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Hace muchos
meses mi exigente y buen amigo Pep me pidió un artículo para el blog y yo le
prometí que lo haría. He tardado mucho más de lo que debiera pero al final me
he arrancado y me ha salido esta historia propia, personal e intransferible y
con la que no pretendo convencer a nadie de ser más valencianista que nadie,
simplemente uno más.
En este
momento tan delicado para el valencianismo por lo duro que se está haciendo una
temporada en la que vamos de ridículo en ridículo me ha venido especialmente
bien bucear en mis orígenes, en mis inicios, recordar porqué soy del Valencia
CF, recordar quienes somos y también recordar que esta no es la primera vez que
hemos sufrido, nosotros estamos acostumbrados a decepcionarnos mil y una noches
antes de llorar de felicidad una sola. Ese ejercicio, que humildemente le
aconsejo a cualquiera, me ha hecho sentirme más orgulloso todavía de lo que ya
estaba de ser valencianista.
Hace mucho que
me apetecía contar dos de mis recuerdos más especiales sobre el Valencia CF y
eso es lo que les voy a relatar. Uno es el primer partido que recuerdo y dos la
primera vez que acudí al santuario de Mestalla. Ese campo que nos dicen dentro
de tres temporadas abandonaremos pero que seguimos disfrutando cada quince
días. En mis 31 años de vida tengo miles de imágenes en mi memoria sobre
nuestro equipo, muchas amargas y otras muchas dulces. Estas dos que les voy a
contar las puedo imaginar como si fuera ese mismo instante sólo con cerrar los
ojos.
La primera fue
la fría noche del 18 de enero de 1992. Yo tenía siete años y el fútbol era algo
que me empezaba a llamar mucho la atención, principalmente me gustaba jugar al
‘futbito’ en el colegio. Aquella noche empecé a sentir ese cosquilleo que te da
una gran victoria valencianista ante un grande. El Real Madrid llegaba como
líder a Mestalla y con la opción de ampliar la brecha sobre el FC Barcelona.
Aquellos partidos, como después me han contado, se vivían como las finales del
Valencia CF en la temporada. Si se ganaba casi servía para justificar la
temporada aunque fuera mala. Aquella noche, la recuerdo como si fuera ahora
pese a ser un crío. Míchel adelantó de penalti, que extraño, a los madridistas
y yo no me despegaba de la televisión, que míticos aquellos partidos
patrocinados por Bancaixa –con todo lo que luego pasó entre el club y el banco-
del sábado noche. El partido se acababa y mi padre, que ejercía esa noche de
cocinero en casa, se despegó del sofá y se marchó a los fogones supongo que
asumiendo que el Madrid se llevaba los dos puntos, pero se equivocó. Mestalla
vivió una de sus grandes noches. Fernando Gómez y Robert Fernández en el 87 y
88 le dieron la vuelta al partido y dejaron una celebrada victoria en casa.
Recuerdo las carreras
de mi padre desde la cocina al comedor al escuchar la narración de Picornell en
los goles. Tengo grabada en mi mente esa sonrisa de mi padre con el segundo de
Robert. Sabía que era la victoria. Era esa sonrisa que se nos pone a los
valencianistas cuando logramos ganarle a uno de los grandes porque sabemos lo
que nos cuesta. Esa sonrisa y esas alegrías se saborean mucho más que los que
están acostumbrados a ganar por decreto. Tengo que reconocer que aquellos dos
goles y el sentimiento que vi en los ojos de mi padre fueron mi bautismo como
valencianista. Desde aquella noche se me metió en la sangre un sentimiento que
ha marcado mi vida. Por eso, para mí, Robert y Fernando siempre han sido
especiales. Aquellos dos puntos los terminó echando de menos el Real Madrid
perdiendo la Liga en Tenerife.
El segundo
momento especial fue mi primer partido en Mestalla. Trascurrieron casi cuatro
años entre ese encuentro anteriormente citado ante el Madrid y mi primera
visita a nuestro viejo pero queridísimo estadio. Fue el domingo 5 de noviembre
de 1995 y tengo que reconocer que tuve muchísima suerte porque fue el ‘debut’
soñado. Ganamos y por goleada. Pero voy a entretenerme un poco en contar la
historia.
Un compañero
del equipo de fútbol me invitó el sábado por la mañana después de nuestro
partido al estadio el domingo. Pese a que han pasado 21 años y hace más de
quince que no sé nada de ese chico siempre me acordaré de él, se llama Pablo
Soler y junto a él y a su padre asistí a la tribuna de Mestalla. Sino recuerdo
mal era un partido de domingo a las cinco, como antiguamente era el fútbol y mi
amada radio, y llovía bastante en Valencia. Aquel año el equipo no había
comenzado excesivamente bien la Liga con Luis Aragonés en el banquillo pero
empezaba enderezar el rumbo y aquella tarde visitaba Valencia uno de los
equipos de moda de aquella época en España: El Compostela de Fernando Vázquez.
Los gallegos tuvieron buenos años en primera y eran un rival atractivo.
Recuerdo que
yo fui vestido de domingo, porque en mi casa siempre hubo tradición de guardar
las mejores prendas para el domingo. Estuve puntual como un reloj suizo y
evidentemente la noche anterior la pase en vela porque el estadio de mis sueños
estaba a un paso. Si no me habían engañado iba a vivir un partido en directo.
No había ido antes porque en casa la economía en casa no llegaba, pero eso no impidió
que ya esos años anteriores fuera uno de esos aficionados que se cree de verdad
que desde casa y escuchando los partidos por la radio puede ayudar a que su equipo
gane.
Fuimos al
estadio en un Ford amarillo que tenía el padre de mi amigo Pablo y aparcamos
cerca. Tengo que reconocer que hasta que no estuve dentro no me lo creí. Nunca
olvidaré cuando subimos la escalera del vomitorio y vi por primera vez el césped.
Fue una sensación mágica. Había visto muchísimos partidos en Canal Nou y no
podía creerme que ese día tocaba verlo en el campo. Me senté en el asiento y me
pasé el partido deseando que los minutos no pasaran. No quería irme. Quería que
esa sensación que estaba experimentando se hiciera eterna pero como es lógico
no pudo ser. El Valencia CF ganó. Goleó. Tengo en la memoria los dos goles de
Mijatovic antes de lesionarse y que nos llevaron con ventaja hasta el descanso
y no soy capaz de recordar los goles de Gálvez y Passi en propia puerta que
significó el 5-2 definitivo. El que sí recuerdo y lo haré para siempre es el
gol que hizo el brasileño Viola.
Esta es una
historia que les he contado siempre a mis amigos más cercanos. Fue el primer
tanto del delantero con el Valencia CF en la Liga y era la jornada once.
Recuerdo perfectamente la jugada porque fue en la parte izquierda del campo
mirando desde la Tribuna, mi asiento estaba escorado hacia ese lado. Viola
recibió un pase en profundidad y cabalgó en solitario ante Falagán. Fueron
muchos metros de mano a mano en los que el estadio le empujó y Viola no
perdonó. Definió con su zurda y marcó el tercero del Valencia CF. Como niño que
era y la ilusión que me hizo su fichaje canté ese gol con mucha más fuerza que los
anteriores en los que aún tuve la timidez del que llega nuevo a un sitio.
Siempre he pensado que le dí suerte a Viola y que ese gol lo hizo por mí.
Lógico siendo un niño que se fue a su casa con la ilusión de ver a su equipo
golear. El partido acabó, volvimos a casa y mi padre me recogió en la calle
Guillem de Castro. Fue un domingo diferente. Un domingo en el que no tuve pena
por tener que ir el lunes al colegio porque tenía la alegría de la gran
aventura que tenía que contarles a mis amigos de clase. Aquel domingo le puse
la cabeza como un tambor a mi padre mientras veíamos los goles en ‘Minut a
minut’.
Aquella noche
del 95 fue mi primera visita. Sin duda, para mí, la más especial y la que
guardaré para siempre. Eso sí, recuerdo el primer día que estuve con mi padre
en Mestalla en una victoria al Rácing de Santander o el título que vivimos
juntos en la grada de la mar ante el Atlético. Cuando uno bucea en sus
recuerdos se da cuenta de que no todo es tan malo y que ser valencianista es
algo que no se elige, que se lleva desde cuna, que es un regalo y que estemos
donde estemos siempre estaremos orgullosos de serlo.
Héctor Gómez
Periodista
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