dissabte, 22 de desembre del 2018

BITÁCORA DEL CENTENARIO


Jornada 17

ALGUNOS HOMBRES BUENOS.

Gracias al bombo de Manolo supimos que existía el Huesca. Su escudo estaba serigrafiado en la piel del tambor, junto al del Zaragoza y al del Valencia. 

Durante décadas, el Huesca sólo tuvo un seguidor y vivía en el exilio, regentando un bar con vistas a la bahía de Mestalla. Con mucho menos, Kafka escribió El Proceso. 

La primera vez que vi ese escudo fue en Heysel. Esa noche Manolo estaba allí, animando al Valencia. En 1980, Manolo era el Curro Jiménez de las gradas españolas. Despertaba más admiración que rechazo. Después, el tiempo lo convirtió en caricatura, que es más o menos lo que nos pasa a todos. Esta semana he pensado mucho en ello, en como poco a poco nos vamos convirtiendo en nuestra propia caricatura. 

El martes vi Silvio, la película de Sorrentino sobre Berlusconi. Salí bastante decepcionado. La historia no levanta el vuelo en ningún momento y uno asiste a la parodia fracasada de una parodia real. El personaje más sensato acaba siendo un jugador de fútbol que duda entre fichar por el Milan o por la Juve. Todo no es suficiente, dice en un momento dado ante la sorpresa del magnate milanés. De fondo, la decadencia de un viejo que no acepta el paso del tiempo alimenta ensoñaciones que no vienen al caso. La película sólo me genera rechazo. 

Cuando llego a casa abro una novela de Clara Usón, El asesino tímido. Sandra Mozarovski, el rey Juan Carlos, Wittgenstein. Una historia desconocida pero verosímil atraviesa sus páginas. La impunidad y la locura, el eco de Match Point al acabar de leerla. No puedo dormir y recuerdo que aún no tengo nada pensado para la crónica del domingo. Es la primera semana que me cuesta escribir. Como sigo sin poder dormir, de madrugada me subo a la bici estática, que es el remedio a todos mis males. Escribo una idea inverosímil de Mestalla y el Puerto de Catarroja, como si ambos paisajes estuvieran secretamente unidos. Es una ensoñación recurrente, una más. Quiero creer que el Mestalla de 1940 es el Puerto de Catarroja de 2018. La acequia y la laguna, la ciénaga de la memoria. 

No estoy tan lejos de esos hombres que se convierten en su propia caricatura y formulan por escrito el balance de sus obsesiones. Después vuelvo a diciembre de 1980, a los días previos a la navidad. Recreo la semana en que fuimos campeones de la supercopa. Ese domingo nos visitó el Osasuna, que era, de alguna manera, el Huesca de entonces. Sucedió algo extraño. Por primera vez en mi vida preferí quedarme en casa viendo Tom Sawyer que asistir a Mestalla. Ganó el Valencia 4-1. Recreo esa semana y al mismo tiempo leo en UvaM un magnífico relato de JC Fernández Haba sobre el gran Pepe Vaello. Esta semana se cumple un año de su muerte. A los dos días de esa noche de insomnio, Merchina Peris me trae el libro que han publicado en su honor: Pepe Vaello y el Valencia CF. Nunca un homenaje ha sido tan merecido. Pepe Vaello fue un hombre bueno con una rara virtud: hacernos un poco mejores a todos. Aunque sólo sea por preservar su memoria, intentemos estar a su altura. Seríamos imparables.

Rafa Lahuerta

dilluns, 17 de desembre del 2018

EL ESCAPARATE DE VAELLO





Una vez leí que todas las ciudades amanecen igual pero anochecen distinto. No estoy seguro de que así sea, siempre pensé que hay muchas ciudades dentro de una misma. Tantas, posiblemente, como ciudadanos habitándolas, con sus particularidades y circunstancias, con sus filias y sus fobias, con sus pausas y sus prisas.

Las mías giran alrededor de Mestalla por devoción o adicción, por inercia de pasos aprendidos ya difícilmente prescindibles. A estas alturas, imposible cambiar el callejero interior, ese que no entiende más GPS que el de las coordenadas que marcan sus sístoles y diástoles.

No importa si supone unos minutos más en el reloj o unos metros más en la distancia, siempre que es posible fuerzo su encuentro. Es una manera de comprobar que el viejo Campo y probablemente yo, seguimos en pie después de tantos años.

Blasco Ibáñez, Aragón, Avenida de Suecia, Micer Mascó…cualquier calle que alcance su mirada, esas que los días de partido se visten de fiesta porque juega el Valencia.

Sin embargo, lejos de la sombra del Monumento con vida propia y nombre de acequia, existen otros lugares a modo de embajadas que también son parte de Mestalla por lo que en la historia del Valencia suponen: El kilómetro cero en la antigua Bajada de San Francisco donde estuvo ubicado el Bar Torino, las antiguas sedes sociales…y un lugar mágico de disfrute valencianista, el escaparate de la tienda de Pepe Vaello en la novelesca calle Pelaio.

Pararse junto a él y pegar la nariz al cristal, tengas la edad que tengas, te regresa a la infancia viendo en su reflejo aquel niño que salivaba mirando golosinas y pasteles que ahora son fotos de Pepito con su “amigo y hermano” Kempes, de Pepito con Bonhof, de Pepito con Puchades…

Siempre Pepito, siempre su Valencia, que durante tantos años y ya para la eternidad fueron y serán lo mismo.

Y miras a sus ojos intentando descifrar el secreto que guardan y te gratifica y enorgullece saber que es totalmente imposible, porque no hemos tenido mejor guardián del relato que debe quedar de puertas para adentro, ese que a su vez se autoengrandece.

Fidelidad, complicidad y militancia ejemplar hasta el último día de sus noventa y dos años de juventud. 

Echaremos mucho de menos aquellas historias, las que nos podía contar sin incumplir sus pactos de lealtad sobre vestuarios, banquillos, desplazamientos… casi con tanta ilusión como con la que nosotros le escuchábamos cuando los actos alrededor del club en los que habíamos coincidido habían finalizado y nos quedábamos haciendo corrillo en las aceras.

Fue un privilegio, don Pepe, escuchar la historia viva del club directamente de uno de sus protagonistas, usted, para el que nunca hubo derecho de admisión en las entrañas e intrahistorias de nuestro querido Valencia.

No olvidaré cada vez que me veía y me saludaba con un apretón de manos y una palmada en la espalda. Estoy seguro que ni siquiera sabía mi nombre, pero también que su mirada, además de guardar los secretos más preciados, sabía distinguir a la gente del pueblo de Mestalla. Y me sentía, ruborizado, el valencianista más privilegiado del mundo.

El Centenario de nuestro club se pierde su presencia, que como el propio Pepe Vaello deseaba se celebrará en Mestalla, ni viejo ni nuevo, el único, porque Mestalla como Pepito, sólo hay uno.

A sus devotos nos corresponde construir allí, en el escaparate de Vaello, una ermita del recuerdo, limpiar el polvo de esas fotos con nuestras miradas para que sigan estando vivas y diciendo tanto por lo que callan, para que no quede en el olvido esa vitrina de memoria, historia del valencianismo.

Vernos reflejados en el escaparate de Vaello, peregrinaje del valencianismo, anexo de Mestalla, tan cercano a la Estación donde los trenes, como nosotros los valencianistas, con demasiada frecuencia perdemos y encontramos el Norte.

José Carlos Fernández Haba




divendres, 14 de desembre del 2018

BITÁCORA DEL CENTENARIO



Jornada 16

ARMISTICIO.

A veces paso por la calle de la Hiedra para escuchar el rumor ya imperceptible de las escopetas averiadas. Es un eco póstumo, de herramientas oxidadas y negocios que cerraron por defunción. Sólo si estás en el secreto de la vieja ciudad amortizada puedes comprender el tesoro que se esconde entre las ruinas. No es una guía turística. Es el regreso al barro, el instinto de supervivencia que ordenaba el afán de nuestros mayores. En esos paseos sostengo entre las manos el plano de una ciudad que ya no existe, pero que sigue siendo la nuestra. 

En la calle de la Hiedra, tan cambiada en pocos años, estaba el taller del padre de Paco Lloret. Esa armería era un reducto de Eibar en Valencia, polvorín escondido en el dédalo de callejones que acababa en el Mercado Central. La villa armera tenía en ese taller su ventana a las calles de La Dos Veces Leal. A pocos metros estaba el bar Oro. 

Un día, Waldo apareció por allí para darse un respiro (del latín follicare). A la salida del garito le esperaba el pueblo de Mestalla para ovacionarle. Nunca un polvo clandestino fue tan celebrado. Algunos anocheceres repentinos pienso en Waldo recorriendo el laberinto de la ciudad antes de que la propia ciudad se hundiera bajo sus cimientos y él mismo se extraviara en otro laberinto sin salida. Ese laberinto es el Centenario, el sentido del Centenario: recuperar la memoria, sanar a través de ella, dotarla de sentido para que nos haga mejores, menos volubles, más consistentes. 

A veces hablo con el hijo del maestro armero sobre estas cuestiones. Nos une el respeto por nuestros mayores y la fascinación por la cartografía de la ciudad que heredamos. No es fácil proyectar a la opinión pública ese tipo de conversaciones. Lo que parece nostalgia es memoria y lo que parece simple efeméride es impulso para seguir adelante. Ese empeño no siempre es bien comprendido. La actualidad parece obligada a construirse desde la urgencia, la ansiedad, el exceso. Posiblemente, el Centenario es la última gran oportunidad para frenar esa espiral tóxica y recuperar una medida más humana de hacer las cosas. Todavía hoy no sé lo que esperamos de la celebración. Más que la grandilocuencia de los grandes fastos, el Centenario es un ejercicio de introspección del propio club, y, por tanto, de sus fieles. Sería más fácil con buenos resultados, pero 100 años de historia exigen una mirada más metafísica, que no ponga todos los huevos en el cesto de la competición. 

La historia del Valencia merece que la temporada no quede anulada por un equipo futbolísticamente diezmado. Por desgracia, no sé si estamos en esa onda. Lo que se le exige al Valencia es siempre algo que ni nosotros mismos nos exigimos en el día a día. Ponemos en él más frustración que paciencia, más expectativas que realidad. No sé si eso es amor. Tampoco cumple 100 años una entidad estable. Los cumple un club cogido con alfileres, cuya aristocracia social y económica le dio la espalda en el momento en el que más responsabilidad y seriedad exigía la situación. Cumplir 100 años con una presidencia que hace un lustro apenas sabía qué éramos exige que la afición adopte un papel protagonista en grado sumo. Y esa responsabilidad pasa por ver al Valencia con mirada comprensiva y afectuosa. Es decir, al Valencia por encima del actual Valencia, aún a sabiendas de que el actual Valencia es una consecuencia de anteriores Valencias. Si la grada no entiende ese matiz estamos condenados a repetir los mismos errores de siempre. Cada uno celebraría un Centenario distinto y es muy posible que esa suma de centenarios personales e intransferibles acabe por ser el mejor Centenario posible. Al club le pido poco. Como tal, es un ministerio agotado, una fuente de decepciones. Se maneja en el territorio de un presente repleto de complicaciones, sin memoria y con poca previsión, sujeto a un escenario que viene viciado desde hace muchos años. En mi opinión, algo han hecho bien: elegir a Paco Lloret como hilo conductor. Objetivamente es la persona más adecuada para que el Centenario no embarranque en un quiero y no puedo. En ese sentido tenemos una gran oportunidad. No contemplo mejor alternativa para hilvanar la historia. 

En 1969 Hernández Perpiñá; en 2019 Paco Lloret. 

Allá donde esté, seguro que el maestro armero de la calle de la Hiedra sonríe orgulloso. 

Rafa Lahuerta

dimecres, 12 de desembre del 2018

RECUERDOS: Ha hecho 40 años.



Dicen que cuando eres pequeño y creces te resetean la memoria. Por eso, por más que intento recordar cuál fue mi primer partido en Mestalla, entonces estaba dedicado a Luis Casanova, mi recuerdo se queda en el 22 de noviembre de 1978.Tenía 9 años de edad. Esa noche se jugó la ida de los 1/16 de final contra el West Bromwich Albion de Inglaterra. Quizás el equipo menos conocido de Birmingham.

Mestalla para mí era como cuando visitas Roma y ves el Coliseo por primera vez. Tenía una tía que vivía en el Grao de Valencia. Cuando íbamos de visita con mis padres y pasábamos por la Avenida Cardenal Benlloch, ya en coche o en autobús, yo miraba por la ventanilla intentando ver Mestalla por las calles perpendiculares a dicha avenida. Posteriormente con los edificios de nueva construcción de la Avenida de Aragón esa vista quedo eclipsada. 
Recuerdo ir con mi padre y mi hermano. Mi padre trabajaba en la Renfe, y tenía compañeros de porteros en las puertas de acceso a Mestalla. No existían los tornos. Mi padre enseñó un carnet y accedimos “gratis” a Mestalla. Subí las escaleras a la general de píe del fondo norte y ver las luces para mí fue algo mágico. Mis miradas iban dirigidas a Mario Alberto Kempes. Hacía unos meses se había proclamado campeón del Mundo en Argentina y máximo goleador del torneo. 

En el equipo inglés había dos jugadores que destacaban sobre el resto. Uno era un extremo de gran zancada y carrera, Laurie Cunningham, autor del gol del empate en ese partido. Fue fichado por el Real Madrid al acabar esa temporada. Y un centrocampista que llegaría a ser capitán de la selección de Inglaterra: Bryan Robson. Ambos volverían a jugar partidos en Mestalla con otros equipos. Robson volvió tres años después con el Manchester United en la primera eliminatoria de la Copa de la UEFA 1982/83, anotando el primer gol del partido. El Valencia venció 2-1. 

Recuerdo, aunque fue en la portería del fondo sur, el gol de cabeza de Darío Felman al rematar un corner. También fue en esa portería el gol del empate anotado por el malogrado Cunningham. No me viene a la memoria la vuelta a casa de ese partido. Sólo sé que para mi fue como cumplir un sueño. 

La vuelta se jugó el 6 de diciembre de 1978. Fecha histórica para España, pues ese día se votaba la Constitución en Referéndum. Lo ví en casa de unos tíos que hacía poco habían comprado la televisión en Color. Una telefunken. En mi casa aun veía la tele en blanco y negro. A pesar del tecnicolor ese partido no tuvo “color” y los ingleses nos eliminaron sin dificultad. 

Entonces los partidos europeos gozaban de una mística increíble. A los equipos no los conocías, no los veías por televisión, no había internet… 


Miguel Ángel García
@McMimar


divendres, 7 de desembre del 2018

BITÁCORA DEL CENTENARIO



Jornada 15

EL ÚLTIMO TORO QUE MATÓ A GRANERO 

Al principio, mi padre solo me dejaba decirle porrito al árbitro. Era mi insulto de cabecera: PO-RRI-TO. ¡Árbitro porrito! me desgañitaba en la fila 7 del sector 6 de la mítica Numerada central, la que ahora llamamos del Mar. 

Aún no había vallas y la numerada destilaba la esencia más rotunda del valencianismo comarcal. A veces, la ira me congestionaba el rostro y la palabra porrito se me atragantaba de pura impotencia. Yo quería formar parte del orfeón encolerizado que bramaba “fill de puta, fill de puta”, pero aún no me atrevía a desobedecer a mi padre. Fascinado por el rugido de la marabunta, la palabra porrito se me antojaba ridícula. Así anduve mis 3 ó 4 primeros años en Mestalla, cohibido y temeroso, prisionero de la palabra porrito y su dudosa rentabilidad. La culpabilidad me abrasaba. No quería desobedecer, pero en mi fuero interno pensaba que llamándole “porrito” al árbitro jamás ganaríamos una liga. Una tarde, aprovechando el tumulto coral de la grada, rompí la disciplina paterna y me sumé al coro. Fue raro, porque justo cuando yo dije “fill de puta” por primera vez se hizo el silencio, o al menos eso me pareció a mí. Mi padre, que era un insultador contumaz, se quedó petrificado. ¿Qué has dicho?, preguntó amenazante. ¡Búho, papá, he dicho búho!, respondí desde el subconsciente, tirando mano del ingenio salvador. Fue la primera vez que los chistes de Eugenio salieron en mi defensa. En lugar de ganarme una colleja, mi padre se empezó a reír. Sin decirme nada supe que a partir de entonces ya podía sumarme al coro adulto y brófec del viejo Mestalla. 

Objetivamente mi padre era en ese sentido muy poco ejemplar. Tenía un repertorio amplio y variado de insultos que utilizaba según la importancia del partido, la pifia del árbitro o el momento clasificatorio del equipo. A veces imaginaba que sus insultos conseguían cambiar el rumbo de algunos partidos. En otras adoptaba una actitud como de estrella invitada. Dejaba que la masa se desgañitara y cuando el silencio parecía imponerse emergía con su retahíla perfectamente estructurada de insultos y palabrotas. Tenía el don. Con más lecturas y años de escolarización quizá hubiera acabado siendo un buen tertuliano de la Sexta. 

En aquellos años, el linier de Numerada era su gran objetivo. Lo mareaba ante el jolgorio de los vecinos. En otras ocasiones, eran los grises los que amenazaban con llevárselo a él. De todos sus insultos, mi preferido era el de “arbit, ton pare va ser el bou que matà a Granero”. Más que un insulto era una lección de historia. Lo aunaba todo: tauromaquia, fervor local, reminiscencias ancestrales. Teniendo en cuenta que Granero fue corneado de muerte en 1922, aquel insulto poseía la textura de un clásico, un relato con vida propia que trascendía el paso del tiempo. Era obvio que mi padre no había visto torear a Granero, ni tampoco sus hermanos mayores y quizá ni siquiera mi abuelo Vicent, taurino de pro en aquella ciudad que crecía alrededor del coso de la calle Xátiva, tan cerca de donde él mismo trabajaba como panadero en un horno de la actual calle Ribera. Era, por tanto, un insulto que venía de lejos, del Mestalla fundacional, del viejo y primitivo campo de gradas de madera y fútbol casi amateur. Que en los años 70-80’ aún perdurara en la iconografía del entonces Luis Casanova demuestra el poso dramático que la muerte del insigne torero dejó en Valencia. Con los años intenté hacer un remake del viejo insulto. Lo modernicé y lo castellanicé en una terrible concesión a la diglosia proverbial del país: “Arbitro, tu padre fue el toro que mató a Paquirri”. Pero era evidente que no sonaba igual, que carecía del valor atávico que sin duda emergía del insulto matriz. 

Un día, hacia 1989, pasamos por delante de la casa natalicia del torero Granero, en el corazón de Velluters. Ahí estuvimos en silencio un rato, en la calle Triador. Creo que fue una de las últimas veces en que salimos a pasear por la ciudad. Después, ya en solitario, era yo el que buscaba la placa conmemorativa. Todavía hoy lo hago en ocasiones. Al hacerlo siempre me acuerdo de Pes Pérez y su fatídico arbitraje de diciembre de 1985, un Valencia-Sevilla que acabó con violentísimas cargas policiales en la avenida de Suecia. El toro que mató a Granero se llamaba Pocapena, pero para mi padre ya siempre fue Pes Pérez. Esa tarde, no me cabe la menor duda, empezamos a bajar a segunda. Han pasado 33 años y casi ningún millennial sabe quién fue Granero. Pero si tú estuviste aquella jornada en Mestalla seguro que no te has olvidado del toro que lo mató. 

Rafa Lahuerta



divendres, 30 de novembre del 2018

BITÁCORA DEL CENTENARIO


Jornada 14


EL AULLIDO DEL PANTANO.

Con el arroz hacía plazas de toros y con los flanes pantanos. Los mayores decían que con la comida no se jugaba, pero aquello no era un juego, era mi manera de empezar a vivir. Tenía cinco años y ya había estado en Madrid viendo perder al VCF un partido de liga. De ese viaje guardé en la retina el impacto del pantano del Generalísimo, como le llamaban. A partir de entonces yo le llamé el pantano de Madrid. Con los flanes lo reproducía en mi imaginación. Levantaba un acantilado de leche y vainilla con la cuchara y dejaba que el caramelo simulara el océano. Yo me asomaba con cuidado, para no ahogarme. Mira mamá, el pantano de Madrid. Mi madre me miraba algo asustada. Este crío tiene demasiada imaginación, decía mi abuela antes de perder la cabeza. 

Los lunes hacían Estudio Estadio en la tele en blanco y negro y las porterías del Bernabéu eran como las de El Helmántico, el campo del Salamanca. Cuando las veía pensaba en pantanos, en el toro de Osborne, en mi padre imitando el aullido de un lobo. El Lobo Diarte era nuestro estandarte en aquel viaje a Madrid. Durante semanas, mi padre anduvo subido a ese aullido que tan feliz me hacía. ¡AUUU, el Lobo, que viene el Lobo!!! Llevaba más goles que nadie y parecía imparable. Ese sábado en Chamartín la suerte del Lobo empezó a cambiar. A mí, ese viaje también me marcó. Los pasillos interiores del Bernabéu parecían cuadras para caballos. Había polvo y escombros por todas partes. Perder aquella noche me hizo mayor. A la semana siguiente cogí las paperas y estuve varios días encerrado en casa, a solas con un don Balón dedicado al Lobo Diarte. El vicks vaporub fue mi banda sonora, la magdalena proustiana. 

Aquella distancia entre la imaginación y la realidad me permitió descubrir demasiado pronto el veneno de la ensoñación. Esa droga ya no me abandonó jamás. Leer, escribir, simular viajes: variaciones eternas de un solo tema. Casi 40 años después, el hermano de Jorge Iranzo me regaló aquel don Balón de la temporada 1976-77. Ahí estaba todo: Lobo Diarte, el viejo Mestalla, la crónica de un tiempo vencido. Había matices que no estaban en la revista, viñetas de una infancia que tenía en el Valencia su columna vertebral, el eco poderoso de mis primeros pasos. Recuerdo las tardes de los lunes, en la cocina del horno de la calle Gorgos, a punto de cenar. Juan Manuel Gozalo presentaba el Estudio Estadio y mi padre preparaba la masa madre. A la masa madre que nos daba de comer la bauticé con el insólito nombre de la pasta del Lobo. No había razón alguna. O sólo una: el impacto del Lobo Diarte, que lo inundaba todo. Su magnetismo era la llave que abría el eco de lo memorable. Los dos compartíamos algo que nadie nunca podrá torcer: el otoño de 1976. El reinó de manera sobrenatural y yo empecé a tener memoria de forma organizada. El Lobo también murió joven. 

A veces lo pienso: todos los protagonistas de aquel otoño parecen condenados a lo mismo. Por eso escribo. Escribir es contextualizar ese chispazo, buscar la lógica narrativa donde sólo impera el caos de la nostalgia. Es un valor metafísico, no apto para enfermos de codicia. La escritura no es gran cosa pero te permite ponerte a un lado y ver cómo la actualidad acaba siendo el acantilado del pantano, la leche pétrea a expensas del caramelo líquido. Lo sustancial es siempre otra cosa: aprender a estar solo, esconderte en cualquier lugar, volver a Madrid en el viejo coche de tu padre, convocar fantasmas. A ese misterio me acojo. El misterio es el principal alimento del fútbol, aunque casi nadie se da cuenta. En octubre de 1976 yo sólo era un niño de 5 años. Era la primera vez que veía un partido lejos de Mestalla. A esa edad uno no entiende nada pero puede percibirlo todo. Con cada visita al Bernabéu regresa esa atmósfera. A lo mejor fue entonces cuando empecé a escribir esta bitácora. Quizá ese viaje a Madrid fundó la realidad de manera definitiva. 

Rafa Lahuerta

diumenge, 25 de novembre del 2018

LA CARTA



El otro día entré en el patio de la finca donde vivo y me detuve como de costumbre ante mi buzón, por la ventanita habilitada para ello pude distinguir que había correo, una carta, adosada a la misma tenía el típico impreso de Correos en la cual indicaba que devolvía la carta al remitente ya que no existía la dirección de envío. La cogí y me la subí a casa, me senté en mi despacho y la puse frente a mí. 

En plena era tecnológica y digital, no me había detenido a pensar en que hacía muchos años que no abría ni leía una carta, así que la curiosidad hizo que no tuviera más remedio que abrirla y la comenzara a leer.


Valencia a 24 de Noviembre de 2018.


Querido Jaume:



La primera vez que tuve la oportunidad de conocerte fue en la presentación del libro benéfico para Elvira Roda, Últimes vesprades a Mestalla, (en ese momento aún no sabíamos que era la primera parte), allá por el mes de diciembre de 2012, en cuanto te vi tuve la imperiosa necesidad de hacerme una foto contigo, no quise dejar pasar la oportunidad de inmortalizar el momento con el presidente, y que guardo con mucho cariño.


Además me impulsó sobremanera el discurso que pronunciaste emocionado hacia Elvira Roda su familia y amigos, sin papel, a pecho descubierto, directo, sincero y emotivo, pero sobretodo cargado de humanidad, bondad y generosidad, fue con diferencia la mejor intervención del acto, y que nos dejó a todos con un nudo en la garganta.




En nuestro imaginario valencianista perdurarán en el tiempo momentos duros e injustos como tu amargo discurso como presidente en la pretemporada 2004-05, pero nos quedamos con los momentos inolvidables, esos que junto a ti hemos disfrutado.

El presidente del triplete (no vamos a desprestigiar a estas alturas un título como la Supercopa de Europa), de la peluca naranja en el césped de La Romareda en el 2004, o del abanico gigante primero en La Rosaleda para festejar el título de Liga en 2002 y posteriormente en el césped del Sánchez Pizjuán para la Liga conquistada en el 2004, el mismo que se paseó cuando se ganó en Sarriá la Liga del 71.

He de decirte que el icónico abanico que fue restaurado con mucho cariño entre la Fundación del Valencia C.F. y el Departamento de Restauración del Patrimonio de la Universidad Politécnica de Valencia, sigue luciendo en el espacio habilitado junto al palco VIP, donde se percibe que es un objeto de culto, para siempre.



Todo el universo valencianista podría contar detalles claros y nítidos de tu enorme bondad, de tu predisposición para ayudar a los tuyos, pero sobretodo de ayudar más allá incluso del Valencia C.F.

Recuerdo en el Complejo Cultual de La Petxina, en un Fórum Algirós dedicado al gran Pepe Claramunt, como hiciste que los asistentes congregados guardáramos un escrupuloso minuto de silencio por el fallecimiento de Rita Barberá, y que a modo de introducción dijiste una frase que se nos quedó grabada “más amor y menos odio”. 

O aquella vez en la que al finalizar una tensa Junta General de Accionistas, mediaste para que Amadeo Salvo y Vicente Andreuse abrazaran. Eso sí que es retrucar.

Vicent Chilet nos recordaba en un artículo publicado en el Levante EMV, que durante la presentación del libro de José Ricardo March, “Bronco y liguero”, en un acto sencillo rodeado de amigos, presentó el libro con un discurso, acompañado de un fragmento de la película «Juguetes rotos», de Manuel Summers, en dicha película aparecía el exjugador del Athletic Club de Bilbao y del Valencia C.F., Guillermo Gorostiza «Bala Roja» uno de los integrantes de la mítica «delantera eléctrica», en ella nos hablaba de sus últimos días, víctima de los excesos del alcohol, sólo y arruinado, pues bien, Jaume Ortí agarró el micro y muy emocionado improvisó un discurso en el cual nos volvió a demostrar su sensibilidad con una marcada frase, «no debemos permitir nunca más que un futbolista del Valencia tenga un final así». Así eras tú, Jaume.

También aprovecho estas líneas para ponerte un poco al tanto del día a día del club que tanto amaste y defendiste.

Tras tu triste marcha, en menos de un mes se nos fue también el inolvidable Pepe Vaello, en junio de este año despedimos a Jaime Hernández Perpiñá, y hace poco también se nos marchaba repentinamente Paco Rius, incondicional de las categorías inferiores del Valencia C.F. Todas estas sensibles bajas, unida a la de Jorge Iranzo, hacen que el Centenario sea un poco más triste, pero que con vuestra labor y actitud hicisteis más grande la historia de este club. 

Por otro lado en julio se realizó un bonito homenaje en el Polideportivo Municipal de Aldaia, que ahora lleva tu nombre, muchísimos amigos no quisieron perderse este acto y que unió a las dos poblaciones hermanas con las que has tenido una gran relación Aldaia y Alaquàs.




El pasado 18 de octubre se realizó la presentación del boceto de la Falla del Tío Pep, una falla con claros vínculos valencianistas, y que este año está dedicada al centenario del Valencia C.F., con la colaboración del club. Se plantará la misma falla que se realizó en 1925, respetando su forma de construcción e izado como entonces. Y no te digo nada de la infantil, una composición de la historia de nuestro Valencia CF. Un proyecto espectacular y que tengo marcado en mi agenda visitar obligatoriamente. 


Sigue en marcha el Fórum Algirós que ya va por el número 12, una iniciativa brillante, didáctica y de Cultura de Club, que promueve la Fundación del Valencia C.F., el único pero es la escasa afluencia de aficionados y simpatizantes, y en las cuales vamos, como dice Paco Lloret cuando nos ve, los sospechosos habituales. Es una pena que la divulgación de nuestra historia contada y dirigida por algunos de los mejores profesionales, como José R. March, Josep A. Bosch, Paco Lloret, Alfonso Gil..etc, no tenga el respaldo de un mayor número de aficionados. 

Sigue habiendo un vacío enorme tras tu marcha en cuanto a las relaciones sociales del club con la afición, pero ya sabemos que el carisma y el cariño es algo innato de cada persona, y que se demuestra con las palabras, en los hechos y sobretodo en la forma con que se afrontan. Hay que sumar siempre y sobretodo hay que contar con la afición, que se sienta partícipe y que note que forma parte del club, más allá del día del partido.

PD:

A veces la memoria no nos alcanza para recordarlo todo, sólo el presente y el pasado más inmediato, pero a mí no se me olvida que eres el último presidente que fue elegido por los socios accionistas del club, un ya cada vez más lejano 14 de junio de 2003.

Todo ese cariño que nos ofreciste finalmente te fue devuelto, fue durante el minuto de silencio que te tributó Mestalla en tu memoria, esta vez tampoco te dejamos hablar, pero aquella horrible música de viento del pasado se transformó en música de percusión, una poesía estruendosa en forma de aplausos, que espontáneamente todo Mestalla en pie, tu afición, te tributó durante ese minuto, como nunca antes había ocurrido. Un momento mágico y eterno, a tu altura.  

Muchas noches Jaume. 


Dejé la carta encima de la mesa, y me recliné hacia atrás, con las palmas de las manos entrelazadas sujetando la parte trasera de la cabeza, acto seguido abrí el cajón del escritorio y saqué un folio nuevo, y de puño y letra comencé a escribir unas primeras líneas…


Valencia a 24 de noviembre de 2019.

Querido Jaume:

La primera vez que tuve la oportunidad de conocerte, fue en un acto de la Agrupación de Peñas en Alzira....


José Luis Aguilar. @PEPELUVFC 


divendres, 23 de novembre del 2018

BITÁCORA DEL CENTENARIO

Jornada 13

LA FALACIA DEL FUTBOL ALTERNATIVO 

Sucedió hace 5 ó 6 temporadas, en la última fila de Mestalla. Llegué un poco apurado y me las encontré. Eran dos crías de unos 15 años y medio. Las dos llevaban camisetas del Rayo Vallecano. Me sentí ligeramente invadido pero opté por mostrarme cordial. ¿Sois de Madrid?, pregunté en el descanso. No, somos de aquí, respondieron. ¿Y cómo es que sois del Rayo? indagué sorprendido. Porque es el equipo que más mola, el equipo de la clase trabajadora, contestaron casi al unísono. Entre líneas, las dos me miraron con ese aire tierno pero fanático que destila la adolescencia: “que no te enteras abuelo, que no enteras”. Me quedé tan perplejo que no dije nada más. En silencio, eso sí, advertí lo bien que funciona el capitalismo. ¿Qué hace que dos chiquillas de Valencia se hagan del Rayo Vallecano sino el marketing viscosamente alternativo que proyecta la franquicia falaz de que hay un fútbol guay y otro facha, un fútbol bueno y otro malo? En su delirio hormonal, estas dos criaturas enarbolaban una bandera que no sólo les venía grande, es que les hacía perder el tiempo. Quizá eso fue lo que me apenó, verlas embarrancar en un ámbito donde la izquierda no tiene competencias para administrar su propio desconcierto. Hay clubs ricos y clubs pobres, con más o menos tradición, con más o menos músculo social, pero eso no tiene nada que ver con ideologías decimonónicas. En esencia, el fútbol es siempre sistémico, y por tanto, salvajemente neoliberal. Es inevitable que lo sea. Responde a los patrones de la competencia, la competitividad y el quítatetúpaponermeyo. El deporte profesional es una trampa de dimensiones épicas. Bajo la lógica deportiva se pervierte el lenguaje. La guerra por otros medios es una metáfora amable que contamina la realidad y la derechiza inevitablemente porque obliga al individuo a ser animal en guardia, con códigos y pretextos de ataque y defensa; siempre preso de la vanidad, el tribalismo y la industria de la insatisfacción. Toda esa milonga del supérate a ti mismo se convierte en mercancía averiada para venderte bebidas isotónicas o zapatillas de diseño. Lo que subyace es el mercado, la inevitabilidad del mercado. El fútbol es un escenario apasionante pero podrido, que conviene tomarse con grandes dosis de ironía y escepticismo. Por desgracia, yo siempre lo olvido. Soy demasiado cerril o estoy demasiado enfermo de infancia, todo puede ser. La incondicionalidad casi fanática es la piedra angular que hace rodar el negocio. El fútbol de izquierdas es el fútbol del escritor Roberto Bolaño: el equipo que bajó a segunda, luego a tercera y que finalmente desapareció. Es una contradicción vibrante ser o creerse de izquierdas y tifar por un equipo que, como todos los demás, sirve al neoliberalismo puro y duro. Pero la vida va de eso: de administrar contradicciones sin morir de cinismo. Como teatro, el fútbol tiene el valor de reproducir metáforas que los poetas convierten en textos lacrimógenos, pero su expansión es mercantil, inmoral, sujeta a la voracidad de los intermediarios y los grandes grupos mediáticos. Incluso esos clubs que se creen escorados a la izquierda acaban trapicheando con la mercancía adulterada de las identidades colectivas que ofrecen souvenirs con el rostro del Che Guevara, o sirviendo a nacionalismos supremacistas y excluyentes, cuando no claramente etnicistas. Llegado el caso, prefiero el canibalismo a cara descubierta de los clubs que enarbolan la bandera del fútbol es fútbol. Cuando hay performances de solidaridad, campañas contra la homofobia, spots televisivos contra el racismo, etc, etc, etc el fútbol profesional se parece demasiado a la película de Berlanga protagonizada por Cassen, “Plácido”. También en eso el capitalismo es infalible. Ocupa el espacio con voracidad y aprende a justificarlo todo. Moralmente resulta impecable decir que eres del St Pauli, del Rayo o del Livorno, pero no me lo creo salvo que seas de Vallecas y hayas visto jugar a Felines porque tu padre te llevó de pequeño en matinales frías de carajillo y aceitunas chafadas. De hecho, hubo algo que me alivió en esas dos muchachas. Eran del Rayo hace 6 años, pero es muy posible, así lo deseo por su propio bien, que la moda futbolera las haya abandonado ya. Cuando acabó el partido con victoria del VCF, el fútbol de toda la vida se impuso. El hincha desaforado que soy se encaró hacia los Bukaneros. Con las manos en cierto sitio grité todo lo fuerte que pude: ¡¡Au a mamar-la al carrer del pallasso Fofó, fills de puta!! Así estuve al menos medio minuto. Después, con exquisita educación, me despedí de las crías. Es sólo fútbol, sonreí. En la puerta del vomitorio de salida, el segurata que lleva años tocándome los cojones me advirtió: me montas un pollo más y te mando a los nacionales. 

Rafa Lahuerta

dilluns, 19 de novembre del 2018

CENTENARIO, TAMBIÉN EN VIAJES




Me piden algunas aportaciones para el centenario y creo que la de los desplazamientos futboleros es una de las más interesantes que, desde la perspectiva del aficionado, podemos compartir. Cada uno tendrá la suya –todas respetables- y ahí va la mía. A ver si podemos disfrutar de más próximamente. 

No sé si es edificante o no decir que he hecho más de cien viajes siguiendo al VCF. Tampoco sé qué hubiera sido de mí si no los hubiera realizado. Seguramente, no hubiera cambiado mucho la historia. En todo caso, sé que no soy –ni mucho menos- el único (son muchas las caras que se repiten en tantas temporadas de desplazamientos) que, a la manera que nos explicaba Hornby en aquel libro de cabecera, se ha montado cada fin de semana en función del partido del VCF. Sin que eso haya supuesto más trastornos que el dinero invertido, las horas de sueño perdidas… Minucias, al fin y al cabo. 

Somos los nietos de aquellos encorbatados que se subían a trenes y tartanas para seguir a nuestro equipo, de aquellos abuelos que nos han contado que iban a las finales en motocicleta… Orgullosos de plantar siempre la bandera del VCF y la senyera en cualquier estadio del mundo. 

Todos hemos tenido nuestra época y a mí me he tocado ver, como a mis antepasados, cambios sustanciales en estas experiencias. Cambios que no han mejorado aquellos primeros tiempos en los que podías visitar estadios importantes por precios que oscilaban entre 2.500 y 5.000 pesetas. Hoy en día, viajar con el VCF, más allá de la satisfacción de hacerlo con tu gente, es una experiencia cara; y, en ocasiones, desagradable, pues la policía te trata casi como a un delincuente y algunos graderíos son copias cutres de las prisiones de alta seguridad. No le deseo a nadie que venga a Mestalla tener que ver un encuentro tras jaulas como las del Camp Nou o Madrigal. 

Antes te apuntabas a un desplazamiento en los bares de alrededor de Mestalla y ahora tienes que pasar diversos filtros antes de coger el bus. Antes ibas a estadios con solera y sus singularidades y ahora visitas campos tan asépticos que te parecen tan similares entre sí como los ambulatorios de nuestra área metropolitana. Antes podías prever el horario del partido y ahora este puede disputarse a las horas más imprevisibles de cuatro días de la semana. Lo único que, para mi gusto, ha cambiado a mejor es que, desde que se fundó Curva Nord, algunos no tenemos tantos problemas para seguir los partidos de pie como antes. Opino, por otro lado, que en la ubicación visitante cabemos todos: los que quieren ver el partido de pie y los que lo desean ver sentados. Con un poco de buena voluntad no es tan complicado de arreglar. Me viene ahora a la cabeza el clásico “senteu-se” que había que soportar viaje sí, viaje también…

También nosotros hemos cambiado. Ya no tenemos aquellas necesidades, casi funcionariales, de estar en determinado número de estadios. Nos lo tomamos con más calma y preferimos esos desplazamientos de fin de semana en coche o furgoneta, en los que puedes disfrutar de la gastronomía e idiosincrasia del lugar. Aunque reconozco que tampoco me gusta perderme una buena previa con los colegas en el Bar Milagros (a menos de 100 km de casa). Y, por otro lado, las mejores fiestas están en los viajes. No las cambiamos por las de las discotecas, aunque no han sido pocos los desplazamientos en los que también hemos acabado en el último local que quedara abierto…

En estos miles de kilómetros se acaba viendo un poco de todo. Hasta a un treintañero viajar en el maletero de un coche para ir a ver al Mestalleta en Vilanova i la Geltrú (era mejor que ir seis en los asientos del segundo coche lleno para aquel viaje). Y, en ocasiones, se cuentan, como reza la canción de Sabina, más de cien mentiras que valen la pena a los seres queridos. Mentiras para justificar, aparte del orgullo y de la diversión, el dolor de cabeza que ya tienes durante el calentamiento, esas largas vueltas por los campos de Castilla con Iker Jiménez haciendo la noche más tenebrosa, los sándwiches infames con los que algún camarada te salva de la inanición o la cada vez más cercana perspectiva de tener que ir de empalme al curro.

Todos los perfiles de viajeros están presentes en este itinerario por tierra, mar y aire: el que empuja para que salga adelante el desplazamiento y se curra mil trámites, el que solo se apunta cuando van sus amiguetes o la mayoría, el que viaja sin pasta y vuelve con superávit, el que se duerme en las superficies más complejas, el que solo va por la fiesta, el cenizo de turno, el que te da el viaje en el autobús, el que te hace de Labordeta por las calles, el de la incontinencia urinaria (pare a mear…), el que pierdes en una estación de servicio o la misma ciudad de destino… 

Quiero acabar esta aportación a la memoria de nuestro club con un recuerdo a la persona que mejor ha representado a los viajeros valencianistas. Solo compartí un desplazamiento, en furgoneta, con él. Fue a Valladolid, en 2009. Jorge Iranzo: elegancia, fidelidad y kms. 


Simón Alegre

dimecres, 14 de novembre del 2018

MASTERCLASS CON JORGE IRANZO




Dos años. Ya hace dos años. Y parece que fue ayer. 


Pocos sabían quién era Jorge Iranzo antes de fallecer. Ahora son muchos los que saben quién es y su increíble historia de militancia incondicional al Valencia C.F. A Jorge no le haría ninguna ilusión esa notoriedad. Ni mucho menos. Más bien, todo lo contrario. A él le gustaba pasar desapercibido. 

¿Un loco?¿Un chiflado? ¿Un lunático? ¿Un imprudente? 

Pues no, nada de todo eso, amigos. Simple y sencillamente un hombre feliz con su forma de vida, la que él libre y conscientemente había elegido, que giraba en torno a estar presente en cada uno de los partidos del Valencia C.F., ya fuera en Mestalla o en el más recóndito de los lugares de la geografía española. Sólo necesitaba una cosa: su pañuelo anudado al cuello, el cual hoy está bien custodiado en la sede de la Asociación del Futbolistas del Valencia C.F., esa a la que fuimos los dos juntos a darnos de alta como socios de la misma y que, gesto que les honra, sigue editando “El Calendario de Jorge Iranzo”. 

Empecé a ir a Mestalla, allá por finales de los años 60, con mi padre y el entrañable tío Pepico, el carnisser. Tenían el pase en Tribuna, en aquella tribuna de las sillas de enea, en la fila 16. Yo aún no tenía pase propio. Recuerdo que iba acojonado. En cuanto empezaba el partido se me pasaba, pero llegaba acojonado, realmente acojonado. Miraba a la fila de abajo y veía al pediatra, D. Joaquín Colomer y al otorrino, D. José Iranzo. Miraba a la fila de arriba y veía al dentista, D. José Canut. Pensaba que en cualquier momento durante el descanso, tras el eterno anuncio de “Pollos asados, Casa Cesáreo”, se dirigían a mí, todos con la bata blanca, y me decían “abre la boca y di a”, “hay que ponerte una vacuna”, “a ver si te cepillas mejor los dientes, que tienes una caries”. Menos mal que en la fila de abajo habían dos niños. Eso me tranquilizaba. Se llamaban Jorge y Javier. Los veía tan acojonados como yo. Pensaba que era por lo mismo. Pero no, eran así. Educados, tranquilos, discretos. Pero muy del Valencia C.F. 

Pronto llegó mi primer pase en 1973. Me fui a Sillas Gol Norte y les perdí la pista a los hermanos Iranzo. No así a su padre en la consulta, que me operó de amigdalitis. Esporádicamente iba a algún partido con el pase de mi padre a Tribuna y allí estaban siempre Jorge y Javier, discretos y correctos, pero viviendo apasionadamente los partidos. 

Así hasta que en febrero de 1988 falleció mi padre (que ya iba con mi madre al fútbol tras la defunción de su eterno compañero de asiento, el tío Pepico). Mi hermano Javier y yo decidimos no dejar esas localidades de Tribuna que tantos años habían pertenecido a nuestra familia, ya antes a mi abuelo Jesús desde los años 40. En ese momento me reencontré de forma asidua con la familia Iranzo los días de partido en Mestalla. Nada había cambiado. Seguían viviendo los partidos con la misma intensidad, pero con total corrección. Recuerdo que, en aquella época, a Jorge le encontraba parecido a Lluís Llach. Nunca se lo dije. No sé si le hubiera gustado. Creo que no. Y ahí empezó una amistad con Jorge, fraguada por nuestro amor al Valencia C.F. Esa época de compartir proximidad en Mestalla duró hasta 1995 con la construcción del Palco VIP, que afectaba a nuestras dos localidades, y mi traslado a mi actual sector 29, no antes de darme el gusto de mandar a la mierda al entonces Presidente, Paco Roig (siempre me ha jodido que se llame igual que mi padre semejante individuo). 

Cada temporada solía hacer dos o tres desplazamientos fáciles de partidos del Valencia fuera de Mestalla. En una época sin móviles aún, no era nada difícil encontrar a Jorge. Siempre le buscaba y siempre le encontraba. Sabía sus rutinas. Siempre eran las mismas. Nos vimos en finales y nos vimos en partidos de mero trámite, pero siempre que viajaba, le buscaba y compartíamos un rato agradable. 

Desde el año 2012, cada temporada, hago al menos un desplazamiento con mi hijo Pablo y, si es posible, pasamos el fin de semana en la ciudad donde se juega el partido. Y, si puede ser, nos quedamos en el mismo hotel que el equipo. Para intentar hacer fotos con los jugadores. Es una experiencia que recomiendo a cualquier padre que tenga un hijo que también comparta esta pasión. Esa primera vez fue en Barcelona y, como siempre, allí estaba Jorge. Esa fue la primera vez que Pablo conoció a Jorge. El partido fue por la noche. Estuvimos con él desde mediodía, momento en que llegó con su coche y se acercó al hotel de concentración del equipo. Tomaba una distancia prudencial, sobre todo con los jugadores y cuerpo técnico, pero era casi uno más entre el resto de la expedición, la menos glamourosa. Vimos el partido juntos. Perdimos 5-1. Volvimos los tres andando en dirección al hotel, ya que él tenía su coche aparcado allí. Pablo y yo, a dormir. A Jorge, aún le quedaban 350 km para ello. Para él, un paseo. 

Durante los años siguientes nos seguimos viendo en cada desplazamiento que hacía con Pablo. Además, mi relación de amistad con él empezó a ser más intensa también en Valencia, pero curiosamente nunca en días de partido en Mestalla. Jorge tenía la costumbre de entrar muy pronto al Estadio y yo soy más de disfrutar el ambiente por los aledaños de Mestalla y entrar casi en el último momento. Eso sí, nunca faltaba una llamada de teléfono o un whatsapp con su famosa frase: “Hoy, de tres para arriba”. 

Ya llevaba tiempo dándole vueltas a una idea que me rondaba la cabeza. Hacer un desplazamiento con Jorge y que nos acompañara también mi hijo Pablo. El chaval ya estaba encauzado, el murciélago ya le había mordido. Y eso ya no tiene cura. Pero nunca está de más una masterclass con el más incondicional de los aficionados valencianistas, uno de los cinco mil irreductibles que estuvieron en el Nou Camp aquel fatídico 12 de abril de 1986. Un aficionado con el sentimiento más puro y sincero de valencianismo que nunca he visto, ni probablemente veré. Como él mismo decía, había nacido para ser del Valencia, si no, no hubiera nacido. 

Esta vez, no nos encontraríamos allí. Haríamos el desplazamiento juntos al estilo Jorge Iranzo. Coche de ida y vuelta el mismo día. Y así fue. Destino Getafe. Lo sé, no es la ciudad ni el estadio con más encanto, pero eso no era lo importante. Lo importante era la lección. Pablo aprendió que se puede ser el más incondicional de los aficionados del Valencia C.F. y ser correcto, respetuoso y discreto. 


Fue el 24 de abril de 2016. A las 08.00h empezó la lección magistral, que Pablo nunca olvidará. Jorge nos recogió en un coche de alquiler en la puerta de casa. Durante el camino nos habló de su enfermedad, que tenía muy asumida, de ese puto cáncer de páncreas que se lo llevó. De ese partido en La Coruña, escasamente tres meses atrás, cuando al finalizar el mismo orinó sangre y, encontrándose mal, se volvió sólo conduciendo esos casi 1.000 km que hay hasta Valencia. De esa insignia de oro y brillantes que le acababa de imponer el club, según él, de forma precipitada para evitar críticas por si moría pronto sin habérsela concedido. De los coches que había quemado, a los que les ponía una llanta con el escudo del Valencia en cada rueda. De los cientos y cientos de desplazamientos, anécdotas, compañeros de viaje con los que compartir gastos y conversación, pero nunca el volante (eso siempre era cosa suya, era innegociable). De jugadores, entrenadores, directivos, aficionados. De alegrías, tristezas, decepciones. Por supuesto, sonó tres veces el claxon al salir de la Comunidad Valenciana, una de sus costumbres en sus desplazamientos. Pablo alucinaba. 

Tras una parada, a eso de las 12:00 h llegamos a Madrid al hotel de concentración del Valencia. Saludó a periodistas, algún directivo como Juan Sol, utilleros, se dio un fuerte abrazo con Pepito de los Santos. Me llamó la atención que Kim Koh se dirigió personalmente a él. Ni una sola palabra con los jugadores de la plantilla. 

Después a comer a Getafe. Antes de bajar del coche, se puso su pañuelo de la suerte, como él le llamaba. Sabía donde aparcar para salir rápido tras el partido, donde comer bueno, bonito y barato, donde dar un paseo hasta que llegara el bus del equipo, al que fuimos a recibir a su llegada al Estadio. Todo un guía profesional. Después ya fuimos a entrar al Estadio. Quería llegar pronto. Nos dijo: “Las puertas aún estarán cerradas. Habrá gente esperando para ponerse en primera fila y salir en las fotos y en la tele y yo para sentarme tranquilamente en la última fila de la grada visitante”. Esa era su filosofía: acompañar al equipo pasando lo más desapercibido posible. Después, el partido. Empatamos 2-2. Es lo de menos. La vuelta, como la ida, espectacular. Más anécdotas y volvió a sonar tres veces el claxon al entrar en la Comunidad Valenciana. Pablo volvió a alucinar. Hasta que llegamos a la base de la compañía de alquiler de vehículos en el Polígono de Quart de Poblet, donde dejamos el coche alquilado para volver a Valencia con el de Jorge. Su último coche. Un Citroen CX blanco. Tenía mis dudas que fuera capaz de recorrer los escasos 10 km hasta Valencia. Se caía a trozos. Pero ahí estaba, ante nosotros, con un escudo del Valencia C.F. en cada una de las llantas de las ruedas, otro escudo metálico en la parte trasera del vehículo. Qué contradicción: se caía a trozos, pero era precioso. Llegamos a casa. Terminó la masterclass que Pablo nunca olvidará, pero reconozco que yo tampoco. 

El 14 de noviembre de ese mismo año Jorge falleció. Pocas semanas después quedé con su hermano Javier en el bar de la Asociación de Futbolistas junto a Mestalla antes de un partido. Javier me regaló el mechero de Jorge, como muy bien podéis imaginar, con un escudo del Valencia C.F. Un mechero que ya no enciende cigarros, pero con el que se puede encender la mecha del valencianismo más puro y sincero. Es más, le voy a proponer a Rafa Lahuerta que encendamos con él la próxima traca conmemorando el gol de Forment. 

Te echo de menos, amigo. 

Hoy, de tres para arriba. Amunt sempre!!! 

Jesús Roig Sena. 



divendres, 9 de novembre del 2018

BITÁCORA DEL CENTENARIO



Jornada 12

EL HINCHA ILUSTRADO.

El momento culminante de mi trayectoria como hincha con lecturitas fue el desplazamiento a Getafe de la temporada 2012-13, la de Valverde tras el cese de Pellegrino. Ese día quedará en los anales. Era sábado y Madrid amaneció teñida de rojiblanco. El día anterior, viernes, el Atleti había ganado la copa en el Bernabéu. Llegué a primera hora y enfilé mis pasos hacia la casa familiar de los Panero, en la calle Ibiza. Con mi bufanda de hincha discreto me hice una foto en el portal del número 35. En ese momento, unas vecinas comentaban el nuevo peinado de la princesa Letizia. Me miraron mal. Yo a ellas también, por cotillas y por beatas. Después crucé al otro lado, al de los números pares. Seguí ilustrándome. La calle Ibiza está al norte del Retiro y es una especie de panteón de falangistas condecorados. Leopoldo Panero padre al margen, la lista sigue con Dionisio Ridruejo, Carlos Ollero, Adriano del Valle y don Agustín de Foxá.

Don Agustín de Foxá merece un apunte, y no sólo por la sonoridad emblemática de su apellido. Del gran poeta del Régimen franquista pende la famosa anécdota de los dictados. Si no la sabes te la cuento. Había dos fórmulas para registrar errores ortográficos. Una para pobres y otra para pijos. El dictado de los pobres era: Ahí hay un hombre que dice Ay; el de los pijos: Don Agustín de Foxá viajó a Jávea en un Jaguar.

Sin duda, el hombre que mejor ha pronunciado el nombre de don Agustín de Foxá ha sido Juan Luis Panero, el hermano mayor de los Panero. Le escuchas recitar “amigo de Foxá” y lo comprendes todo. Seamos sinceros. Las ciudades sólo son cementerios de estatuas de poetas donde cagan las palomas.

En la calle Ibiza de Madrid se entiende a la perfección. Justo enfrente de Ibiza 35 hay otra lápida, la de la casa natalicia de Plácido Domingo. Todavía recuerdo a Plácido Domingo cantando aquella memorable aberración del Mundial 82:…el mundial, ¡viva!, que todos los países vienen a jugar. El mundial, ¡viva!, los grandes del balón se tienen que enfrentar. El mundial, ¡viva!, el campo es una fiesta, es todo un festiva. El mundial, ¡viva!, que todos van a recordar, y a cantar…Ante tanta gloria del pasado me entraron ganas de lo de siempre.

Mi afición por los hoteles es sabida, pero el apuro iba en aumento y no tuve más remedio que parar en la Pastelería Mallorca. En plena faena me vino a la cabeza la cita de Marta Sanz: “Literatura es el punto de intersección entre urbanismo y escatología”. Fue una deposición de aliño, que no constará en acta. Al menos, había escobilla.

Como estaba de un lírico subido, a la hora de comer opté por el Café Gijón. El único intelectual de guardia a esas horas era Juan Cruz. ¡Dios, el meloso Juan Cruz en vivo y en directo! Me senté en la última fila del café y pedí unos huevos rotos con jamón. De reojo, los camatas miraban mi bufanda del Valencia: ¡Miradla hijos de puta, miradla! De fondo, la voz meliflua y aterciopelada de Juan Cruz llenaba el instante de prosodia. Debieron echarle algo a los huevos porque tuve otro apretón, el segundo. Fui al baño y al pasar por delante de Juan Cruz carraspeé con énfasis. Ni se inmutó. Al abrir la puerta del baño me asusté. Aquí no cago ni de coña, pensé. Crucé al hotel Ritz. Valió la pena.

Después, aliviado y feliz, di un paseo por la calle Fuencarral. Como tengo cara de buena persona se me acopló el típico tolai con ganas de conversación futbolera. Me hice el sordomudo, pero de verdad. Lo mejor fue cuando el tolai intentó disculparse en precaria lengua de signos y yo, con voz grave y firme, le dije: tranquilo, no pasa nada. Eso lo remató. Hora y media antes del partido cogí el Cercanías de Getafe. Entré de los primeros y me acoplé en la última fila del sector visitante. Fue un buen desplazamiento. Nos hicimos fácilmente con la animación y también con el partido. Marcó Mathieu y las opciones de Champions siguieron intactas.

En el descanso, un notas de unos 43 años y medio me miró extrañado. Tío, preguntó: ¿Cómo es que te sabes todas las canciones? ¡Pareces un ultra! Respiré hondo, pensé la respuesta, contesté: Porque soy el hombre que casi conoció a Michi Panero. Ya no me volvió a dirigir la palabra. Si le hubiera dicho la verdad, tampoco me hubiera creído. 

Rafa Lahuerta

divendres, 2 de novembre del 2018

BITÁCORA DEL CENTENARIO


Jornada 11

SIETE DÍAS DE ENERO DE 1979

Cultura de club es lo que queda cuando se apagan los focos, el eco del balón que pegó en el poste y se fue a córner, la sonrisa de Puchades cuarenta años después de su partido homenaje. Cultura de club somos nosotros, con nuestra historia individual a cuestas, el imaginario compartido sujeto a mil modificaciones subjetivas, la terca insistencia en seguir levantando una piedra que siempre nos aplasta. Cultura de club también es la resignación que nace tras la ilusión desmedida del verano y la notable frustración del otoño. Cultura de club es poco marketing y mucha fe. No se vende en las taquillas. Exige virtudes antiguas. Respeto, responsabilidad, amor, incondicionalidad. Cultura de club es saber que esto ya lo has vivido; una, dos, más de diez veces. Viene al pelo ese epitafio magnífico con el que Carmen Alborch se despidió la semana pasada: la alegría es saber resistir. Eso, fundamentalmente, es cultura de club: una forma de resistencia. A veces en silencio y otras con tambores, pero resistencia al fin y al cabo. Cultura de club es dialogar con el pasado sin caer en la nostalgia. 

En fútbol, la tradición nunca puede ser un problema o un lastre. La memoria proyecta y fortalece, segrega lecciones, siempre suma. No es un sentimentalismo inocuo ni una inexistente propensión a la melancolía. La melancolía es añoranza de lo que tal vez no sucedió. Nada menos melancólico que la incondicionalidad. El melancólico es alguien que ya ha perdido, que se sabe perdido. Con la melancolía se escriben poemas y algunas novelas. La melancolía es la ciencia de los esfuerzos inútiles y la cultura de club ejemplifica todo lo contrario: el arte de resistir. Para resistir hay que recordar. No se resiste desde la improvisación. No se construye nada desde el artificio irreal del puro presente. El presente no existe. O es pasado o es futuro. 

Recuerdo siete días de enero, enero de 1979. Era una semana con 3 partidos en Mestalla. Domingo, miércoles, domingo. Última jornada de la primera vuelta, partido de copa tras ganar en la ida en Montilivi, primera jornada de la segunda vuelta. El domingo 21 de enero se jugaba un Valencia-Salamanca. Fue el primer partido televisado en color del VCF en Mestalla y también el primer día que estrenábamos los nuevos pases en el sector 5, en la numerada cubierta. Diluviaba. Mi padre creyó que era el momento idóneo para disfrutar del fútbol a cubierto y en eso era único: nadie podía pararle. Llegamos al graderío empapados, sorteando varios ríos: el de Blasco Ibáñez, el de Artes Gráficas y el de los pasillos interiores de Mestalla, fruto sin duda del desbordamiento de la acequia. La avda. de Aragón aún no existía y el acceso a la grada de Numerada no era el actual. Hasta 1982, se entraba por las puertas más esquinadas de la avenida de Suecia, en una disposición espacial que hoy casi nadie recuerda. 

El partido fue horrible. Para colmo, había goteras en nuestras butacas. Recuerdo a Solsona con precisión y al incombustible Carrete, intentando imitar el juego del malabarista de Cornellà. No hay otro partido con tanta lluvia en la historia de Mestalla, ni siquiera el del Banik Ostrava. En el descanso, hastiados del agua y del pésimo fútbol, volvimos a casa. Vimos la segunda parte por la tele, entre escalofríos. El lunes y el martes los pasé en cama. Pero el miércoles volvía el fútbol a Mestalla, un Valencia-Girona de copa. Milagrosamente, ese miércoles ya estaba bueno. El milagro era el partido de la noche. Para ganarme ese privilegio fui al colegio. Pasé un día horrible pero a medida que se acercaba la hora mi estado de salud mejoraba. Tras un tira y afloja, convencimos a mi madre para que me dejara ir. Los partidos entre semana eran un regalo incomparable. Ir a Mestalla un miércoles no tenía precio. Ese hechizo te salvaba la semana. No importa que fueran eliminatorias de copa contra equipos de categorías inferiores. Esos partidos subrayaban mis preferencias: las luces encendidas de Mestalla desde el chaflán de la calle Gorgos, la cena de sobaquillo en el bar Los Checas y una afluencia de público menor, que permitía fijar detalles poco habituales. En ese sentido, aquel Valencia-Girona fue raro. La clasificación ya estaba sentenciada pero el partido fue un desastre made in Valencia. Terminó con empate a uno y la bronca y el desencuentro entre afición y equipo fueron sonoros. De vuelta a casa empecé a sentir escalofríos. Al día siguiente volvió la fiebre. De esa fiebre ya sólo me curé para volver a Mestalla el domingo. El último partido de la semana no mejoró los anteriores. Perdimos 0-1 contra el Madrid de forma merecida. La paciencia de la tropa empezó a quebrarse. Un par de meses más tarde, Marcel Domingo, que había devuelto al Valencia a Europa en la 77-78, fue destituido. Lo sustituyó Pasieguito. El resto ya lo sabes: a finales de junio ganamos la copa del rey en el Calderón. Sucedió hace 40 años. Si atas cabos comprenderás que llevamos 100 repitiendo los mismos giros de guión. 

Sólo hay algo que no puede fallar nunca: tu resistencia. O sea, tu alegría. 

Rafa Lahuerta

dimecres, 31 d’octubre del 2018

TODOS LOS SANTOS DEL 93



Lo admito, aquello que sucedió es por mi culpa. Todo empezó unos días antes de aquel 2 de noviembre del 93. La camiseta del Valencia era la gran novedad en Llorençet, la tienda de deportes de mi pueblo. Absolutamente blanca, sin los detalles en negro o naranja que se incorporaron años después, con una palmera gigante y multicolor de Mediterránea, el logo de la controvertida marca comercial de turismo de nuestra comunidad. Era (o me parecía) preciosa y lucía en el escaparate de la tienda. Yo la quería.

Tras vender el póster tamaño natural de Magic Johnson a un compañero del instituto, reuní el dinero necesario para comprarla y, por fin, la conseguí.

Al día siguiente, festividad de Todos los Santos, tenía que hacer la tradicional visita a los cementerios y yo sabía que no debía ponerme la camiseta, que no era el día indicado (por lo de llevar al cementerio cosas del Valencia, el mal fario, el gafe y tal…) pero ¿qué queréis que os diga, cómo no me iba a poner mi camiseta nueva? Éramos los líderes de la Liga, teníamos a Mijatovic, habíamos barrido a los alemanes en la ida, 3 a 1 en un partido que podíamos haber goleado y en el que Mestalla hizo un tifo impresionante.

¿Cómo iba a afectar el hecho de que pasease la camiseta por los cementerios a aquel Valencia imparable? Aquel equipo del que Michael Robinson decía que era la Naranja Mecánica de Hiddink. Si hasta la Guía Marca hablaba bien de nosotros: “Fútbol total con aire mediterráneo”. No podía afectar… era imposible.

Así que me la puse, la primera camiseta oficial que tenía desde aquella Senyera que me regalaron en la comunión. Junto a unos vaqueros y una camisa de franela (eran los noventa y el Nevermind de Nirvana lo invadía todo) me fui a visitar a los difuntos. Por el cementerio de Alfafar y Catarroja lucí mi camiseta, ¿quién iba a imaginar todo lo que vino después?

Al día siguiente el Valencia jugaba en Karlsruhe, el partido que estaba esperando. Ya habíamos eliminado al Nantes en una buena eliminatoria y ahora tocaban los alemanes.

Me volví a poner la camiseta y me fui al instituto esperando a que llegase la hora del partido. Por la tarde, le pedimos al profesor de Filosofía que nos dejase salir antes porque el encuentro se jugaba muy pronto. Salí corriendo de clase y directo a casa para llegar justo con el pitido inicial.

Todo empezó bien, una buena ocasión de Fernando, otra de Pizzi pero algo se torció y luego sucedió lo que todos ya sabéis. Era imposible, no encontraba explicación a lo ocurrido, no me lo podía creer. Durante años me sentí culpable…

La camiseta acabó en un cajón junto a otras cosas que vienen y van. Manías y supersticiones que nos persiguen cuando el equipo entra en esas rachas en las que el balón no quiere entrar: no grabar los partidos en vídeo, entrar por una determinada puerta a Mestalla, ir por un determinado camino, etc…

Años después me reconfortó saber que a otros valencianistas también les había perseguido la idea de ser los causantes de alguna derrota, incluso alguno ilustre como Manuel Vicent, según cuenta en Tranvía a la Malvarrosa, y esto nos sirve de alivio, nos ayuda a pensar que no estamos solos, que no estamos locos.

Arturo Marzal Navalón

Socio del Valencia CF

divendres, 26 d’octubre del 2018

BITÁCORA DEL CENTENARIO

Jornada 10

DE MACHOTES Y MARIQUITAS.

Me gusta Bilbao. Es una ciudad bien terminada, donde todo responde a una lógica. De Bilbao me interesa sobre todo la intimidad, el concepto burgués de intimidad que propone la disposición de su mapa. Como todas las iluminaciones arbitrarias procede del desván atávico de la ensoñación. La ensoñación es el preludio estético de las intuiciones, y a las intuiciones, de sobra lo sabes, hay que educarlas con fervor literario. Son nuestro carácter. Me paso la vida trasteando en ese alambre, que es un alambre de mapas, planos y puentes. En pocas ciudades los puentes tienen un carácter tan antagónico como en Valencia y Bilbao. Los nuestros tienen el sesgo de lo fronterizo. En Bilbao, en cambio, integran y acogen. Esa perplejidad es un desvelo nocturno. Cruzar puentes es un acto filosófico. Hay que hacerlo de noche para descifrar el enigma. Bilbao, que es ciudad de dos orillas, ha conseguido disimular el carácter disuasorio de la ría hasta convertirla en una avenida más. Sus puentes parecen calles del Ensanche, pequeños respiros que no sugieren grandes cambios en el imaginario del paseante. En Valencia, los puentes son abismos. La ciudad decimonónica aún no ha logrado integrar de manera metafísica el eco que procede del otro lado. Y tiene sentido. El otro lado es una construcción reciente, moderna, sin la consistencia pétrea que otorga un relato compartido. Incluso la brisa es otra. Haber convertido el río en parque tampoco mejora esa tensión. Al contrario. El jardín es un foso. Y los fosos no integran, esconden. Basta cruzar de noche el puente del Real o el de Aragón de camino al mar para comprender lo que digo. Valencia es una madrastra que expulsa, Bilbao es una madre que acoge. Esa paradoja también es futbolera. Al Athletic nadie le discute su hegemonía en Vizcaya. Al Valencia le crecen todo el tiempo los enanos. Incluso los más tontos hablan de contrarrestar el sobre de azúcar del pensamiento único. Que formulen en Bilbao la majadería del pensamiento único: acabarán en la ría, camino de Santurce. No es extraño que me vea en Bilbao. Es una proyección plausible. Viviría en un ático reformado de la calle Cantarranas, en el barrio de Bilbao la vieja y creo que sería homosexual, un homosexual de Bilbao. Tendría un perrito al que llamaría Julen y al llegar a casa me pondría una batita de seda comprada en Estambul. Sería, me veo, un burgués moderadamente ilustrado, de los que se toman las cosas con calma y ya no saben enfadarse con casi nadie. A diario cruzaría al mercado de la Ribera por el puente de San Antón, el que sale en el escudo del Athletic Club. Compraría pescado fresco, huevos, algo de pan. Sería una especie de agitador cultural al otro lado de la ría y formaría parte del club de cine del barrio San Francisco. Todos los años veríamos La muerte de Mikel, mi película favorita en el contexto de esa vida imaginada. Acabaría sabiéndome de memoria los diálogos, el himno de la Otxoa vestida de futbolista, las contradicciones de la izquierda abertzale, la ceremonia pacata del nacionalismo beato, la miseria de la doble moral, los prejuicios, la carcundia de la intolerancia. Dejaríamos también que se colara el fútbol. Hablaríamos del doblete de 1984 y de su iconografía, tan presente en las calles de la ciudad. Yo mismo, en un arranque de frivolidad, diría que La muerte de Mikel es también la película del doblete del Athletic, tan obvio desde que Imanol Arias entra en un cabaret nocturno y aparece la Otxoa cantando una canción de homenaje al flamante campeón de liga, la del gol de Tendillo. Habría que contextualizar ese chispazo. La Otxoa es a Bilbao lo que el Titi era a Valencia, un emblema y un símbolo, dos maneras idénticas de escribir la libertad y el desparpajo. En Bilbao tendría una zapatería en la calle del Licenciado Pozas. Cuando alguien me pidiera unas Puma yo respondería: venga bah, un cigadito. Toda la ciudad me conocería por ese chiste. Habría colas de gente comprándome zapatillas Puma, sólo para que les contara el chiste. De vez en cuando, el escritor Iñaki Uriarte vendría a comprarme mocasines Pikolino. Nos tutearíamos y acabaría sacándome en sus Diarios con alguna frase como: comprar zapatos te reconcilia con la vida. Desde la puerta de la zapatería se divisaría el escudo del Athletic. Primero el del viejo San Mamés, después el del nuevo. Cuando jugara el Athletic entre semana colgaría la bandera rojiblanca en la puerta de la zapatería y una foto de Julen Guerrero. Ya tú sabes. 


Rafa Lahuerta



divendres, 19 d’octubre del 2018

BITÁCORA DEL CENTENARIO


Jornada 9


TANGANA EN LA BARRACA

Un Valencia-Leganés es una ciénaga narrativa. No hay anécdotas, ni recuerdos, ni vivencias que alimenten la posibilidad del memorioso para escribir su bitácora del Centenario. En perspectiva, la 2018-19 no es una buena temporada para tirar de memoria. Faltan muchos clásicos. A bote pronto me salen unos cuantos: Zaragoza, Sporting, Oviedo, Osasuna, Mallorca, Deportivo, Murcia, Elche, Las Palmas, Racing. Incluso Tenerife, Castellón, Málaga, Logroñés, Burgos, Salamanca, Hércules, Albacete o Cádiz son clubs que me escribirían las crónicas sin apenas esfuerzo. Bastaría con un fogonazo. Por contra, su lugar lo han ocupado equipos de los que no sé nada, a los que nada me vincula. Sostener esa tensión es el reto de mi particular centenariazo lírico. En jornadas así estoy obligado a pensar en Violante, un soneto me manda hacer Violante. Seguro que conoces la historia. Se le acercó al poeta Lope de Vega una fan llamada Violante y le pidió un soneto. Contra todo pronóstico salió airoso del envite. Por multitud de lances similares, la medieval plaça de Les Herbes de Valencia acabó llevando su nombre: Plaza Lope de Vega. En esa plaza estuvo y está la portería más estrecha de Europa. A principio de los años 90’ los nanos aún jugaban al fútbol en ese rincón del barrio del Mercado. La portería más estrecha de Europa ejercía de imán y cerrojo. Una mística del Catenaccio sobrevolaba el ambiente. De portero solía jugar un chaval gordito al que todos llamaban Algarrobo. Algarrobo era un niño megáfono. Como era imposible meterle un gol se pasaba el rato amenizando el juego con una frase hecha que él mismo había patentado: No le ganas ni al Leganés, No le ganas ni al Leganés, repetía hasta la saciedad. A pocos metros de la portería, casi al inicio de la calle del Trench, estaba el bar La Barraca, en sintomática y casual sintonía con el tipo de fútbol que allí se practicaba. Muchas tardes me las pasaba en su terraza. Buscaba ideas para una novela que sintetizara esa atmósfera de ciudad vencida, pero el partido clandestino me despistaba demasiado. De vez en cuando, el niño megáfono se enzarzaba con algún rival. La tangana se estiraba hasta que el Algarrobo le daba un bofetón al listo de turno. Eran tanganas de mano abierta, mis preferidas. Después, el tiempo cubrió de olvido las escaramuzas callejeras y la plaza Lope de Vega se entregó a la borrachera del turismo de masas. A veces imaginaba al Algarrobo convertido en un yonki que muere en los aledaños de la huerta de Campanar, pero pronto desistía; la novela negra me agota. La realidad es más fructífera y generosa. En la semana del Valencia-Leganés, Enrique Ballester ha presentado su libro en Valencia. Si escribir es alimentar paradojas, “Barraca y Tangana” es el soneto de Violante a los pies de Santa Catalina. Tenía razón mi madre cuando en el verano de 1984 me obligó a memorizar ese poema. Algún día te servirá de algo, me decía. Yo la miraba escéptico. Menudo coñazo, pensaba. Un soneto me manda hacer Violante, en mi vida me he visto en tal aprieto, repetía como un papagayo. 34 años después tengo algo parecido a una respuesta. Lope de Vega y el Leganés, quién lo iba decir, unidos gracias al genio de Enrique Ballester. Ya sólo falta que la frase que el niño megáfono repetía todo el tiempo a modo de mantra: “No le ganas ni al Leganés, no le ganas ni al Leganés”, deje de cumplirse. De momento, el fantasma del jodido Algarrobo lleva cuatro empates en casa y la minúscula portería que defendía con ardor guerrero se ha convertido en reclamo universal para turistas. Menos suerte tuvo el bar La Barraca. En el año 2003 cambió de nombre. Ahora se llama café del Mar. A su lado, el felliniano “Ocho y medio” cuenta otra historia. Acaso un poema de ruinas y playas. Posiblemente, la historia de Jep Gambardella en la ciudad de Valencia: la evocación nocturna del mar en la calle del Trench.

Rafa Lahuerta