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Querido lector, ignoro si conoces al director de cine Tim Burton, e igualmente ignoro si su filmografía te es cercana, tanto como lo es para mí. Viene a cuento este preámbulo porque me parece importante fijar las coordenadas del relato en estos términos. Mi padre es como el personaje encarnado por el magnífico actor británico Albert Finney en la película Big Fish de Tim Burton. Para aquellos que o bien no han visto la película, o no recuerdan sus detalles, apuntaré que Ed Bloom, el personaje que interpreta Finney, es un vulgar comerciante, un viajante, un representante de comercio que, como antídoto contra una gris y nada excitante vida laboral, adorna sus relatos con inverosímiles historias que tienen que ver con los días y semanas que pasa fuera de casa. No desvelaré los recovecos fantásticos y emocionantes de esta historia, pues son innecesarios en lo sucesivo, pero animo a todos aquellos que no hayan visto la película a que la vean.
Cuenta mi padre que cuando la acequia de Mestalla bordeaba el “gol gran”, él y sus hermanos, una suerte de hermanos Dalton del fútbol valenciano, solían colarse por un “forat” que había en un lugar bajo las gradas solo conocido por ellos. Siempre cuenta que una vez los descubrieron y que el policía armada les persiguió hasta obligarles a salir por donde habían entrado. La huida debió ser desesperada pues mi tío Pepe, el hermano mayor, calculó mal sus salto y cayó con sus posaderas y demás osamenta en las turbias aguas de la acequia. La que da nombre al hogar del Valencia C. F.
En las sobremesas navideñas, las pocas en las que mi familia ha sido capaz de comunicarse con cierta naturalidad, siempre aparecían historias de todo tipo y jaez, predominando las futboleras y, entre ellas, las hazañas de mi padre con su panda de enfermos del fútbol. Cuenta que durante los años 60 tenía un amigo, llamado Vaquer, con el que se colaba sistemáticamente. Su técnica, obsoleta en los tiempos que corren, tiempos de tornos y guardias jurados de mirada acerada, consistía en señalar al que iba detrás de él como el depositario de su entrada o abono. No olvidemos que, en aquellos tiempos, los porteros debían recortar a mano el numerito asignado al partido en cuestión. Su técnica le franqueaba el paso y le dejaba el “marrón” al que venía detrás que, ignorante de la que se le venía encima negaba conocer de nada al timador, el cual, ágil de piernas, desaparecía cual Guadiana futbolero entre el gentío.
Con los años mi padre empezó a evitar esos riesgos emocionantes, pero ya innecesarios, sacando un abono y comprando su entrada cuando el partido no estaba incluido en el pase, era día del club o venía un equipo extranjero. Recuerdo con nitidez el partido de Copa de la UEFA en Mestalla contra el Manchester City, el 27 de septiembre de 1972. Mi padre me sacó de casa por sorpresa. ¡Venga que nos vamos a Mestalla! ¿Qué? Sí, que hay un partidazo. Las entradas eran de general de pie en el “gol xicotet”. La asistencia no fue demasiado abundante y desde nuestra posición se veían las localidades de anfiteatro casi vacías. En la media parte mi padre decidió que podía sentarse allí, dado que no había otras personas que las ocuparan. Caminamos por los pasillos y topamos con una puerta metálica que nos impedía el acceso, como no podía ser de otra manera, al anfiteatro. Mi padre aporreó la puerta para que la abrieran y nos permitieran pasar, pero quién la abrió fue un policía armada, un “gris”, para entendernos. Siguió una discusión y la amenaza de ser llevado a comisaría. Mi congoja, que iba en aumento, rompió a llorar. Mi llanto infantil provocó dos efectos: cierta indulgencia por parte del policía, que nos mandó de vuelta por donde habíamos llegado; y una bronca de mi padre por mi falta de hombría. Ese episodio, desagradable sin paliativos, podría haber sido el broche final a ese deporte, mal entendido, de tomarle el pelo a todo el mundo, colándose. Un deporte de otros tiempos. Tiempos de posguerra, necesidad, picardía y el sonido sordo de la radio en los domingos contando las hazañas futbolísticas que otros, en mejor posición económica, sí podían ver.
Si alguna vez las sospechas de que mi padre contaba más trolas que otra cosa pudieron afianzarse en mí, aquellas quedaron totalmente despejadas en una tarde de domingo de 1974. El 1 de diciembre jugó el At. Madrid en Mestalla y mi padre se vio con unos amigos de la playa, con los que jugaba desde hacía años todos los domingos. Valero era uno de ellos. Un tipo con corte de pelo a lo Nino Bravo, altura escasísima y traje de chaqueta al estilo del Doctor Rosado. Valero no tenía entrada y mientras hablaban de cómo eludir el pago de los impuestos, se terció que podía intentar colarse. Dicho y hecho. Con la vieja técnica de apuntar al de atrás, mi padre, y yo como cómplice forzado, nos haríamos los suecos cuando Valero apuntara hacia nosotros como depositarios de su entrada. Tal vez los años pasados oxidaran la habilidad innata de hacer bueno lo imposible, o quizá los nuevos porteros tenía más reflejos que los de los años 50 y 60, pero fuera como fuese, a Valero lo pillaron nada más entrar por la rampa de acceso a tribuna y anfiteatro. Mis nervios se relajaron al ver que Valero era conducido como un vulgar ratero hacia la salida, él que lucía un aspecto inmaculado, con aquella corbata llena de amebas y sus solapas puntiagudas.
Sí. Todo lo que me contaba mi padre, como en la película de Burton, tenía un halo de verdad. Practicante de un deporte extinguido en unos tiempos de incertidumbre y miserias que, ciertamente, cada vez distan menos de aquellos, sigue jactándose de no haber pagado nunca en sus tiempos mozos para entrar en Mestalla. Y yo, fíjate, que no le creo del todo…
Francisco García
Socio del Valencia CF
Cuenta mi padre que cuando la acequia de Mestalla bordeaba el “gol gran”, él y sus hermanos, una suerte de hermanos Dalton del fútbol valenciano, solían colarse por un “forat” que había en un lugar bajo las gradas solo conocido por ellos. Siempre cuenta que una vez los descubrieron y que el policía armada les persiguió hasta obligarles a salir por donde habían entrado. La huida debió ser desesperada pues mi tío Pepe, el hermano mayor, calculó mal sus salto y cayó con sus posaderas y demás osamenta en las turbias aguas de la acequia. La que da nombre al hogar del Valencia C. F.
En las sobremesas navideñas, las pocas en las que mi familia ha sido capaz de comunicarse con cierta naturalidad, siempre aparecían historias de todo tipo y jaez, predominando las futboleras y, entre ellas, las hazañas de mi padre con su panda de enfermos del fútbol. Cuenta que durante los años 60 tenía un amigo, llamado Vaquer, con el que se colaba sistemáticamente. Su técnica, obsoleta en los tiempos que corren, tiempos de tornos y guardias jurados de mirada acerada, consistía en señalar al que iba detrás de él como el depositario de su entrada o abono. No olvidemos que, en aquellos tiempos, los porteros debían recortar a mano el numerito asignado al partido en cuestión. Su técnica le franqueaba el paso y le dejaba el “marrón” al que venía detrás que, ignorante de la que se le venía encima negaba conocer de nada al timador, el cual, ágil de piernas, desaparecía cual Guadiana futbolero entre el gentío.
Con los años mi padre empezó a evitar esos riesgos emocionantes, pero ya innecesarios, sacando un abono y comprando su entrada cuando el partido no estaba incluido en el pase, era día del club o venía un equipo extranjero. Recuerdo con nitidez el partido de Copa de la UEFA en Mestalla contra el Manchester City, el 27 de septiembre de 1972. Mi padre me sacó de casa por sorpresa. ¡Venga que nos vamos a Mestalla! ¿Qué? Sí, que hay un partidazo. Las entradas eran de general de pie en el “gol xicotet”. La asistencia no fue demasiado abundante y desde nuestra posición se veían las localidades de anfiteatro casi vacías. En la media parte mi padre decidió que podía sentarse allí, dado que no había otras personas que las ocuparan. Caminamos por los pasillos y topamos con una puerta metálica que nos impedía el acceso, como no podía ser de otra manera, al anfiteatro. Mi padre aporreó la puerta para que la abrieran y nos permitieran pasar, pero quién la abrió fue un policía armada, un “gris”, para entendernos. Siguió una discusión y la amenaza de ser llevado a comisaría. Mi congoja, que iba en aumento, rompió a llorar. Mi llanto infantil provocó dos efectos: cierta indulgencia por parte del policía, que nos mandó de vuelta por donde habíamos llegado; y una bronca de mi padre por mi falta de hombría. Ese episodio, desagradable sin paliativos, podría haber sido el broche final a ese deporte, mal entendido, de tomarle el pelo a todo el mundo, colándose. Un deporte de otros tiempos. Tiempos de posguerra, necesidad, picardía y el sonido sordo de la radio en los domingos contando las hazañas futbolísticas que otros, en mejor posición económica, sí podían ver.
Si alguna vez las sospechas de que mi padre contaba más trolas que otra cosa pudieron afianzarse en mí, aquellas quedaron totalmente despejadas en una tarde de domingo de 1974. El 1 de diciembre jugó el At. Madrid en Mestalla y mi padre se vio con unos amigos de la playa, con los que jugaba desde hacía años todos los domingos. Valero era uno de ellos. Un tipo con corte de pelo a lo Nino Bravo, altura escasísima y traje de chaqueta al estilo del Doctor Rosado. Valero no tenía entrada y mientras hablaban de cómo eludir el pago de los impuestos, se terció que podía intentar colarse. Dicho y hecho. Con la vieja técnica de apuntar al de atrás, mi padre, y yo como cómplice forzado, nos haríamos los suecos cuando Valero apuntara hacia nosotros como depositarios de su entrada. Tal vez los años pasados oxidaran la habilidad innata de hacer bueno lo imposible, o quizá los nuevos porteros tenía más reflejos que los de los años 50 y 60, pero fuera como fuese, a Valero lo pillaron nada más entrar por la rampa de acceso a tribuna y anfiteatro. Mis nervios se relajaron al ver que Valero era conducido como un vulgar ratero hacia la salida, él que lucía un aspecto inmaculado, con aquella corbata llena de amebas y sus solapas puntiagudas.
Sí. Todo lo que me contaba mi padre, como en la película de Burton, tenía un halo de verdad. Practicante de un deporte extinguido en unos tiempos de incertidumbre y miserias que, ciertamente, cada vez distan menos de aquellos, sigue jactándose de no haber pagado nunca en sus tiempos mozos para entrar en Mestalla. Y yo, fíjate, que no le creo del todo…
Francisco García
Socio del Valencia CF
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8 comentaris:
Yo tengo el recuerdo de mis primeros partidos en Mestalla en cuanto a la forma de entrar. Con mi tío que era policía nacional y ejercía de ello enseñando el carnet y entrando gratis él y yo mismo.
Con lo que me gustaba el fútbol siendo un niño me parecía algo mágico aquello de enseñar un carnet y que te dejaran entrar gratis.
Enhorabuena por el artículo. La fotografía me ha puesto el vello de punta. Yo "saltaba" frecuentemente de tribuna a la numerada baja por una puerta de madera blanca cerca de la antigua oficina junto al sector 1.
FTP
Jo sols m'he colat una vegada a Mestalla: la nit de l'ascens a Primera contra el Recre...i en tribuna.
Josep Bosch
Yo nunca me he colado en Mestalla. Pero sí he pasado una caja de zapatos recién comprados, no sin la previa discusión con el de seguridad, pues decía que podía ser un objeto arrojadizo. Asi y todo los pasamos, pero tuvimos que dejar nota de nuestra localidad por si caía algún zapato al campo, para así tenernos localizados como culpables jejeje
Un saludo
Jose Miguel Lavarías
Todo lo que te cuenta tu padre es cierto y seguro que se queda corto. Había mucha picaresca para entrar sin pagar.
En la década de los sesenta, cuando la grada de la Mar estaba separada de la huerta colindante,(los pobres llauros estaban hasta els ous) se podía saltar sobre todo por el lado norte, ya que era más accesible. Tenías que tener la precaución de una vez arriba sortear la alambrada de espinos y tenías que hacerlo bastante antes de que comenzara el partido, porque después había vigilancia en el campito de entrenamiento, y la polícia armada acudía por aquella zona. Incluso en el gol Norte, donde existía unas chapas metálicas blancas, cerca del chaflán, se colaban muchos intrépidos.
Lo más habitual, como muy bien comentas era colarse, por la puertas con el engaño de que el de detrás, que no te conocía de nada era el que llevaba el pase o la entrada. Los chavales lo intentábamos de esta forma, pero una vez dentro salías corriendo por piernas con la casi seguridad de que no te pillaban. Con los inspectores de puerta, la cosa se complicó, porque vigilaban a muchos porteros, que incluso con una entrada ya usada, a veces colaban a algunos familiares, amigos, y críos. De todas formas, la forma que más éxito he tenido de entrar sin pagar, ha sido con cara de chaval bueno, sin una perra en el bolsillo y en la puerta de tribuna: siempre sobraban pases a los abonados, lo malo era la competencia que había de desválidos a por la limosna del pase sobrante.
Alfredo Cardona.
Alfredo, lo de poner cara de bueno en las puertas de tribuna sigue vigente, auqneu la mayoría tienen una pinta de "canis" que espanta.
Fran
Delicioso.
Yo me he colado muchas veces, claro que contaba que el portero era conocido del barrio, eso me facilitaba las cosas.
La sensación de la primera vez que me colé (mejor dicho me colaron), fue indescriptible, me duró hasta bien entrada la primera parte.
Hace un par de años, como bien sabeis, los niños mayores de 4 años ya tienen que utilizar entrada, y Pablo ya tenía 5 casi 6 años, así que me lo subí al brazo y le dije que se hiciera el dormido, entramos sin problemas con una única entrada, lo mejor vino cuando ya estábamos fuera de peligro, estuvimos subiendo toda la rampa de acceso a nuestra ubicación, comentando la jugada picaresca.
PEPELU.
Un recuerdo indeleble para ambos. Estas son las cosas que nos da el fútbol y que no tienen precio.
Fran
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