divendres, 28 de setembre del 2018

BITÁCORA DEL CENTENARIO


Jornada 7

ATOTXA ENTRE TINIEBLAS


La Real Sociedad eligió Atotxa para contrarrestar el poder hipnótico de su bahía. Entre el marco incomparable de la Bella Easo y el glamour de su festival de cine, el equipo local se atrincheró en una caja de zapatos para compensar, despistar y anestesiar a los rivales. Esa paradoja de equipo adusto y ferroviario en un entorno privilegiado debía chocarle al visitante que llegaba entre algodones. Cuando despertaba de la ensoñación, el barro ya había pinchado dos veces el esférico y la Real iba por delante en el marcador. Si llovía, el andamiaje de película de terror crecía exponencialmente al paso de los trenes que corrían en paralelo. La combinación de plomo y barro era infalible. Con o sin lluvia, el lodo era una constante, se perfilaba como el jugador número trece de la Real, una Real de altos vuelos, la mejor Real Sociedad de la historia. En el lodazal emergía siempre la puntita nada poética de Satrústegui y sus testarazos al más puro estilo Ansola, su predecesor en la delantera. Todo encajaba. Ormaetxea engrasó un equipo para combatir en la selva tropical, pero también para ganar en campo abierto. Se sostenía sobre los pies de bailarina del excelso López Ufarte, el cerebro privilegiado de Zamora y la contundencia extrema de la zaga. En última instancia siempre quedaba Arkonada, Arkonada y el lodo. A los rivales, el lodo los engullía. Venían de pasear por La Concha y se encontraban con el infierno. Sorprende que nadie haya escrito sobre esa dialéctica: ciudad versus estadio. En pocos lugares la distancia estética era tan evidente como en Donosti. Los goles txuri-urdin eran goles por allanamiento. El murmullo anticipaba el estallido. La pelota entraba llorando, como si las miradas de la grada ejercieran de imán. Las avalanchas de Atotxa eran las más británicas del fútbol hispano. Procedían de un desmayo colectivo. Caían a cámara lenta, como si la moviola dirigiera el orfeón y su puesta en escena. 


En Atotxa el Valencia lo pasaba siempre mal. En 20 años nunca le vi ganar un partido. A lo sumo, algún meritorio empate con goles de Kempes. Un día, Rainer Bonhoff entró en el vestuario llorando. ¿Qué te pasa Rainer? Le preguntó Pepe Vaello. Que me han llamado nazi, contestó desolado el germánico. También Castellanos mantenía un idilio muy particular con la afición blanquiazul. No lo podían ni ver. Lo singular en Castellanos era su mecánica. Era un Madelman articulado. Su juego de codos era similar al de Marchena. Hacía amigos con gran facilidad, sobre todo en el país Vasco. Sin duda, su aspecto de comandante de la guardia civil no le ayudaba mucho. 

En 1996 estuve en San Sebastián. Atotxa llevaba 3 años sin fútbol de primera, pero aún resistía en pie. Por la mañana fuimos a presentarle nuestros respetos. Se disputaba un partido de rugby y pudimos entrar. Sentado en su tribuna lo entendí todo. El espíritu del tío Benito sobrevolaba las gradas vacías. Bajo un aguacero aquello debía poner los pelos de punta. Esa misma tarde, a la hora clásica, el VCF saltó al césped de Anoeta atrapado en su particular pesadilla de Atotxa. A la media hora la Real ya ganaba 3-0. El resultado final no mejoró, 5-2. Fue el año en que los dos partidos contra los donostiarras nos privaron de ganar la liga, la vibrante temporada de Luis Aragonés en el banquillo. Con esos 6 puntos, o incluso con una victoria y un empate, el VCF hubiera sido campeón. 

Durante el otoño de 2008 volví a San Sebastián. La Real estaba en segunda y Atotxa ya era una plaza gris y fría entre tinieblas. Desde el monte Ulía me hice con el plano total de la ciudad. Como hago siempre que estoy lejos de Valencia imaginé tardes locales de fútbol en los años 70’. Esa rareza íntima me ayuda a comprender el rumor lejano de mis días de radio revoloteando en el comedor de casa mientras mi padre organizaba las facturas. A esos viajes lisérgicos de la infancia se lo debo todo: la memoria, la imaginación, la potestad del relato. La tormenta arreciaba y Arkonada emergía entre las arenas movedizas del área pequeña como el gigante de los chicles Super Boomer. Seguro que Aitor Zabaleta también estaba aquella tarde allí, en el viejo Atotxa, bajo la lluvia.

Rafa Lahuerta


BITÁCORA DEL CENTENARIO


Jornada 6

¿PARA QUE SIRVE EL GOL DE FORMENT?

Objetivamente un gol no se celebra en diferido. Su estallido es imperativo, presencial, vinculado al éxtasis del aquí y ahora. He celebrado tantos y en tantos lugares, de mil formas tan distintas y en momentos tan dispares que sin duda podría explicar mi vida a partir de su perfume, del rastro que dejaron. Un gol te cambia la vida. No eres el mismo antes del gol de Baraja al Español que después, como no eres el mismo antes de un viaje que cuando regresas. Todo te transforma y los goles de tu equipo no son una excepción que se pueda tomar a la ligera. Sólo hace falta prestar atención, esperar que el rumor que nos cobija explique quienes somos. En ese tratado antológico del gol que es “Maradona en Humahuaca” Vicent Chilet lo explica mejor que nadie. Es un libro tan bello como hipnótico. Cada gol parece un poema, cada poema explica la tensión de los goles que no vimos pero que nos acompañan. De todos los no vividos, ninguno como el de Forment al Celta el 28 de marzo de 1971. Para mí, en mayúsculas, EL GOL. Un gol que me obligó a bucear, a imaginar, a escuchar, a recrear, a escribir, a pensar, a madurar. No estaba en Mestalla aquella tarde, pero lo mismo da. Estar allí nunca fui mi prioridad. Es mejor asimilar que otros sí estaban, que los míos sí estaban. Elegí ese gol a los 18 años. Comprendí muy pronto la onda expansiva que representaba, lo inmensamente feliz que hizo a mi padre, el escenario en el que se consiguió, las circunstancias, el reflejo que aún brilla en las pupilas de todos los que sí lo vieron y nunca lo olvidarán. Un gol así no se celebra en diferido con una placa y un tuit del mago Ciberche. Un gol así exige otro tratamiento. Por eso decidí que cada 28 de marzo ese gol volviera a suceder. No solo por mí, sino por todos. Y muy especialmente por quienes ni siquiera sabían quién era Forment, ni conocían el impacto de un testarazo que transformó la ansiedad en locura y la locura en festejo. 

Después, cuando di el paso y el propio Forment se presentó en la tribuna de Mestalla a encender la traca supe que tenía razón. Tener razón es algo que me preocupa poco, pero ese día no. La sonrisa de Forment me ayudó a comprender lo esencial. De joven se juega para la gloria, la fama, el dinero, la inmediatez. Pero el fútbol, que parece una patología del puro presente, se juega en realidad en el pasado. Dicen que no tiene memoria, pero es precisamente al revés. El fútbol es sólo memoria. Y los grandes clubs son los que saben proyectar esa memoria en la inestabilidad de la competición, los que tienen un poso y lo hacen visible en cada detalle. Al final, lo que perdura es el reconocimiento afectuoso, la huella que tus acciones dejan en las vidas ajenas, el timbre de gloria y mística que eres capaz de suscitar. No sé si Forment lo sabía, pero creo que ahora lo intuye un poco mejor. En la tarde del 28 de marzo de 1971 le tocó sintetizar un instante único y ahora nos toca a nosotros dotarlo de continuidad y trascendencia. Eso es el fútbol. Consagrarse y trascender. No hay otro argumento.  Para eso sirve el gol de Forment, para explicar el significado de Mestalla y lo que nos convoca, para que Carlos Soler y los futuros Carlos Soler puedan coger la bandera. Todo eso es el gol de Forment. Un gol que sustenta la magia, la valida, la eterniza. Si me pongo un poco pesado con ese instante no es sólo por excentricidad. En una historia de 100 años todo ha pasado ya, pero todo tiene que volver a suceder al mismo tiempo. Es un arco que se tensa. Para que el futuro se llene de goles idénticos hace falta convocar  con devoción al duende del último minuto y todo lo que representa. No estoy enfermo de nostalgia. La nostalgia no es mi tema. Que no os engañen los que no saben distinguir entre memoria y nostalgia. Estoy hambriento de que se le haga justicia a un  hombre y a un club que casi nunca han sabido explicarse y cuyo relato suele ser  ninguneado incluso por aquellos mismos que dicen amar al club por encima de todo. El amor es algo más que una mera proyección verbal. Hay que sustentarlo a diario sin perder de vista lo sustancial: La entrega, la convicción, el carácter, el convencimiento, la lealtad, el respeto a nuestros mejores hombres. Para eso sirve el gol de Forment. Para no desfallecer jamás. Si no lo entiendes, vuelve al principio. Al gol de Forment contra el Celta, al de Montes contra el Levante FC el 20 de mayo de 1923. Es siempre el mismo gol. 

Rafa Lahuerta 

divendres, 21 de setembre del 2018

BITÁCORA DEL CENTENARIO


Jornada 5


OTRA MANTA A CUADROS

(A Miquel Nadal, que vio la manta a cuadros antes que nadie)

La noche más anómala de aquel verano tuvo El Madrigal como epicentro. Todavía era un entrañable campo de 2ªB, con grada de pie en el gol sur y cuatro filas de piedra en el fondo norte. La tribuna sostenía el sopor y la leyenda: abanicos en verano, mantas a cuadros en invierno. Las mujeres que revelaban el mito eran las mismas. Las delataba el pelo cardado, el rojo tímido de sus labios, la voluntad de convertir un partido de fútbol en un evento social que pudiera competir con las meriendas de la Regenta en la sacristía de San Pascual Bailón. Ya sabes: chocolate espeso, torrijas, jarra de agua fría, el eco rural de la moral levítica alimentando rumores. 

El himno del Vilareal era una versión suicida del “Yellow submarine” de los Beatles. Sonaba como el organillo callejero, la cabra, los Camela, la feria en los descampados. Tenía su rollo. Si aquella tarde viajamos a la Plana fue por puro hartazgo estival. Agosto se insinuaba voraz y Valencia estaba desierta. Todos los garitos clandestinos abrían pasadas las tres. Había tiempo de sobra para ir, ver las evoluciones del equipo, volver con ganas de cruzar el río e internarse en el lado oscuro de la ciudad veraniega y turbia, esa gran desconocida. 

Entre bostezo y bostezo comprendí la inutilidad del desplazamiento. El partido fue un quiero y no puedo, un entrenamiento con abanicos. Si no recuerdo mal, hubo empate a cero. Para festejarlo cenamos en un restaurante chino. Por entonces, un restaurante chino en Vilareal era un exotismo. Se percibía claramente en la indumentaria de los comensales y en la sonrisa complaciente del padre de familia, orgulloso de brindarle a los suyos una experiencia étnica inolvidable. En perspectiva, flotaba en el aire la evidencia del futuro chantaje. 

Para nosotros, muchachos del distrito 21 que ya habían leído a Bukowski, un Chino no era noticia. Esa mirada irónica y condescendiente me hizo sentir miserable. Me vi en el verano de 1982 soportando la chufla de los madrileños porque ellos sí tenían Burger King y nosotros no. Al recordarlo, el rollito de primavera se me atragantó. Acepté el desgarro y la penitencia. En algún momento de nuestras vidas todos somos pijos madrileños festejando supuestas carencias ajenas. Nadie lo dice, pero esa estupidez es la modernidad: la falsa creencia de que vivir en New York te hace mejor. 

Tras la cena volvimos a Valencia por la carretera General. Enseguida atisbamos un bar de lucecitas. La curiosidad nos hizo parar. La noche era joven y nadie nos esperaba. Pensé en todas las películas del cine español con toro de Osborne y puticlub de carretera. Hice una lista mental. En esa lista no pude incluir la mejor película del género, aún sin rodar: “Lo que sé de Lola”, de Javier Rebollo. Al entrar comprobamos que ni siquiera era un lupanar, más bien otra cosa. Sonaba una canción antigua de Julio Iglesias, “Abrázame, y no me digas nada, sólo abrázame…”. Entonces, la chica de la barra nos preguntó qué íbamos a tomar. Al verla me estremecí. Parecía Prosinecki con tetas. Yo creo que me “endrogó”. Al menos, esa será mi coartada el día del juicio final: nos “endrogaron” Señor, nos “endrogaron”. Cuando desperté a la mañana siguiente tenía la boca pastosa y una muñeca hinchable a mi lado. La muñeca hinchable también se parecía a Prosinecki. Eran las 9,37 de la mañana y el sol estallaba contra los naranjos de la ruta. Del mar llegaba un flautín de azahar y brea. A duras penas nos recompusimos. De regreso a Valencia nadie habló. Fue media hora de tensa resaca, un atisbo de cuento que algún día escribiré. Dormí hasta pasada la hora de comer. Por la tarde estuve en el cine Xerea, en la calle En Blanch. Al anochecer se fue la luz del tendido eléctrico y la ciudad de agosto volvió al siglo XIX. No había nadie y los callejones de Sant Bult destilaban retazos de nostalgia fluvial. Los excesos de la víspera me invadieron como un mal presagio que no supe adivinar. Un tipo más atento hubiera anticipado con claridad la operación Eichmann que años después Fernando Roig y su hijo, Roig Nogueroles, pusieron en marcha para desactivar a los ultras del Vilareal, pero me faltó perspicacia. Jamás imaginé que un equipo sin tradición se consolidaría en primera. Han pasado casi 25 veranos y no he vuelto por allí. Esos 60 kilómetros se me antojan insalvables. Por si faltara poco, la camarera croata me visita en sueños de vez en cuando. En el momento álgido de la pesadilla, un niño pequeño ataviado de amarillo y cara de Prosinecki adulto me cubre con una manta a cuadros: “para que no te constipes papá”, me susurra al oído. Juraría, pero ya no estoy seguro, que las muñecas hinchables no pueden tener hijos. 

Rafa Lahuerta 

dijous, 13 de setembre del 2018

BITÁCORA DEL CENTENARIO


Jornada 4


LA PARÁBOLA DEL TROMPETILLAS 



A veces tropiezo con El Trompetillas en el cruce de Palleter con Calixto III. No sabría decir si recoge colillas o aspira a la santidad. Merodea de continuo por el barrio de Arrancapins. Son calles amables. Abastos, los colegios de monjas, la casa natalicia de don Pío. En Maestro Palau huele todo el año a azahar. El Trompetillas no. Como tantos héroes anónimos pasea por Valencia fundido en su propio delirio. Parece sacado de la última novela de Kiko Amat, “Antes del huracán”, ese minucioso tratado que bucea en la soledad, la locura, la puta miseria. Desconozco su edad real pero nació adolescente de arrabal y morirá como tal. No tiene escapatoria. Siempre tendrá 13 años y medio, 14 a lo sumo. 

En la década plomiza de los 80’, el Trompetillas entraba en Mestalla con un pase de favor. Se ponía en la última fila de la general de pie del gol norte y hacía sonar todo el rato una vuvuzela prehistórica. En aquella jungla hormonal y juvenil del viejo Yomus, él no parecía uno más. Le delataba el gesto, la dificultad para entablar una conversación, el brillo enloquecido de sus pupilas. No era un hervor lo que le faltaba; era otra cosa. A mí me daba un poco de pena y hacía lo posible por integrarlo. No era factible. 

Todavía hoy, lo primero que hace es preguntarme por el Levi’s, como si la vida se hubiera detenido en 1989 y nada tuviera sentido al margen de sus años en la general de pie. No sé nada de él, le digo, hace siglos que no le veo. Por su expresión deduzco que no me cree. Lo siguiente es pedirme dinero. En ocasiones me gustaría contarle que escribí un cuento donde le inmortalicé, pero desisto enseguida, ¿Para qué? El debate fiction/faction no parece de su incumbencia. Lo suyo es otra cosa: sobrevivir, soñar que vuelve a Mestalla, saber si el Levi’s vive. Ni siquiera me atrevo a recordarle lo que pasó el 24 de mayo de 1986, en el transcurso de un Valencia-Betis de la copa de la liga, con el equipo hundido en segunda división y las secuelas del Cádiz-Betis en la memoria de todos. Seguro que muchos no lo han olvidado. El ambiente, la textura, la atmósfera de clara animadversión. 

Tras eliminar a Conquense y Español nos tocó el rival deseado. La peña quería venganza. Aquel era un Betis muy literario que empezaba con Cervantes en la portería y terminaba en punta con Calderón. Según la rumorología, el argentino Calderón quería ganarle al Cádiz, mientras que Rincón y Cervantes encabezaban la cédula del empate. Ese empate cambió la norma del fútbol español. Desde entonces, las dos últimas jornadas se juegan en horario unificado. El resto, ya lo sabes. 

Al Betis, por tanto, se le esperaba con ganas. Si en el campo de Juan Luis Guerra llovía café, en Mestalla diluviaban naranjas. Para el Trompetillas, sin embargo, la algarada cítrica no bastaba. Ese día apareció en la grada con una bolsa llena de pomos de puerta. Fue un salto patológico que me impactó. Ahí había un loco dispuesto a todo. Como se esperaban incidentes subió un destacamento de la policía nacional a lo más alto de la general de pie. Con el tiempo se convirtió en norma, pero esa noche fue la primera. A pesar de ello, la lluvia de naranjas, huevos y botes fue generalizada cuando Cervantes se acercó a nuestra portería. Por suerte, un agente se percató de la maniobra del Trompetillas, dispuesto a descalabrar al portero del Betis por la vía rápida. Eh chaval, ¿pero qué haces con una bolsa llena de pomos de puerta? Inquirió el madero. Con una naturalidad impropia, el Trompetillas dijo lo que pensaba: ¡¡pos pa que va a ser, pa matar al hijoputa ese que nos ha mandao a segunda!! 

Lo que vino después está en la memoria de bastantes. La policía lo trincó y se lo llevó. Jamás olvidaré su extraña mueca de satisfacción caminando entre la pasma. Era un muchacho feliz, una especie de Lute a este lado del Turia, un preso político por amor al Valencia. Luego, como no podía ser de otra manera por aquellos días, el Betis nos eliminó. Con justicia además. Esa noche comprendí la sutil diferencia entre estar moderadamente pillao o completamente sonao. Una cosa es evidente: El Trompetillas fue el primer expulsado en la historia de Mestalla. Si lo piensas bien, sólo por eso merece ser invitado al Palco vip y que le regalen la camiseta del Centenario. A otros, por mucho menos, les condecoraron con la insignia de oro y brillantes. 

Rafa Lahuerta Yúfera

divendres, 7 de setembre del 2018

PEDJA


Soy perfectamente consciente de lo que supone escribir un artículo evocación de Pedja Mijatovic en su vinculación a Mestalla. Mijatovic es, seguramente, el más grande supervillano de la historia reciente del club. En un tiempo donde aparecen las primeras camisetas nominales, aún hoy, veinticinco años después, todavía asoma por Mestalla alguna camiseta, ya gastada, con el número 8 del montenegrino y una impresión añadida con el nombre del apóstol traidor. 


Asumo esa responsabilidad y toda respuesta a estas líneas que, sólo pretenden, poner en valor para nuestra historia centenaria la trayectoria de un jugador, que antes de villano fue el héroe predilecto de una afición que todavía tuerce el gesto cuando escucha su nombre. 

Recordaremos a nuestro protagonista a través del revelado de algunas instantáneas, esperando ajustar al máximo el tiempo, ya pasado desde aquellos acontecimientos y que debe dar una perspectiva que adecue la temperatura y suavice la agitación. 

Cámara oscura, luz tenue, comencemos. 

Instantánea primera. 

Lentamente aparece en el papel una primera imagen, es la fotografía de un jugador en lo que parece su presentación en el viejo Luis Casanova. Un muchacho en el que destaca un pelo largo y enrevesado con aparente fijador, una nariz del genotipo balcánico, entre aguileña y ganchuda y mirada desafiante. En la imagen intenta controlar el balón que vuela por el aire en filigrana ante una grada de Mestalla semidesértica con, apenas, algunos muchachos transeúntes que se han asomado a la curiosidad de ver la puerta del viejo estadio abierta. 

Su nombre es Pedrag (Pedja) Mijatovic y es uno de los nuevos fichajes para la temporada 1993-94. Su origen será durante mucho tiempo “yugoslavo” aunque los más cultos del lugar, atendiendo a la dramática situación de su lugar de origen se apresuran a precisar que es Montenegrino. Su origen es un club de Belgrado pero no el rutilante y reciente campeón europeo Estrella Roja sino el llamado Partizan. Su coste no es de ganga, 350 millones de pesetas es dinero importante para un jugador del cual se desconoce absolutamente todo y que incluso parece difícil su presencia en el once titular. Su aval es Pasieguito, con los antecedentes del bueno de Pasiego, muchos han dado crédito a su contratación pero parece una apuesta menor, un nombre anónimo más, si acaso por la peculiaridad balcánica, no tan habitual en aquellos tiempos en el Valencia… ja vorem. 

Pronto la fotografía adquiere color. En tiempos dónde, de muchos partidos, sólo se conoce la crónica del diario posterior, comienza a correr boca a boca una evidencia: Ese “tal Mijatovic” es muy bueno, corre, pelea y es un puñal inesperada, mete goles, muchos, de todas las formas y es… imparable. 

Imparable. 

Instantánea segunda. 

Poco a poco, en la noche de un estadio centroeuropeo, en Alemania seguramente, aparece un equipo vestido de azul muy oscuro y pantalón blanco. El Valencia europeo. 

Mijatovic era imparable y pronto lo había demostrado ante su afición y en una Europa que comenzaba a conocer cómo se las gastaba el montenegrino. 

Goles de todas las formas, electricidad, liderazgo… y un Valencia que parecía florecer: Los Fernando, Quique, Penev y compañía habían encontrado en aquel 8 el percutor que necesitaban para atemorizar el mundo. 

Con Hiddink al mando aquel Valencia jugaba de manera espectacular. La primera eliminatoria del curso europeo había sido finiquitada, con Pedja en modo estelar, ante el evocador Nantes de un tal Pedrós, de origen valenciano. Y en la ida ante el aparentemente débil Karlsrhue (“Un Osasuna” alguien dijo) parecía que el equipo, líder por aquel entonces en liga, iba a cabalgar con igual éxito por los campos europeos. 

Si. En la foto de aquella noche está, grabado para la historia, Pedja Mijatovic. 

Creímos que con Pedja en el campo éramos invencibles, que el momento de por fin, volver a levantar trofeos era inminente… Nos equivocamos. 

Instantánea tercera. 

Por un momento la imagen parece borrosa y errada pero no lo es, es la lluvia la que distorsiona la imagen. 

Lo que algunos creían primavera, era en realidad un tiempo cambiante y desquiciante que llenó de espejismos el imaginario colectivo de Mestalla. 

Pero Pedja seguía, como una constante, tirando del carro. Menos goles en esta segunda temporada pero el 8 seguía siendo la pesadilla de los rivales de aquel equipo. La liga había discurrido desapacible y gris, como si avisase de la tormenta, esta vez real, que se avecinaba en aquella tarde que, sin embargo, comenzó bajo un sol de justicia en Madrid. 

El once de aquella final guarda nombres evocadores. Zubizarreta, Penev, Fernando, Mijatovic… pocos imaginaban que una de las (Discutidas en su política) lonas legendarias que décadas después adornarían la fachada de tribuna de Mestalla, iba a ser asignada con, total merecimiento, al joven y rubio lateral derecho por aquel entonces y que todos consideraban jugador anónimo e intrascendente… pero ésa es otra historia. 

Bajo la lluvia, los jugadores corren extasiados, al frente de ellos Mijatovic abre sus brazos con su gesto de triunfo habitual, puños cerrados, chicle y mirada de depredador mientras se lanza al césped mojado para celebrar el gol que empata aquella final copera. Un golazo de falta. El éxtasis ché en las gradas del Bernabéu. 

Creímos que era inminente…nos volvimos a equivocar. 

Instantánea cuarta. 

Pantaloneta negra; aquella tercera temporada de Mijatovic se recordará por el Sabio que moraba en el banquillo del Valencia. También los jugadores creyeron que era inminente. Creyeron y por muy poco se equivocaron, aunque ésta vez, fue lo de menos, el camino mereció la pena. 

El Valencia ha arrasado al FC Barcelona y aparece ante el mundo como la supernova que pone en peligro el título del At. de Madrid. De hecho, en su visita al Calderón, los blanquinegros demostrarán quien ha sido, realmente, el mejor equipo de la segunda vuelta de aquella temporada. 

No, aquel Valencia no aparecerá en lo alto del cuadro de honor, tampoco lo hará Mijatovic, superado, paradojas, por su ex compañero Pizzi en la tabla de goleadores. 

Pero Mijatovic se convertirá en la súper estrella de aquella temporada. Imparable, demoledor… su chicle, su pelo largo, desordenado pese a la gomina y sus brazos abiertos son fotografía constante en la prensa del lunes donde, sus compañeros se han convertido en escuadra temible y amenazante. Luis, con su chándal en el banquillo, contempla su obra… una de las mejores del viejo sabio. 

La foto ya está plenamente revelada: Mijatovic levanta sus ojos al cielo con gesto de sorpresa e impresión mientras su boca muestra una mueca de felicidad y sorpresa, el cuello ladeado y el gesto de impresión por el ruido, atronador, que se intuye en la instantánea, de un Mestalla a sus pies. 

Es una de las ovaciones más impresionantes que se recuerdan el estadio Ché. Mijatovic es el héroe absoluto, ni tan siquiera Pedja espera un aplauso y unos vítores tan atronadores. 

Pedja es el héroe, el elegido. 

Instantánea final. (No válida). 

La réflex que inmortaliza el tiempo ha fallado en este último disparo, parece que se ha encasquillado. 

El carrete no parece haber corrido lo suficiente y se han agolpado, en una misma instantánea, varias imágenes que pierden su nitidez por su sobre-exposición. 

Una noche en la agrupación de Peñas, un Rolex de oro, unas camisetas de aficionadas rasgadas y sobreimpresas, Mijatovic en Mestalla de azul y de morado, el propio Pedja en un acto de centenario pero del otro equipo de la ciudad… Imágenes borrosas, sueltas, distorsionadas. 

De un accidente. 

De una traición. 

Creo que finalmente voy a contemplar con calma las primeras cuatro imágenes, a ellas el tiempo se va encargando, poco a poco, de poner en su sitio. Hay muchas más, siempre que contengan el escudo de Valencia en el pecho, son fotos de un héroe, un futbolista extraordinario, anárquico y diferencial, voraz e imparable, una supernova que iluminó una noche tenue y salpicó con su brillo a otras estrellas que buscaban su lugar en el firmamento. 

Me quedo, en éste centenario con ése Pedja, el de la foto de su casi anónima presentación, el de los goles desde el centro del campo, el de los puños cerrados y el chicle, el de la cara de sorpresa, como la de un niño ante la ovación de Mestalla. 

Sí me quedo con ese Pedja; el de después no me interesa. Seguramente la traición es incurable y nunca se podrán cerrar las heridas de aquellos días, luego semanas y meses y al final años en la que todo, absolutamente todo, se hizo y se dijo mal. 

Me quedo con el Pedja héroe que nos hizo soñar y olvido a la caricatura súper-villanesca en la que se convirtió después. 

Y recuerdo, ahora que el escudo del murciélago cumple cien años que, durante tres años, un montenegrino atravesó, como un rayo, el césped de Mestalla. Eso no quiero olvidarlo porque es también parte de nuestra historia, que el tiempo, que todo lo puede, tal vez algún día, coloque en su lugar. 

Sergi Calvo 
Socio y Accionista del Valencia CF