divendres, 28 de novembre del 2008

Banqueta visitant. Real Betis Balompié

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Verde que te quiero verde
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Foto: Penya Valencianista Ciberche

Aviso para navegantes: no esperen chistes, ni sevillanas, ni tampoco una faena de Curro Romero. Soy un bético sin pedigrée, nacido y educado en pleno Ensanche de Valencia. Un bético sin gracia. El rarito de turno. Un bético de L'Horta para romper con todos los tópicos del viva er beti manque pierda.

La culpa la tuvo Esnaola, o peor aún, el televisor Telefunken en color que mi padre compró en la primavera del 77. Nuestra primera tele en color. Yo tenía 9 años y me enamoré del verdiblanco, del pelucón de Megido, de aquella final única entre Iríbar y Esnaola. Esa noche descubrí que el cesped era verde de verdad. Verde que te quiero verde. Y que era posible ser de un equipo con una camiseta original y distinta. La primera final de la copa del rey. Un día histórico.

Claro que en 1977 yo no sabía donde me metía. Que más da. Sólo tardé un año en descubrirlo. 12 meses después de aquella noche mágica el Betis firmó su sentencia de muerte precisamente al lado de casa, en el Luis Casanova. Fue la primera vez que estuve en Mestalla y también la primera que ví en directo al Betis. Mi Betis güeno. Ganó el VCF 4-2 y un tal Kempes jugó su último partido en Valencia antes de irse a la Argentina para consagrarse como máximo goleador del Mundial. Recuerdo que llovió bastante. Y también que mi padre, granota de salón, maldecía en silencio verse en la obligación de ir a Mestalla en calidad de padre de un bético. A la semana siguiente, el Betis bajó a segunda.

Después seguí siendo del Betis. Que remedio. Siempre llevaba medias verdes en los partidos del colegio y en primero de BUP me hicieron el ser más feliz del mundo: ponerme en la "D". Que en lenguaje marianista significa llevar camiseta verde en Deporte. Con las medias a juego el Betis empezó a jugar bastante bien al fútbol. Gordillo, Calderón, Poli Rincón, el inglés Peter Barnes. Un día le metimos 5 al Athletic de Clemente en mi debut en Heliópolis. 1982-83. Y al poco, enlacé 3 victorias seguidas en Mestalla. 84-85, 85-86 y en copa de la liga del 86, con el Valencia ya descendido.

Pero como todo parece volver, en junio de 1989 el Betis volvió a escoger Mestalla para despeñarse de nuevo. Y en la penúltima jornada de aquella liga perdimos 3-0 y nos fuimos a segunda vía promoción. Fue una noche de sábado muy del país. Casi veraniega, llena de color y buenos augurios. Ese día tuve la extraña sensación de que hubiera sido más feliz pudiendo ir más a menudo al fútbol. Cumpliendo, en definitiva, el ritual casi cotidiano de acudir cada dos semanas a ver a tu equipo. Pero para entonces ya había leído "La Marcha verde" un par de veces y el Betis formaba parte de mi ADN.

De alguna manera, ser del Betis en Valencia ha sido para mi una forma de aceptar el peso de las anécdotas en mi propia vida. De aquella televisión en color que mi padre compró en 1977 a esta inesperada participación en un blog amigo han pasado más de 30 años. Por el camino se quedaron aquellas medias verdes con las que me creía Cardeñosa y muchas visitas clandestinas a Mestalla cada temporada. El destino, que es caprichoso, me ha convertido en padre de un xotito. Un niño de 9 años que sueña con ser Villa. Ni siquiera la final de copa de 2005 contra Osasuna me sirvió de argumento. Se parece a su madre. Y yo, verde que te quiero verde, quizás lo prefiera así. Con un excéntrico en la familia es suficiente.

pd; Gracias a este blog es la primera vez que de manera más o menos pública he podido contar mi vida de bético en Valencia. Con Mestalla de trasfondo, ese campo que veía cada mañana camino del colegio... y del que nunca supe que decir.

Victor Almunia Seguí
Seguidor del Real Betis Balompié
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dimecres, 26 de novembre del 2008

Folklore local

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Más de una vez he escuchado teorías anónimas y más bien improvisadas sobre la posibilidad de que el pueblo de Mestalla suponga una extrapolación a pequeña escala de la sociedad valenciana. Ante la complejidad de tal sentencia me planteo una empresa más modesta y no exenta tampoco de prejuicios como es la de repasar en un texto de tono desenfadado algunas circunstancias y personas que, merced a sus peculiaridades, le confieren a nuestro estadio un toque pintoresco con ciertas raíces autóctonas.

Dice el proverbio que lo importante no es llegar sino mantenerse. Algo parecido le ocurrió a Súper-Rat, aquel genuino murciélago antropomorfo, un ser rojo y verde mimetizado con la antigua cabecera de Súper Deporte y cuyos genitales rebosaban en su ceñido disfraz. Correteaba por el césped con una bufanda del Valencia en plena competencia con Goli, aquella mascota de la LNFP que se asemejaba a un perro disfrazado con la camiseta del Burgos. Para el recuerdo quedó su plasmación en una impersonal bufanda azul del VCF, pero nunca podrá hacer sombra a Súper-Rat en el imaginario colectivo de la parroquia valencianista. Cuentan algunos lugareños que en las noches gélidas de invierno aún se puede escuchar retumbar en las galerías del fondo sur como un alarido la vieja cantinela “Súper-Rat, Súper-Rat sube al Gol Gran y mamánosla!”.

A nuestro amigo le tocó vivir una época difícil e igual que en los casos de Parreira (el ordenador portátil de Moraci Santana daría también para un análisis concienzudo) o Aristizábal fue víctima de los resultados y se prescindió de sus servicios. La directiva de Cortés lo sustituyó por un monstruo de aspecto simpático y pupilas dilatadas a lo Coto Matamoros. Después de unos inicios titubeantes en los que algunos niños sollozaban cuando los cogía en brazos antes de la ilusionante foto con sus ídolos la mascota se ha consolidado entre nosotros, en parte debido a que la persona que le da el alma es un auténtico fenómeno. Como curiosidad, también se dedica a dirigir visitas guiadas por el viejo Mestalla a colegios y visitantes diversos.

En este inventario de moradores de Mestalla toca detenernos en la figura del Papi. Las actuaciones de este cachondo integral en la línea de la tradición más valenciana se hicieron populares desde las primeras filas de Tribuna durante los noventa, acompañado de una muñeca hinchable o un oso panda de peluche convenientemente ataviados con la elástica valencianista y con el Séptimo de Caballería sonando por su megáfono como banda sonora. El Papi encontró su lugar más entrañable en la Ciudad Deportiva, donde regenta con tino la cafetería y el bar del estadio. Doy fe de que sigue en plena forma, aportando la alegría que le caracteriza a los encuentros del Mestalleta, aunque a través de sus gafas de Mahoney se atisba una retirada cercana en el horizonte.

Los gemelos de Rafelbunyol también constituyen un referente en el marco del Hall of Fame del valencianismo. Fanáticos seguidores del club de sus amores, sus chándales de la campaña 95-96 y las toallas del VCF que han paseado por medio mundo nunca pasarán de moda. Siempre se dejaron notar más en los desplazamientos que en Mestalla y resulta inolvidable la imagen de ambos subidos a la valla del Carlos Belmonte en la semifinal copera de 1995. Un ejemplo que muestra la percepción del fútbol en la vida de los gemelos lo encontramos recordando cuando uno de ellos declaró orgullosamente en prime time ante las cámaras de TVE que se separaba de su mujer porque no le dejaba ir al Mundial de Estados Unidos. Quizás la presencia del paisano Camarasa justificaba tal afrenta.

Aunque tengan una visualización proyectada a lo largo y ancho de la piel de toro no se puede soslayar en este texto a Manolo el del Bombo y al sujeto que realiza malabarismos con un palo y un balón. El primero es un caso demostrativo de la buena acogida que estas tierras han dado siempre a los aragoneses, aunque en las relaciones políticas bajen las aguas revueltas. De hecho, en la final de la Recopa de 1980 se puede ver a Manolo entre la hinchada valencianista con inscripciones en su bombo de apoyo al Huesca y al Zaragoza. Huelga decir que su bar es un auténtico museo del fútbol hispano y que sus paredes están repletas de cómicas fotos en las que destacan las de ingleses ebrios en las situaciones más variopintas. Aún recuerdo en el VCF-Liverpool de la Copa de la UEFA 98-99 la aparición de Manolo sobre el césped antes del inicio del partido besando el centro del campo con su bombo a cuestas y saltándose todo el rígido protocolo de la UEFA. Ese mismo día pude ver estallar quizás la última traca de Mestalla, la tiraron en la misma banda por la que discurría el juego en esos momentos (enfrente de tribuna) como celebración al gol de Claudio López que nos ponía por delante en la eliminatoria.

Al tipo que ejecuta los malabarismos con el esférico y el palo lo tenía más visto por Son Moix, aunque también suele venir por Mestalla habitualmente. Su destreza en el manejo del balón sólo es comparable a su habilidad para localizar cámaras de televisión que puedan filmar sus actuaciones.

No me he olvidado del hombre que cada 15 días apura un caliqueño mientras cumple con su jornada laboral en Mestalla a ritmo de pasodoble, pero su vida y milagros están revisados y ampliados por competentes hagiógrafos y amenazan con actualizarse de continuo.

A pesar de que prácticamente no le dio tiempo a pisar nuestro estadio como futbolista, no quería dejar sin su merecido espacio en este relato a Sabin Ilie (el hermano bueno). Por circunstancias de la adolescencia estuve presente como ocioso de la vida en su presentación. Aunque los cronistas más reputados no lo constatarán en sus anales, después de los tediosos toques e instantáneas de rigor y como culminación a tan solemne acto, al delantero rumano se le ocurrió que podía encarar la portería del fondo norte con el esférico en los pies emulando a Kempes, proceso que inició alentado por el rumor expectante de los allí congregados. Pues bien, al llegar al borde del área Sabin disparó un trallazo que fue a parar a la General de Pie ante la estupefacción de la parroquia y la cara de sorna del orondo atacante. Siempre nos quedaremos con la duda de la intencionalidad de Sabin Ilie, pero quizás eso sea lo bonito de la historia.

Antes de concluir este acopio de personajes y situaciones que también han contribuido a dotar a Mestalla de un carácter único, quería despedirme recordando en un breve anexo, esté donde esté, a Violín, personaje secundario y de fama efímera en el programa Amunt València (sólo superado por el Tele Xut vertebrador) y haciendo mención al que podría ser himno por excelencia de este artículo: El València ha fet un gol, de Juan Ramón.

Toda esta galería de personas y circunstancias un tanto excéntricas también forman parte de la historia de nuestro club y así quería reivindicarlo en el texto. No en vano nuestro estadio presenta una fisonomía irregular, caótica, sumamente vertical, improvisada y muy valenciana en esencia. Cómo no vamos a hacer un hueco para el anecdotario y la excentricidad en el marco de un estadio que quizás sea el único del mundo que nunca ha utilizado una de sus gradas en partido oficial.

Hasta para eso será Mestalla siempre especial!


Simón Alegre
Socio del Valencia CF
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dilluns, 24 de novembre del 2008

El espíritu de Cesáreo

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Cuando el fútbol todavía era en blanco y negro debuté en Mestalla. Veníamos de perder tres Copas del Generalísimo seguidas y entrábamos en una de esas etapas de travesía por el desierto que esta vez duró poco. Debutaba Salif Keita y mi tío Jose me llevó a la primera fila de tribuna. Increíblemente, el terreno de juego resultó ser verde, contradiciendo lo que la tele de entonces nos decía. Si la memoria no me falla, Keita marcó, pero el Valencia perdió, contra el Real Madrid. Mucho mejor. La estética perdedora siempre ha resultado más atractiva que el barroquismo ganador con que nos adornamos por esta parte del Mediterráneo.

Era sábado por la noche y previamente habíamos pasado por la barra semicircular de Balanzá, donde se servía la mejor pataqueta de tortilla de patatas de toda la ciudad, regada con Coca Cola en mi caso y un par de cervezas en el de mi tío. Y desde la esquina de Ruzafa (Calvo Sotelo en aquel año) con la plaza del Ayuntamiento (del Caudillo), andando hasta el Luis Casanova, presidente que no tuve el gusto de conocer pero que daba nombre al estadio porque, al parecer, lo había hecho muy bien y había ganado algún que otro título. Mucho después llegaron los Pedro Soler, Juan Cortés, Jaime Villalonga... ¿O eran Paco Ortí, Bautista Soriano...? Perdonadme pero me estoy haciendo un lío. Llegaron para quedarse, ofrendar nuevas glorias a España y engrandecer al Valencia. Merecedores todos ellos de un estadio que lleve su nombre, sin duda alguna.

A lo que iba. Noche de fútbol en Mestalla, silla de enea en la tribuna, el vendedor de bombón helado que pasa voceando el género, el niño que pide el helado y el descanso que llega. Y con él, un ritual, una liturgia, un momento inolvidable. No recuerdo si eran 8, 10 o 12 veces, pero esa cantinela de “Pollos asados Casa Cesáreo”, era pura magia. Qué maestría, qué estilo. Sin inmutarse, sin cambiar el tono, una y otra vez, “Pollos asados Casa Cesáreo”, y otra, y otra, y otra... Luego venían los anuncios de “Armería La Diana”, y el de “Comerá y cenará en la Peeeeeee-pica”, así, estirando la e hasta el infinito. Qué maravilla, qué delicia.

¿Qué fue de Casa Cesáreo? Emplazada en la calle Játiva, formaba parte no de una milla de oro al estilo de la actual Poeta Querol, sino de la milla de la fritanga, del olor a aceite recalentado, del calamar indescifrable, de la patata brava de goma. Pocas calles tan valencianas como Játiva, en aquellos tiempos provincianos en que la ciudad era lo que era y no lo que quería ser, antes de pretender emular a Montecarlo, aunque sin Carolina ni Estefanía, que siempre ha habido clases, aunque aquí tenemos a Rosita Amores, que no es moco de pavo si bien tiene menos glamour.

Tengo que confesarlo: no llegué a probar los pollos asados de Casa Cesáreo, pero no os preocupéis por mi, no sufro ningún tipo de trauma por ello, ni por la derrota en mi debut, ni por tardar 31 años en volver a ganar una Liga, ni por el casi descenso, ni por el descenso consumado, ni por el 1-5 contra el Nápoles, ni por el 7-0 de Karlsruhe, ni por la final contra el Dépor... ¿Sigo? No, todo eso imprime carácter. Llevo peor la desaparición de los iconos urbanos, aún me duele que Balanza se convirtiera en un local de maquinitas (no he vuelto a entrar), que en lugar de Barrachina exista ahora una franquicia de bocatas precocinados, que se cerrara aquel Pon Café que tenía un cartel en su cristalera recomendando sus espléndidas torrijas, que cerraran librerías como Maraguat o Bello... Tal vez por eso, por puro romanticismo trufado de nostalgia cuarentona, me he resistido a la desaparición de Mestalla y a la construcción de un nuevo estadio en el que lo que se enseña, lo que importa, es lo de fuera, la fachada, cuando lo realmente interesante de un estadio es el interior, las gradas y el terreno de juego. Tal vez por eso o tal vez porque me da miedo que a los Villasoler, Ortimorera, Roigcortés les sustituya un Voroshilov o un Yurakov cualquiera, o un Mei-Ling, que igual puede ser el nombre de un restaurante chino de Tres Forques que el de un empresario comunista de Shangai dispuesto a comprar el Valencia CF. Aunque, por otra parte, ¿qué más me da Ling que Villalonga si Cesáreo ya no se anuncia en Mestalla?

Pd. El otro día, pasando con el 71 desde la calle Cuenca camino de la plaza de España vi un bar Cesáreo. ¿Será él? Tal vez, sólo tal vez, aún haya esperanza...


Pablo Salazar
Socio del Valencia CF
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divendres, 21 de novembre del 2008

De Mestalla al Maracaná yugoslavo

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Tengo la impresión de que las diferentes ubicaciones que he ocupado en la grada de Mestalla delimitan períodos de mi vida, amigos y experiencias. En la década de los sesenta era asiduo de la General de Pie grada alta, “donde las banderas”. Al finalizar los años sesenta y a principio de los setenta frecuentaba la zona del marcador Dardo. Sin embargo, la antigua general de pie de la grada de la mar resultaba más sugerente. Tener cerca las banderas, asomarse en lo más alto del campo y contemplar la impresionante panorámica que se perdía entre los Poblados Marítimos y el Mediterráneo hicieron que se convirtiera en el lugar habitual. Prefería llegar pronto y colocarme cerca de la medianera que se prolongaba con la línea de mitad del terreno de juego, lejos de los vomitorios. Nos sentábamos en el cemento hasta que el empuje de la gente que iba llegando obligaba a levantarse; en ocasiones la megafonía con una inconfundible voz, nos recordaba que la general era para estar de pie. Allí, una noche de Abril, canté la Tarara al Real Madrid en una eliminatoria copera ante el Mestalla C.D. que ganó 2-1. Una fiesta inolvidable.

Son pocos los recuerdos negros que guardo de Mestalla, al margen de las derrotas del equipo o el descenso a Segunda pero nunca olvidaré un partido de la Copa de Ferias contra el Estrella Roja de Belgrado.

La Copa de Ferias ha sido una competición estimada por nuestro equipo, que le dio prestigio internacional al ganarla en dos ocasiones. Decir Estrella Roja de Belgrado es hablar de uno de los mejores equipos de Europa de aquellos años. En Octubre de 1966 tras eliminar al Núremberg, el Valencia quedaba emparejado para disputar la siguiente eliminatoria con el poderoso equipo yugoslavo. La expectación era máxima. La prensa local informaba de la fortaleza y las figuras del rival. Mi recién estrenado 3º de Bachiller empezaba hacer agua. Aquel nombre, Estrella Roja, absorbía todo mi seso. Fui muy pronto al campo. Accedí por el vomitorio y tras bajar algo la grada me acomodé en la valla metálica que separaba la general de la numerada. No era un sitio que habitualmente ocupase, pero debí pensar que estaba cerca de la salida, en primera fila y apoyado. El ambiente era el habitual de las grandes citas; por momentos se palpaba en el ambiente que la noche haría historia.

Se inició el partido. Comenzó la pesadilla. Desde mi posición observaba como los accesos a los vomitorios de la General de Pie del Gol Gran estaban colapsados. El público quería acceder como fuera para ver el partido. Muy pronto empecé a notar en mis carnes el empuje de los que querían entrar por el vomitorio a escasos metros de donde me encontraba. Su fuerza me aplastaba sobre la valla que se clavaba en mi cuerpo. Mis frágiles brazos intentaban contraponer el impulso que me apretaba contra aquella barrera metálica. Mis protestas no sirvieron para mucho. Algunas personas que estaban detrás intentaban contrarrestar la presión. Por momentos creí que no lo iba a contar. Cada jugada de peligro del Valencia suponía una ola fatídica de aprisionamiento. Ante mis súplicas, la gente de alrededor se hizo eco, pero no hubo manera de parar la avalancha. No había forma de escapar, ni tan siquiera la opción de retroceder. Allí no había nadie que controlara la situación. Mientras, los Claramunt, Waldo, Mestre etc. realizaban un gran partido; las ocasiones se sucedían y el portero yugoslavo lo paraba todo. Y marcó Ansola el 1-0 definitivo. Al finalizar el partido, un hombre que había detrás me dijo: “Chaval, si no llego a poner mis brazos en la valla te hubieran aplastado”. Y que lo diga, pensé. Le di las gracias.

Tiempo más tarde supe que aquel famoso equipo rojo, tenía un estadio donde cabían 110.000 personas de pie, el pequeño Maracaná. Un gran campo dónde el Valencia eliminó de forma brillante al anfitrión con dos goles de Waldo. Años mas tarde, en ese mismo equipo jugaron M. Belodedici y N. Zigic.

De aquella noche infernal saqué dos enseñanzas: nunca más me ubicaría en la entrada a un vomitorio cerca de la valla y supe que el aforo de Mestalla, por arte de magia, también podía convertirse en ocasiones en un pequeño Maracaná de muerte.


Alfredo Cardona
Socio del Valencia CF
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dimecres, 19 de novembre del 2008

El día que fui alguien

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Article publicat a la pàgina web www.checheche.net arran la visita d'un dels seus integrants a la Llotja VIP de Mestalla al partit València CF - RCD Mallorca disputat el 21 de desembre de 2005.

Fotografia: José Chavero.

En el caso de los caballeros es aconsejable chaqueta y corbata”, reza la invitación. No importa. Ese maldito disfraz lo llevo a diario por obligación, así que para allá me dirijo con mi invitación.

La llegada:

Puerta principal en el centro de la fachada del recinto. Tras superar el pasillo de cordón azul sobre postes oro, un tipo encorbatado con minglanillo en la oreja da el visto bueno a mi invitación y a mi vestimenta. Presto subo las escaleras, al final de las cuales una enorme puerta de maderas nobles me franquea el paso. Sólo el paso del cordón azul sobre postes oro ya hace que empiece a sentirme alguien en esta ciudad.

Entro en una gran sala ¡¡¡con calefacción!!!. Junto a las paredes, largas mesas exponen diversos canapés (-Sr. Presidente, el jamón de pato estaba un poco correoso-). Cuando fijo la mirada en unos apetitosos minibocadillos de morcilla una cara conocida y triste cruza por delante, se trata de Marco Di Vaio (-bonito pendiente, ¿dónde dejó su corbata?-). Deambulo por la estancia y no veo más que caras conocidas, trajes y relojes caros y pelos engominados. Entre canapé y canapé se escuchan frases del tipo "veré lo que puedo hacer", “esa opción de compra no me pareció suficiente…” o “llámame al despacho mañana…”. Pedro Cortés luce su envidiable pelo (¿productos “Enri” tal vez?) mientras reparte falsas sonrisas por doquier. En las diversas tertulias hay otros personajes, como Soler padre…

Ya me he tomado un par de frías cervezas de barril (-¿zona libre de las restricciones al alcohol en los estadios?-) y busco el baño. Es en el piso de arriba. ¡¡¡Por Dios!!! ¡¡¡auténtico parquet!!!. ¡¡¡Para ir al baño hay piso de parquet!!!. Incrédulo abro la puerta. Estoy preparado para encontrarlo limpio (cosa imposible en otras zonas del estadio), incluso para lavarme las manos en un lavabo de diseño… para lo que no estoy preparado es para secármelas con una auténtica toalla de rizo (-digo yo si las traerá Caneira de Portugal-). Disfruto el momento y pienso que ya tengo un nombre en la vida valenciana…

Se acerca la hora del encuentro y acudo a mi localidad: asientos ¡¡¡cómodos y con reposamanos!!!, suelo aislante ¡¡¡y limpio!!!. Acudo a una de las muchas morenazas que atienden a los asistentes (-apuntad que al Jefe de Recursos Humanos la gustan morenas-). Me asignan mi localidad y ... he aquí lo mejor. A mi derecha en la fila anterior a la mía tengo al presi con su pantalla de plasma (-digo yo si con el nuevo estadio nos pondrán una pantalla de plasma a cada uno-). Cada vez me siento más importante en la sociedad valenciana. A este paso me entrevistará Julio Tormo…

Los personajes:

Vayamos con la fila justo delante de la mía: Delante de mí el ínclito Barrachina, a su derecha el sr. Lucas, a la derecha de éste el ladrillopresi, y después el presi del Mallorca. A la izquierda de Barrachina el concejal Domínguez, y a su derecha otro concejal cuyo nombre no recuerdo.

Mi fila: Un par de asientos a mi izquierda el Sr. Subirats muy interesado por su móvil. Entre él y yo un señor que no sé quién era pero parecía muy importante y la persona que me invitó. A mi izquierda asiento vacío, después un, según me dicen, alto cargo de Hacienda; a su lado un directivo italiano (-Sr. Cicchella, llega usted tarde-).

Si miro a mi alrededor veo más caras conocidas: Di Vaio, Curro Torres, Carboni… el conseller Blasco, algún político más que conozco de cara pero cuyo nombre no recuerdo, Ángel Casero (que se abraza con el concejal cuyo nombre no recuerdo pero creo que lo es o fue de Deportes), y algunos más personajes conocidos que ahora mismo olvido. Los que no conozco son gente variopinta y dispar… unos llevan trajes caros, otros relojes caros, unas abrigos caros, otras joyas caras, unos pelo engominado con raya, otros pelo engominado hacia atrás. Vamos, lo normal de cualquier reunión de amigos de barrio.

Empapado de glamour me dispongo a ver el partido con la ventaja que supone ver las jugadas dudosas repetidas en la tele de plasma del sr. Presidente.

La piedra y ella:

Una gigantesca y fulgorosa piedra se acerca hacia a mí y se aposenta en el asiento vacío de mi derecha. Tengo que cerrar los ojos para que no me deslumbre… (-que manden Scotland Yard a la Torre de Londres, debe faltar allí la Reina de África-). Al poco me apercibo de que hay una mujer a la piedra pegada. Llega tarde la miembro (¿o miembra?) de la directiva. Será porque además de la piedra lleva en sus dedos y muñecas toda la producción sudafricana de diamantes del último año. No para de hablar por su móvil de futura generación (-debe costar casi tanto como la piedra-). En la segunda parte no se sienta a mi lado. Debo de ser poco para su anillo…

La distinción y el glamour empapan todo mi ser. Vivo sin vivir en mí de la emoción…

Conclusión:

Ya me siento realizado. Para ver la repetición de las jugadas tengo que mirar por encima del hombro al Presidente, me he sentado junto al mayor diamante de la tierra, me he codeado con sonrientes políticos, he pasado un rato rodeado de gomina, he bebido cerveza en el estadio, he comido canapés, bellas azafatas morenas me han dirigido sus sonrisas, he pisado parquet, me he secado las manos con una toalla de rizo… hasta me ha sonreído Barrachina. Ya soy alguien, ya tengo nombre en esta ciudad, ya tengo un hueco en la jet-set… ya soy un VIP.

“Los elementos de animación, como bufandas, banderas o similares, no están permitidas en el recinto” dice la invitación. Vale, ya soy un VIP. Pero para ver el fútbol en Mestalla prefiero mi localidad habitual. Basta leer lo que dice la invitación para entenderlo. Y además dudo que vuelvan a invitarme. (23-XII-2005)


Jorge Ramírez
Socio del Valencia CF
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dilluns, 17 de novembre del 2008

Un ático con vistas

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Los desastres urbanísticos suelen ser inmejorables miradores. Pasa con el actual Mestalla, el de la reforma roigista y su anillo inacabado. Lo descubrí en la temporada 2004-05, cuando me auotexilié a lo más alto del Gol Xicotet y me pasé el año prendado de la ciudad más allá del pésimo fútbol que nos brindó el equipo.

Hubo un instante a mitad de la liga en que el verdadero motivo de ir a Mestalla radicaba en aprovecharme de las vistas. A un lado el mar, la leve línea delgada del azul variable. Enfrente la ciudad decimonónica, salpicada de fincas irregulares en mitad de un oceano de antenas y cúpulas. Algunos partidos, anestesiado por el rumbo que tomaban los acontecimientos, los pasé literalmente volcado en el paisaje. Desde la última fila del gol Xicotet, Valencia asumía galones de escenario urbano con entidad propia. Como si de repente la ciudad hubiese reinventado una montaña-mirador en mitad de su solar para ser contemplada desde lo más alto, al albur de las brisas y los vientos.

En los partidos nocturnos el impacto se redoblaba. El mar se intuía por el leve resplandor de algún barco zarpando hacia otras latitudes. El Ensanche eran entonces una sucesión de jardines aéreos enlazados por la potencia de los puntos luminosos. Y hacia la ciudad vieja, el Miguelete emergía como un faro de piedra varado en un puerto de garitos turbios y callejones oscuros.

Pero al margen de las excepcionales vistas disfrutadas, lo sustancial de aquella temporada en las alturas fue la evidencia de asumir la capacidad de Mestalla para generar miradas nuevas sobre la propia ciudad. Miradas no siempre autocomplacientes, pero si capaces de proyectar ideas y debates en torno a los puntos de referencia que han hecho de la miltancia futbolera una máquina de forjar metáforas.

La foto que ilustra este post es una mirada cruzada de lo antes comentado. Intuyo que está hecha desde el Miguelete. Como una piscina de sillas azules emerge la grada de la mar. Es un ensayo fugaz del Mediterráneo. Una prueba inequívoca de la cercanía de Mestalla y su mar. Siempre he maquinado sobre las distancias urbanas y la dificultad para localizar con éxito los parajes míticos de la ciudad en el plano poético de la misma. De alguna manera, esta foto, que ilustra a partes iguales el desastre urbanístico y sus consecuencias menos literarias, es al mismo tiempo un testimonio mágico del imaginario de Mestalla y su variable marítima.

Asumida metafísicamente la certeza fluvial de la acequia de Mestalla, esta foto rompe con ese otro estereotipo que nos alejaba del mar. Y deja en el aire una nueva certeza: no hay en Europa un campo de fútbol con unas vistas similares. Mestalla es, mientras dure, un balcón privilegiado sobre el corazón de la ciudad. Un paisaje único en un mundo donde las tribunas se asoman siempre a muros de hormigón. En cambio, bajo los adoquines de Mestalla sigue estando la playa. Sólo falta el eco de sirenas imaginarias"


Rafael Lahuerta Yúfera
Socio del Valencia CF
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dijous, 13 de novembre del 2008

Banqueta visitant. Real Sporting de Gijón

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Lágrimas en la lluvia
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Entre los hábitos menos saludables de Osvaldo Soriano, estaba el ser hincha de San Lorenzo: un “Cuervo Carasucia”. Y todo niño –no importa si tiene 50 años- que le guste el fútbol, después de encontrarse con su ídolo, lo primero que hace es salir corriendo a contarlo a los amigos. En una carta, Soriano le describe a Eduardo Galeano sus andanzas por un Carrefour; donde antes estaba el estadio del San Lorenzo, en compañía de su héroe de infancia: José Sanfilippo. Entre cabeceras de góndola, quesos, ristras de chorizos y driblando gordas que arrastran carritos, recuerdan un gol a Boca. La pelota acaba entrando por la escuadra, entre las pilas y las hojas de afeitar; mientras los clientes y las cajeras aplauden. “Casi me pongo a llorar”, termina Soriano. Rara vez lo que vemos tiene la fascinación de lo que imaginamos. Y rara virtud la de Soriano: saber cuándo llorar. En la noche del exilio parisino, buscando la solidaridad en la desgracia y la complicidad en el sufrimiento, intentó contarle a su socio y amigo el descenso a segunda del “Ciclón”. Cortázar nunca entendió de qué hablaba.

El gol del Carrefour argentino, viene a cuento de Mestalla. Me explico. Todos tenemos nuestra particular forma de ver el fútbol: personal e intransferible; como las corbatas, el DNI, y la vida. Luego volveré sobre ello.

Después de lo mucho que aquí se ha escrito, y bien, sobre la muerte de Mestalla, no es que ya no sepa uno qué escribir, sino que sabe que poco se puede aportar más a la mística. En tiempos de sátrapas del desierto y mafiosos rusos con dotes precognitivas, resulta hermoso y valiente, darles a los figurantes su verdadero valor en la historia. Parafraseando a Galeano, crecimos creyendo que sólo era un hermoso deporte espectáculo y resulta que también, es un cochino negocio. Y son esas miradas fugaces a nuestros recuerdos, lo que nos anima a seguir enfermos. Porque sólo estando enfermos, se le puede dar el valor que le damos al fútbol en nuestras vidas.

Descartada la mística, por agotada, qué decir –sin ser novelista o tertuliano- de un estadio que no conozco, en una ciudad que apenas intuyo. Podría adoptar el tradicional papel otorgado al pobre en el entierro del rico: plañidera. Va a ser que no. Escribir unas líneas sobre nuestros vínculos (Eloy, Pasieguito, Abelardo, Villa, Zurdi, L. Flores…). Contar algo de nuestra última victoria en Valencia, en la última jornada de liga, con el último gol de L. Enrique, nuestra última UEFA, (0-1; 9/6/91). No haré tal cosa. Podría acogerme a las estadísticas y analizar nuestros partidos en Mestalla. Lloraría yo solo: en treinta y cinco partidos de Liga, ganamos sólo en tres ocasiones. En fin, que cada uno sabe lo suyo, y el equipo visitante juega como le da la gana, o como le dejan. Por mi parte, lágrimas las justas. Ya que estamos, hay algo que ustedes nunca tendrán: al mejor equipo de su historia inmortalizado en una película Óscar.

Y la verdad sea dicha, sin gota de ironía: no creo en la mística de los templos. Ni del Molinón, ni de Anfield, ni La Bombonera, ni siquiera de Wembley. El viejo Wembley, ya se fue. Anfield desaparecerá en el 2011. Tener el más antiguo de España (100 años), le da a uno margen para ciertas licencias. Porque es ley de vida, nada es para siempre y no hay perfume eterno. Siempre he preferido los fieles a los templos y, mientras haya de los primeros, la reafirmación, la comodidad, las aclamaciones y el bienestar de los templos conocidos, son secundarios. Lo único esencial son los recuerdos, el presente y los figurantes. No sé si sobre Mestalla se levantará un hiper o un casino de alguien fugado de “Uno de los nuestros” ¡Qué más da! ¿Acaso importa? Dentro de treinta años le darán la importancia que hoy tiene para los culés el campo de Les Corts: ninguna. Ésa es la verdad: penosa, desfallecedora, casi siempre en contradicción con la realidad felizmente soñada y la imagen que tenemos de nosotros mismos. Pocas cosas más humanas que mentirnos a nosotros mismos y ninguna mentira mayor que afirmemos admirar la verdad.

Vuelvo al inicio, al gol en el hipermercado. A la personal manera de cada uno de ver el fútbol. Mucho se ha escrito, y de diversas maneras, sobre el porqué del fútbol. Desde la antropológica –sustitutivo de la guerra-, hasta la que aporta Valdano: mezcla de darwinismo y expansión de imperios -los mejores de la calle, los mejores del barrio, de la ciudad, del país- . No sé, quizá tengan razón. Creo que todo es más sencillo: una vuelta al partido siempre inacabado, aquel que no terminamos nunca porque nuestra madre nos llamó a cenar. Aquello que escribió Dylan Thomas: “La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque aún no ha tocado el suelo”. Una espera, un rezo, una ilusión para que la pelota nunca baje, para no pensar en que fuimos cumpliendo años y dándonos cuenta que la vida no era tal como habíamos esperado. De que muchos sueños se nos esfumaron. Y, quizá sea lo peor, siendo conscientes de que los únicos culpables fuimos nosotros.

Ya no lo pienso, ya no. Pero como Soriano y Sanfilippo, durante años, mientras los demás veían edificios, yo veía un viejo campo de arena. Allí estaba la pequeña barandilla en la que se apoyaban los espectadores. Aquella, era la banda izquierda, llena de barro hasta los tobillos todo el año. Justo más allá estaba la portería. Y veía aquel gol por la escuadra al pequeño de los Castro, y hubiera dado cualquier cosa por ver a H. celebrarlo como un loco. Ver a H. de nuevo. Con vida.

Termino y no he dicho nada sobre Mestalla. Lástima. Pero no importa. Mientras ustedes recuerden, todo estará bien. Porque ustedes son Mestalla. Carpe diem ches. Carpe diem. Y lo demás, lágrimas en la lluvia.


Miguel A. P.
Hincha del Real Sporting de Gijón





diumenge, 9 de novembre del 2008

¿Por qué vamos a Mestalla?

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No soy muy dado a darle demasiadas vueltas a las cosas, aunque a veces alguna idea diabólica se aposenta en mi cabeza y acabo emulando a sesudos filósofos de tertulia radiofónica barata. Era un partido contra el Athletic Club de Bilbao. Un lunes de esa época en la que Antena 3 emitía un partido con la jornada natural superada. Me costó Dios y ayuda superar el atasco en la pista de Ademuz para entrar en Valencia; tras recoger a mi padre, enfilamos con el coche hacia Mestalla, bajando la Avenida de Burjassot. El tráfico era arena movediza, aquello no iba ni para adelante, ni para atrás. El reloj, incansable, acercaba a nuestras penosas vidas urbanitas el momento en el que el árbitro haría sonar su silbato para señalar el inicio del juego. Faltaban escasos veinticinco minutos y estábamos aún en la calle Málaga. Miré a los ojos a mi padre, y le dije que nos bajáramos, que no había manera de llegar a tiempo en coche. Que el río nos conduciría hasta Mestalla, bordeándolo desde la Escuela de Idiomas hasta los Viveros. Dicho y hecho. Enfilando Micer Mascó, con la luz del campo desbordándose en la noche, pensé. ¡ya sé por qué somos aficionados al fútbol! Hay que tener mucha afición por algo, sea lo que sea, para hacer estos sacrificios. Después de un día completo de trabajo, más una hora y cuarto de atascos, rematábamos el día corriendo por la ciudad para llegar a tiempo al inicio del partido. Un partido que podríamos haber visto tranquilamente en televisión, cómodamente instalados junto a unas papas y una fresca cerveza. Un partido que, encima, no ganamos. De mi descubrimiento semántico pasé a un segundo pensamiento más inquietante. ¿Para qué íbamos al campo? Llevaba casi treinta años haciéndolo y mi padre muchísimos más, y en ningún momento decidimos un partido, ni fuimos protagonistas relevantes. Todo pasaba según un guión no escrito en el que no se nos permitía poner ni una mala coma. Esta incómoda pregunta me rondó la cabeza durante varios días. Nos gusta el fútbol, somos del Valencia, no hay nada como ver un partido en vivo para sentir de verdad lo que significa este deporte, esa pasión inoculada en la infancia… No me satisfacían esas explicaciones, las veía tópicas y demasiado comunes a toda la gente para ser ciertas. Ahondé en mi interior, buscando esos rincones oscuros donde duermen las verdades y encendí una hoguera para alumbrarlos. Al principio fue por el verde del campo, los colores de las banderas con la clasificación y la megafonía. Más adelante era el olor de los puros y el humo que impregnaba mi ropa de niño y me hacía sentir mayor. Cuando empecé mi adolescencia era una chica de dos filas más arriba, que me tenía sorbido el seso; la miraba tras cada jugada meritoria de nuestro equipo y una vez le robé una sonrisa. La consideré mía para siempre. Cuando entré en la facultad de matemáticas veía el juego de un modo científico y cada partido no era más que un nuevo experimento, una maravillosa oportunidad de comprobar o refutar mis postulados. Cuando volví de la mili, estaba tan solo que iba para tener gente a mi alrededor, miles de almas que compartían su alegría conmigo y me hacían sentir mejor, aunque muy poco mejor. Nació mi hijo y pasear hasta Mestalla era albergar la ilusión de que algún día él caminara a mi lado, igual que hacía yo con mi padre. Cada partido era un pequeño paso hacia esa clausura del círculo. Hacia el momento verdadero en que la vida te pone frente a los ojos lo que eres. Creí haber dado en el clavo; ya casi había decidido pasar página, dar la pregunta por resuelta y disfrutar con los goles de Villa. Había pasado algo por alto. Mi padre. Y supe por qué iba a Mestalla. Las verdaderas conversaciones importantes las he tenido caminando junto a él rumbo al campo, para ver jugar al Valencia. Mi aprendizaje no acababa los viernes al salir de clase, sino que se extendía misteriosamente hasta los domingos en los que jugaba el Valencia en casa. La relación con mi padre siempre ha tenido al Valencia como eje vertebrador y pasear con él hacia Mestalla se ha convertido en el mayor legado que conservaré cuando la parca se lo lleve. No vemos el fútbol del mismo modo, a él le gustan algunos jugadores que yo detesto, y viceversa. Sigue diciendo que el Valencia tiene que hacer un buen equipo, minimizando los logros de los últimos tiempos. Jugó al fútbol en la playa de la Malvarrosa hasta los sesenta años (no exagero) y algunas de sus ideas sobre qué es fútbol y qué no lo es son genuinas. En estos treinta y cinco años de paseos hasta nuestra localidad, he crecido, me he hecho hombre, he llegado a ser padre y de algún modo me he convertido en alguien muy parecido a él. Una razón poderosa para ir a Mestalla.


Francisco García
Socio del Valencia CF
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divendres, 7 de novembre del 2008

Memorias de pie

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Un recuerdo de la General de Pie. Semillero de valencianistas.

No es descabellado decir que prácticamente todos los valencianistas de más de 25 años, han pisado, en alguna ocasión de sus vidas, el viejo cemento gris y desnudo de la vieja General de Pie. Semillero de valencianistas, refugio anónimo de los sin nombre, salvación de los bolsillos juveniles…. La general de pie, hoy ya desaparecida de nuestro Mestalla es la grada añeja, el fútbol apretados, el grito de ánimo hasta las estrellas, el frío que traspasa los huesos pero no puede con el corazón, el pánico de los últimos minutos, el abrazo anónimo entre hermanos…”El fútbol es un deporte que ha de verse de pie” (atribuido a Santiago Bernabeu)… al menos, el fútbol de pie es “otra cosa”.

Mi primera experiencia con el cemento desnudo, fue, en verdad, un partido inolvidable: el debut de Rabah Madjer en Mestalla frente al Athletic de Bilbao. Partido histórico, ambiente de los que hacen época, Mestalla lleno hasta la bandera (creedme, estaba allí, bajo “esa” bandera y apenas uno se podía mover) y pese a la derrota 1 a 2, el gol del debutante argelino despertó una inusitada expectación en el valencianismo.

Después vendría el primer pase de socio, todavía, y por un año, infantil. Todos los domingos, a primera hora de la tarde, marchábamos los hermanos hacia Mestalla, haciendo siempre un trayecto casi ritual: Jacinto Benavente, puente peatonal, parte trasera de los viejos cuarteles para entrar en la actual Plaza de la Afición por el pasadizo (“¿estará abierto?”) de una vieja pizzería.

¡Siempre pronto!, no sea que se cumplan los peores temores, y es que, para el que siente cada gramo de cemento como suyo y es de costumbres cuasi-rituales, descubrir con pavor que, “nuestro metro cuadrado” habitual, está ocupado por algún otro aficionado que parece ignorar el atentado ritual que provocará ver el partido unos metros desplazado del “nicho biológico”, es una pesadilla recurrente.

Mi primera temporada de valencianista con nombre y apellidos fue la del resurgir Espárrago, años compartidos con un Eloy que era un gigante disfrazado, Ochotorena eslabón de una portería históricamente antológica, Lucho Flores, eslabón también de un 9 siempre maldito (la “gran esperanza blanca”), Arroyo y Quique en su esplendor máximo, terceros y subcampeonatos que sabían a gloria, a renacimiento, a grandeza nueva y fresca esta vez.

En la plataforma “bajo las banderas”, actual “descubierta” (Cosa que en días de lluvia ya uno se encarga de comprobar personalmente) asistí al debut de un despistado Lubo Penev (“llamenme Lubo”, decía el desmelenado búlgaro), abalanzándose en plancha para rematar un fuera de banda rival sobre la línea divisoria… murmuros y desaprobación, que, en pocos meses, cayeron de rodillas ante el talento y la visceralidad de un jugador que, junto a Fernando, Quique, Arroyo, Mijatovic y compañía habrían de rubricar en plata (nuca en oro, para su desgracia, y la nuestra) unos ’90 inolvidables para los que allí vivimos nuestra infancia, adolescencia y juventud.

La presión legal y oficial fue reduciendo nuestra “de pie” hasta los goles Nortes y Sur, allí en la esquina Norte con descubierta, encontré años de gloria, las arrancadas de Mijatovic, frío como nunca había sentido en un Valencia-Barça que no recuerdo el año y que me dejó más de una semana en cama, la era Roig (Val de Vac: “¿Quién ha democratizado el Club?”), un empate a 2 contra el Lleida que confirmaba, no la de mi club, sino una crisis personal más que evidente y que el VCF no habría de solucionar. Mazinho y José Ignacio y el fin de una época de fútbol de pie.

Conocí la General de Pie en la plataforma bajo las banderas, esquina sur alta. Una segunda época en la esquina gol norte y alguna escaramuza con los primeros “Lubo’s”, padres de los actuales Gol Gran en la esquina Norte de Tribuna (justo encima de los actuales Yomus).

De pie para mi, renació también el Valencia europeo con victorias contra el Vitoria de Bucarest (primer gol de Toni como ché) y peleas a los puntos contra Oporto y Roma.

El estadio cambió de nombre: nunca más (para siempre el recuerdo) aquel Luís Casanova, también cambió de forma. Desde las aulas de aburridas clases matinales de mi colegio, se veían, era COU, las grúas, los pilares, las planchas de un nuevo cemento, gris, más claro éste y no “enmarronado” por el paso del tiempo, el sudor y las lágrimas. La ampliación era un hecho, se barruntaba una nueva etapa de noches y tardes de valencianismo concentrado en una esencia ahora anaranjada.

Vino el exilio, inevitable hacia un plástico azul y más alto en la nueva Grada de la Mar. Otra época, otro fútbol.

Aún así, mis pies, aunque de otra forma, siguen y seguirán hollando Mestalla, con, al menos las plantas, siempre de pie.

Sergi Calvo
Socio del Valencia CF
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dimecres, 5 de novembre del 2008

Ciencia-ficción

·Valencia, 5 de noviembre de 2118

Un reciente descubrimiento arqueológico ofrecerá mucha mayor información sobre el viejo estadio de Mestalla, el lugar en el que, hace más de un siglo, jugaba sus partidos del Valencia CF. Investigadores españoles encontraron hace unos meses en un lugar indeterminado de la ciudad dos vestigios de aquella civilización: una especie de tarjeta de plástico, con el formato común de los documentos de la época, que al parecer servía para acceder a los recintos deportivos a comienzos del siglo pasado, así como un fajo de papeles ordenados (de la época en que todavía había árboles en la superficie de la Tierra y las informaciones se ofrecían en papel), el primero de los cuales está encabezado por la expresión “Val de Vac”. Esta extraña leyenda es el único punto cuyo significado no ha podido ser resuelto por los investigadores.

Pero ambos documentos permiten despejar algunos de los interrogantes que se planteaban los expertos sobre los hábitos de la sociedad valenciana durante el siglo XX y los primeros años del siglo XXI, antes de que el efecto invernadero provocara la gran glaciación y los fenómenos meteorológicos que destruyeron parte de la antigua Valencia en el año 2053. Según las investigaciones, hace más de un siglo, los aficionados valencianistas acudían al llamado estadio de Mestalla a ver a su club e incluso animaban a su equipo con cánticos para que pudiera obtener buenos resultados. Dicha costumbre puede parecer primitiva, si se tiene en cuenta que, hoy en día, los campos de fútbol son recintos cerrados a los que sólo pueden acceder las cámaras de grabación para que los aficionados los puedan visionar en sus hogares, pero, según todos los indicios, era algo que sucedía en todo el mundo.

Las investigaciones desvelan también hechos curiosos. Como que Mestalla era un recinto no cubierto y los partidos de fútbol estaban expuestos a las inclemencias del tiempo, como la lluvia o los cambios de temperatura. Sin embargo, cabe recordar que, antes de la glaciación, las temperaturas en Valencia rondaban los 20 grados durante gran parte del año, 30 grados menos que las mínimas que suelen registrarse ahora, lo que hacía inútil la utilización de burbujas impermeables que evitan la radiación solar, como ocurre actualmente. Otro de los aspectos que sorprenden del estudio es que los encuentros de fútbol estaban dirigidos por seres humanos, lo que producía un gran margen de error en decisiones importantes. Dichas decisiones eran reprobadas, cuando perjudicaban al equipo local, por el público asistente, que insultaba sin piedad al juez de la contienda e incluso, en algunas ocasiones, amenazaba su integridad física. Curiosamente, a los seres humanos encargados de impartir justicia sobre los campos de fútbol se les denominaba árbitros, como al sistema informático que, sin margen de error, toma ahora las decisiones que se libran durante los partidos.

Mestalla debía ser, como se colige de la investigación, un lugar de reunión muy apreciado para la época. De hecho, en los descansos de los partidos, los asistentes podían escuchar la música que generaba una banda con instrumentos primitivos. Esa banda, que nada tiene que ver con los sistemas informáticos de producción de música actuales, estaba presidida por un señor vestido con una gabardina y que portaba un cigarro puro, probablemente el instrumento con el que reproducía sonidos musicales. Igualmente, durante algunos años, existía cierta interactividad por parte del público, aunque muy primitiva. Para el espectador contemporáneo, acostumbrado a elegir el punto de vista desde el que puede visionar un partido, le producirá una sonrisa el saber que, en los descansos de los encuentros, uno de los asistentes salía al terreno de juego a chutar penaltis sobre una portería cubierta por una tela que sólo dejaba al descubierto unos pequeños agujeros, justo por donde debía introducir la pelota. No se ha podido esclarecer si los goles que marcaba el espectador contabilizaban en el resultado final. Lo que parece claro, en opinión de todos los expertos, es que el fútbol provocaba entonces grandes pasiones entre sus seguidores, un síntoma más de la decadencia de una civilización que cerca estuvo de destruir el planeta por su negligencia.

Hace sólo un año, otro estudio arqueológico descubrió que Mestalla fue derribado en febrero de 2016, después de que las obras de un nuevo campo, que nunca llegó a inaugurarse por la falta de fondos económicos del club, se prolongaran durante casi un decenio. Según este estudio, a comienzos de 2016, Mestalla presentaba un estado de ruina, lo que llevó a las autoridades a derribarlo e iniciar la construcción de un nuevo campo, el que años más tarde sería conocido como Estadio Juan Soler. Dicho estadio, como es conocido, quedó inservible tras la gran glaciación, al igual que otros monumentos de la ciudad, y de él sólo se conserva el busto de un señor gordo con bigote que había situado en la entrada y que, al parecer, reproducía la figura de la persona que daba nombre al recinto.


Paco Gisbert
Socio del Valencia CF
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dilluns, 3 de novembre del 2008

La foto sin Antón

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Mi madre prepara los bocadillos para mi padre y para mí y los envuelve en papel de periódico. Nos da un beso y al coche, corriendo. Nos acercamos con el Gordini hasta el Mestalla, nadie lo llama Luís Casanova, qué difícil encontrar aparcamiento, al fin un hueco, vamos al bar de Micer Mascó en el que hemos quedado con los amigos de siempre. Un doble para mí y una Mirinda de limón para mi hijo, por favor. Bueno, ya estamos todos, vamos ya. La marea de gente nos comprime y nos empuja, todos queremos entrar al mismo tiempo, a última hora, tradición local. El portero nos revisa los pases, entramos y subimos por las escaleras que suben hasta el cielo. Al fin la grada, sector 28, las luces de los focos que lo iluminan todo, el perfume maravilloso de la hierba, de los bocadillos que lleva todo el mundo para la cena en el descanso, nos sentamos entre los demás, la almohadilla está casi tan dura como el cemento de la grada. La voz de siempre canta la alineación y nosotros la jaleamos, con las gargantas estremecidas, Abelardo... ¡bien!, Sol... ¡bien!... El Valencia sale por fin al son del pasodoble, la hinchada ruge, yo rujo, yo uno más, mi grito uno más.

Mi padre me dice que no me entretenga. Ya me he quitado el pantalón que he traído y bajo corriendo por las gradas hasta llegar al campo. Busco a Finezas, el fotógrafo del club, mi padre lo conoce y ya ha hablado con él, es mentira que el corazón no alcance las mil pulsaciones. Ponte aquí, chaval, en este lado, así, no os mováis que el chiquillo tiene mucha ilusión, es un momento. Abelardo me pone la mano en el hombro, nos ilumina el flash de la cámara, los jugadores me sonríen y se preparan para la foto oficial, la que saldrá en los periódicos de mañana. Corro otra vez por las escaleras. La gente me aplaude y me dice cosas mientras subo otra vez a mi asiento, me dirá más tarde mi padre; yo estoy, sin embargo, en otro mundo. Tengo nueve años, tendré nueve años desde ese momento y para siempre en esa foto, y aún creo que la vida va a ser eternamente así, que esa emoción, esa sensación embriagadora, se irá repitiendo misteriosamente a lo largo de los años. Qué tonto. Qué niño.

Septiembre del 71. No era un partido cualquiera. Mestalla asistía, por primera vez en su larga historia, a un encuentro de la Copa de Europa, contra un equipo luxemburgués. Hubo goleada del Valencia, 6-0 o 6-1, no estoy seguro. Ya sé que los conocéis, pero me encanta nombrarlos. De pie: Abelardo, Sol, Aníbal, Martínez, Videgany y Claramunt. De rodillas: Sergio, Lico, Forment, Paquito y Valdez. No jugó Antón, mi ídolo de entonces, estaba lesionado, qué pena la foto sin él.

Javier Cerdán San Pedro
Socio del Valencia CF
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