PARIS-TUMBUCTÚ. 1999.
Michel des Assentes, cirujano plástico, cansado de la monotonía de su vida y deprimido por su impotencia sexual, intenta poner fin a su vida tirándose por la ventana. En el preciso momento de hacerlo, ve pasar a un ciclista con un cartel en el que pone “París-Tumbuctú” y cambia de planes. Le compra la bici y decide emprender la aventura del viaje. En el trayecto sufre un accidente que le hace acabar en Calabuch, un pueblo de la costa mediterránea con habitantes muy particulares.
La última película del genio valencianista, su premeditado epílogo. Justo en 1999, cuando nuestro Valencia comenzaba el lustro más laureado de su historia con aquella memorable Copa del Rey en Sevilla.
La película es coproducida por Jordi García Candau, periodista experto en fútbol y en la historia y entresijos de nuestro Valencia.
De nuevo Calabuch, nuestro universo Mestalla, como lugar escogido por el maestro para colgar sus botas, que no su genialidad pues le seguiría acompañando durante el resto de sus días.
Cuarenta y tres años después los habitantes del pueblo costero ya no son los mismos, los tiempos han cambiado. La desconfianza ha ganado terreno a la ingenuidad como ha sucedido en el pueblo de Mestalla por el continuo engaño que hemos sufrido todos estos años por muchos de los dirigentes que han gestionado el club.
La película, como nuestro Mestalla, huele a Mediterráneo, desborda luz y es más de personajes que de argumento. Juan Diego es un mecánico anarquista y nudista, Amparo Soler Leal una monja viciosa del sexo y la horchata y Santiago Segura interpreta a un cura condenado por el asesinato de un árbitro que pitó un penalti en el último minuto contra su equipo aunque él sigue justificándose en que la moviola, antecedente del VAR, le dio la razón. En estos tiempos de hortera corrección política sería imposible ese personaje, aún hay mucha gente que no entiende que la caricatura es una forma de denuncia inteligente, legítima y respetable.
El viaje que Michel realiza en bicicleta es su huida imposible pero a la vez ilusionante, nuestra “voluntad de querer llegar” como rasgo que siempre ha caracterizado al valencianismo.
A sus habituales ingredientes de sarcasmo y ternura, el maestro añade una importante dosis de nostalgia que convierte París-Tumbuctú en una película muy especial dentro de su filmografía, una maravillosa forma de despedida del mundo del cine y probablemente también de la vida. Se percibe en todo ello un hastío vital, un cansancio asumido, una humana e inevitable resignación de fin de trayecto en el que siempre se regresa un poco al principio. Lo hace con maravillosos guiños a muchos de los personajes, escenas y situaciones que han formado parte importante de su trayectoria profesional y personal, porque sus películas trascienden más allá del propio cine, como nuestro Valencia lo hace del propio fútbol tal como comprobamos en la temporada del Centenario, en aquella marcha popular y en aquel inolvidable partido de Leyendas en el que como en París- Tumbuctú, sobre la pantalla del césped de Mestalla rememoramos inolvidables escenas de partidos y jugadores de tiempos pasados, de diferentes etapas de nuestras vidas.
Berlanga, además de al fútbol, era un gran aficionado al ciclismo. En una escena de la película homenajea a Federico Martín Bahamontes, el águila de Toledo.
En la película utiliza la bicicleta como un símbolo de búsqueda de la libertad.
París-Tumbuctú es una comedia con un trasfondo tremendamente duro, como todo el proceso que ha ido gradualmente desgastando nuestro club hasta venderlo, una encrucijada terminal.
Tumbuctú (nuestro democratizar el club) está todavía demasiado lejos, juntos debemos ir pedaleando sin que la desesperanza venza a la ilusión.
¿Hasta cuándo nos durará la pasión en esta nueva realidad de nuestro Valencia en la que nos quieren hacer totalmente prescindibles?.
¿Debemos como Imperio “Cheaustrohúngaro” sacar la bandera blanca, ya sin el escudo del murciélago, a modo de rendición?.
En el último plano de la última película de nuestro director de cine más universal y querido, aparece un cartel con dos palabras y una letra: “Tengo miedo. L”. Como nosotros ahora con la incertidumbre que amenaza al club de nuestras vidas en manos de unos irresponsables que nada han aprendido en el tiempo que llevan aquí.
¿Cómo lo pudimos permitir?. Como solía repetir el genio cuando creía que la escena no había sido bien rodada: “¡Vaya cagada!”. Sigamos pedaleando, aún estamos a tiempo.
Pero para el último párrafo de este último texto de “Un Valencia Berlanguiano” con el que durante quince semanas hemos pretendido humildemente homenajear la vida y obra del genio valencianista repasando cada una de sus diecisiete películas relacionándolas con nuestro querido club para acercarlas principalmente a los más jóvenes, hemos elegido quedarnos con otra escena de nuestra especialmente querida París-Tumbuctú:
Manuel Alexandre, que en Calabuch interpretó al pintor de la entrañable barquita “Esperanza” en cuya “s” ponía toda su pasión, mimo y empeño, interpreta ahora un veterano anarquista que rotula la fachada del casino libertario mientras declara su pasión por la voluptuosidad de las “eses”. Cuarenta y tres años después, quizá de distinta forma pero con el mismo amor por esa letra. La de Sempre Amunt y Sempre Berlanga!.
¡Imperio Cheaustrohúngaro forever!
@MESTALLIDOS (Desde el tendido 7 de Mestalla, aspirante a secundario de Berlanga).
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