Jornada 16
ARMISTICIO.
A veces paso por la calle de la Hiedra para escuchar el rumor ya imperceptible de las escopetas averiadas. Es un eco póstumo, de herramientas oxidadas y negocios que cerraron por defunción. Sólo si estás en el secreto de la vieja ciudad amortizada puedes comprender el tesoro que se esconde entre las ruinas. No es una guía turística. Es el regreso al barro, el instinto de supervivencia que ordenaba el afán de nuestros mayores. En esos paseos sostengo entre las manos el plano de una ciudad que ya no existe, pero que sigue siendo la nuestra.
En la calle de la Hiedra, tan cambiada en pocos años, estaba el taller del padre de Paco Lloret. Esa armería era un reducto de Eibar en Valencia, polvorín escondido en el dédalo de callejones que acababa en el Mercado Central. La villa armera tenía en ese taller su ventana a las calles de La Dos Veces Leal. A pocos metros estaba el bar Oro.
Un día, Waldo apareció por allí para darse un respiro (del latín follicare). A la salida del garito le esperaba el pueblo de Mestalla para ovacionarle. Nunca un polvo clandestino fue tan celebrado. Algunos anocheceres repentinos pienso en Waldo recorriendo el laberinto de la ciudad antes de que la propia ciudad se hundiera bajo sus cimientos y él mismo se extraviara en otro laberinto sin salida. Ese laberinto es el Centenario, el sentido del Centenario: recuperar la memoria, sanar a través de ella, dotarla de sentido para que nos haga mejores, menos volubles, más consistentes.
A veces hablo con el hijo del maestro armero sobre estas cuestiones. Nos une el respeto por nuestros mayores y la fascinación por la cartografía de la ciudad que heredamos. No es fácil proyectar a la opinión pública ese tipo de conversaciones. Lo que parece nostalgia es memoria y lo que parece simple efeméride es impulso para seguir adelante. Ese empeño no siempre es bien comprendido. La actualidad parece obligada a construirse desde la urgencia, la ansiedad, el exceso. Posiblemente, el Centenario es la última gran oportunidad para frenar esa espiral tóxica y recuperar una medida más humana de hacer las cosas. Todavía hoy no sé lo que esperamos de la celebración. Más que la grandilocuencia de los grandes fastos, el Centenario es un ejercicio de introspección del propio club, y, por tanto, de sus fieles. Sería más fácil con buenos resultados, pero 100 años de historia exigen una mirada más metafísica, que no ponga todos los huevos en el cesto de la competición.
La historia del Valencia merece que la temporada no quede anulada por un equipo futbolísticamente diezmado. Por desgracia, no sé si estamos en esa onda. Lo que se le exige al Valencia es siempre algo que ni nosotros mismos nos exigimos en el día a día. Ponemos en él más frustración que paciencia, más expectativas que realidad. No sé si eso es amor. Tampoco cumple 100 años una entidad estable. Los cumple un club cogido con alfileres, cuya aristocracia social y económica le dio la espalda en el momento en el que más responsabilidad y seriedad exigía la situación. Cumplir 100 años con una presidencia que hace un lustro apenas sabía qué éramos exige que la afición adopte un papel protagonista en grado sumo. Y esa responsabilidad pasa por ver al Valencia con mirada comprensiva y afectuosa. Es decir, al Valencia por encima del actual Valencia, aún a sabiendas de que el actual Valencia es una consecuencia de anteriores Valencias. Si la grada no entiende ese matiz estamos condenados a repetir los mismos errores de siempre. Cada uno celebraría un Centenario distinto y es muy posible que esa suma de centenarios personales e intransferibles acabe por ser el mejor Centenario posible. Al club le pido poco. Como tal, es un ministerio agotado, una fuente de decepciones. Se maneja en el territorio de un presente repleto de complicaciones, sin memoria y con poca previsión, sujeto a un escenario que viene viciado desde hace muchos años. En mi opinión, algo han hecho bien: elegir a Paco Lloret como hilo conductor. Objetivamente es la persona más adecuada para que el Centenario no embarranque en un quiero y no puedo. En ese sentido tenemos una gran oportunidad. No contemplo mejor alternativa para hilvanar la historia.
En 1969 Hernández Perpiñá; en 2019 Paco Lloret.
Allá donde esté, seguro que el maestro armero de la calle de la Hiedra sonríe orgulloso.
Rafa Lahuerta
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