían las localidades de anfiteatro casi vacías. En la media parte mi padre decidió que podía sentarse allí, dado que no había otras personas que las ocuparan. Caminamos por los pasillos y topamos con una puerta metálica que nos impedía el acceso, como no podía ser de otra manera, al anfiteatro. Mi padre aporreó la puerta para que la abrieran y nos permitieran pasar, pero quién la abrió fue un policía armada, un “gris”, para entendernos. Siguió una discusión y la amenaza de ser llevado a comisaría. Mi congoja, que iba en aumento, rompió a llorar. Mi llanto infantil provocó dos efectos: cierta indulgencia por parte del policía, que nos mandó de vuelta por donde habíamos llegado; y una bronca de mi padre por mi falta de hombría. Ese episodio, desagradable sin paliativos, podría haber sido el broche final a ese deporte, mal entendido, de tomarle el pelo a todo el mundo, colándose. Un deporte de otros tiempos. Tiempos de posguerra, necesidad, picardía y el sonido sordo de la radio en los domingos contando las hazañas futbolísticas que otros, en mejor posición económica, sí podían ver.

Si alguna vez las sospechas de que mi padre contaba más trolas que otra cosa pudieron afianzarse en mí, aquellas quedaron totalmente despejadas en una tarde de domingo de 1974. El 1 de diciembre jugó el At. Madrid en Mestalla y mi padre se vio con unos amigos de la playa, con los que jugaba desde hacía años todos los domingos. Valero era uno de ellos. Un tipo con corte de pelo a lo Nino Bravo, altura escasísima y traje de chaqueta al estilo del Doctor Rosado. Valero no tenía entrada y mientras hablaban de cómo eludir el pago de los impuestos, se terció que podía intentar colarse. Dicho y hecho. Con la vieja técnica de apuntar al de atrás, mi padre, y yo como cómplice forzado, nos haríamos los suecos cuando Valero apuntara hacia nosotros como depositarios de su entrada. Tal vez los años pasados oxidaran la habilidad innata de hacer bueno lo imposible, o quizá los nuevos porteros tenía más reflejos que los de los años 50 y 60, pero fuera como fuese, a Valero lo pillaron nada más entrar por la rampa de acceso a tribuna y anfiteatro. Mis nervios se relajaron al ver que Valero era conducido como un vulgar ratero hacia la salida, él que lucía un aspecto inmaculado, con aquella corbata llena de amebas y sus solapas puntiagudas.

Sí. Todo lo que me contaba mi padre, como en la película de Burton, tenía un halo de verdad. Practicante de un deporte extinguido en unos tiempos de incertidumbre y miserias que, ciertamente, cada vez distan menos de aquellos, sigue jactándose de no haber pagado nunca en sus tiempos mozos para entrar en Mestalla. Y yo, fíjate, que no le creo del todo…


Francisco García
Socio del Valencia CF
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