dimecres, 2 de setembre del 2020

CAÑIZARES. EL DRAGÓN DE MESTALLA.


Són temps difícils per al Valencia C.F: necessitem de guies que ens recorden el camí fet. Eixes empremtes en el camí les troba i arreplega Albert Carda, per a convertir-les en paraules en este llibre en que ens oferix la seua particular visió de la figura més difícil dins del món del futbol: la de porter. 

BAJO PALOS és el títol del llibre, publicat per Vinatea Editorial. Agraïm Albert i Vinatea Editodial la seua consideració en deixar-nos publicar el capítol dedicat a Santiago Cañizares, un porter amb una brillant trajectòria en el Valencia C.F., i que, a hores d'ara continua manifestant el seu valencianisme amb el seu compromís, signant el manifest de @espiritudel86. 

El llibre té caràcter benèfic en favor dels importantíssims projectes que du a terme la Penya Valencianista per la Solidaritat. 

Des del col·lectiu "últimes vesprades a Mestalla" desitgem que el llibre d'Albert i Vinatea Editorial (amb qui hem tingut el plaer de col·laborar en altres llibres al voltant del Valencia C.F.) tinga un llarg recorregut i tot l'èxit que mereix. 

Amunt!


George Sand, pseudónimo con el que decidió ser recordada la esposa de Frédérich Chopin, escribió una terrible novela titulada Un invierno en Mallorca. Mi primera aportación literaria a la humanidad bien podría haberse llamado Un invierno en Formentera rematado con la final de San Siro al llegar la primavera.

El año 2001 comenzó en Formentera con una odisea, pero no espacial sino marítima. El mal tiempo hizo que los formenterencs reinventaran la Nochevieja ante la negativa del cielo a que la comunicación con Eivissa, la hermana mayor, llevara hasta allí decenas de cajas de cava, alimentos, músicos e instrumentos con los que endulzar el cambio de año. 

Acostumbrada a vivir mirando al cielo, la más bonita de las Illes Pitiüses celebró aquella Nochevieja el 20 de enero de 2001. De ese modo tuve que enfrentarme a veinticuatro campanadas para entrar en el nuevo siglo, doce en casa de mi madre y doce en una carpa situada en Sant Francesc de Formentera.

Tras las segundas uvas, e interpelado por los micrófonos de RTVE sobre cuáles eran mis deseos para el año nuevo, afirmé con rotundidad que necesitaba “otra final de Champions para mi Valencia”. No creo en supersticiones, pero nunca me perdonaré no haber deseado “la Champions para mi Valencia”. Cosas del directo, me he repetido siempre buscando consuelo ante aquella ocasión perdida 

Justo cuatro meses después, un alto porcentaje de los docentes de la isla, sin ser valencianistas, asaltaban el salón del apartamento que le alquilé al exministro Abel Matutes en la calle Llaüt Negre. 

Al filo de la medianoche, abandonaron mi casa en procesión sin atreverse a mirarme a la cara, algo que siempre les agradeceré. No lloré, ojalá lo hubiese hecho. 

Por primera vez en mi vida me sentí lejos. Lejos de todo. Del hospital de La Plana, donde mi adorada abuela Emília luchaba contra un ictus. De mi casa, donde mi madre hubiese encontrado las palabras exactas para acompañarme en el vacío. De Mestalla, donde podría compartir el dolor con decenas de miles de personas. Del bar, donde la borrachera hubiese dividido en porciones la hiel entre todos los amigos. 

Podría sacar pecho y afirmar sin rubor que siempre defendí a Cañizares, al portero y a la persona. Pero no fue así. Lo primero que pensé al enterarme de su fichaje fue que era un error haber elegido esa opción y no intentar la incorporación, finiquitado su compromiso con el Schalke 04, del que a mi juicio era unos de los mejores porteros de Europa entonces, Jens Lehmann. 

Se puede sentir temor y duda a la hora de formarse una opinión sobre lo que verdaderamente importa en la vida, más aún ante la tesitura de tener que exponerla en público. Justo lo contrario de lo que sucede con este deporte, y con este club, donde todos estamos legitimados a opinar desde la certeza absoluta. Fueron Santi Cañizares y Rafael Benítez los que me acercaron a la conciencia de que, como el común de los mortales, no tengo ni idea de fútbol. 

En el caso del portero me equivoqué doblemente. Juzgar al deportista fue un error garrafal, ya que acabó convirtiéndose en el mejor portero de nuestra historia con tres trofeos Zamora. Pudo haber un cuarto, pero su ética profesional o su imprudencia le dictó que debía alinearse en un intrascendente encuentro frente al Osasuna que le supuso la pérdida del galardón al encajar dos goles que lo esfumaron. También es, junto a Miguel Ángel Angulo, y seguirá siendo por mucho tiempo, el futbolista más laureado con el murciélago en el pecho. 

Más grave fue el error de esperar, en base a la imagen proyectada desde la lejanía, a un personaje pedante y chulesco, y encontrarme con un individuo enorme, que no elevó una palabra sobre otra en sus diez años en nuestra/su casa, y cargó además con todas las lágrimas que no fuimos capaces de verter aquel 23 de mayo, con la obligación autoimpuesta de ser el primero en levantarse tras aquella caída. 

Hablamos, eso sí, de un tipo especial, rozando en ocasiones la excentricidad. 

Un buen día decidió deshacerse de todos los coches de alta gama que tenía en el garaje y circular por la vida al volante de coches clásicos. Era habitual verle llegar a Paterna con un Seat 600 o un Escarabajo matriculado antes de que él naciera. Ahí le surgió la inquietud que le ha llevado a competir con esos coches por Lucena del Cid y otras carreteras tortuosas de nuestras montañas. 

Capaz de despertar la ternura de Oliver Kahn, profundamente dormida en condiciones normales y sombra que nos acecha desde lo de Karlsruhe, cultivó conflictos con compañeros de vestuario. En algunos casos debido a desavenencias a la hora de gestionar el área, otras veces al chocar desafectos personales. 

Su descomunal espíritu competitivo se hacía patente en su esfuerzo por mantener siempre la concentración. Recorría en cada partido una distancia muy superior a la media de un portero y en un Valencia-Real Madrid llegó incluso a recorrer más distancia que un jugador de campo como Ronaldo Nazario. 

Son incontables las imágenes que se pueden asociar al primer portero mediático del nuevo fútbol, aunque igual algunos creerán que esa condición se la disputaron Rüştü Reçber y Albano Bizzarri por razones obvias. De entre todas ellas, cinco tienen un lugar de privilegio en la Capilla Sixtina del valencianismo. 

En la primera, Cañizares llora desconsolado al arrancar con la rabia que escupían sus vísceras la medalla de subcampeón de Europa que colgaba de su pecho, cubierto por aquella preciosa Nike azul cielo. Era su segunda tanda de penaltis en una final, en ambos casos defendiendo el sueño de dos equipos que nunca se hallaron tan cerca de la gloria. El más bello de los escenarios que copan los sueños de un portero. 

Considerado un parapenaltis solvente, sucumbió en las dos citas. El Zaragoza le arrebató a su Celta la final de Copa de 1994 desde los once metros. Nada que objetar en la que nos afecta. Detuvo dos lanzamientos, en el tiempo de juego el primero de ellos y en la tanda funeraria el segundo. 

Pero tomó una decisión propia de un portero cuando se empeñó en levantar la copa que nos coronaba como campeones de Liga un año después enfundado en esa misma camiseta azul que lució en el Piamonte, haciendo caso omiso a la relación contractual entre Nike y el club que le obligaba a hacerlo con el horrible maillot diseñado para la temporada 2001-02. Puede parecer banal, pero solo un portero puede entenderlo. Solo él podía hacerlo y así honrarnos a todos los que nos sentimos entonces los porteros que no éramos. 

En la segunda, trago saliva para viajar al 17 de junio de 2001, apenas un mes después de que que pasara nuestro último expreso de medianoche, para citarme con otra de mis tinieblas. En ella la retina traza un balón largo de Frank de Boer que Rivaldo para con el pecho y en un gesto que solo puede ensayar un dibujante del peor manga japonés perpetra ante Baraja una chilena que es otro latigazo corrosivo en la escuadra de Cañizares para impedirnos disputar otra Champions. El carioca del Barcelona lo bautizó como el gol más importante de su carrera y nuestro guardarredes como el más bello que encajó. 

La tercera de las instantáneas me lleva al estadio Benito Villamarín el día de Reyes de 2002. Cañizares fue considerado un villano en la mayoría de estadios españoles sin que yo le recuerde en sus años de profesional haber vertido ofensa alguna, ni a través de gestos ni mediante declaraciones desafortunadas, hacía ninguna afición rival. 

Durante la disputa de un Betis-Valencia, un iluminado saltó al césped avanzando hasta las inmediaciones de su marco para robarle la toalla de la suerte, un pedazo de tela roja con su nombre y el escudo del club al que defendía bordados. 

Cañizares abandonó la portería durante unos instantes para, desde su condición de persona afrentada, suplicar la devolución de su fetiche, poniendo incluso precio a su rescate. La mofa no acabó en la grada pues algún medio de comunicación encontró gracioso el episodio y dio voz al perturbado que protagonizó el sainete, hasta el punto de darle la oportunidad de posar ante las cámaras con su trofeo. 

No recuerdo la cara de aquel “seguidor” del Betis, tampoco el nombre del “medio” que le dio sus quince minutos de gloria, pero sé a ciencia cierta que los dos aportaron su granito de arena para que Cañete sea recordado hoy, y no solo en Valencia, como lo que siempre fue, un tipo correcto tratado de forma tan injusta como irracional. 

La toalla fue al fin recuperada, del mismo modo que la bufanda de Jorge Iranzo, también extraviada en Heliópolis, volverá algún día al lugar que da sentido a su existencia. 

En la cuarta, Cañizares aparece difuminado entre una insistente lluvia que riega el otoño en el que se refugia la huerta, exhausta ya después de haberle sido arrancados los frutos con los que perfuma el Cap i Casal. A su lado, David Albelda y Miguel Ángel Angulo siguen su trote, buscando al final del camino una justificación que les permita entender la decisión que les apartó de forma brusca y grosera de aquello que les invitaba a levantarse cada mañana y a afrontar con pasión cada día de su vida. Albelda perdió en el envite algo más que una convocatoria segura para la Euro 2008, pero su fortaleza y su espíritu de superación, labrado sobre la bicicleta en la que se sentía ciclista de pequeño y también una vez alejado del fútbol, le permitió rendir al más alto nivel durante cinco años más. 

También Angulo volvió, como de costumbre, sin hacer ruido, sin defraudar en su entrega tampoco. Cañizares, amigo de la meditación, dispuso aquellos meses apartado del equipo de mucho tiempo para llegar al la conclusión de que tal vez había dado al fútbol mucho más de lo que el fútbol le había devuelto. 

Posiblemente ahora lo vea de forma distinta, seguro que así es, pero es lógico que en aquellas circunstancias pensara que la opción más inteligente era aprovechar la llegada de Voro, que resucitó al equipo que a punto estuvo de perecer a manos de sus mismos verdugos, Ronald Koeman y Juan Bautista Soler, y despedirse tranquilamente de Mestalla desde la portería del fondo norte. 

Desde allí puso fin a una carrera envidiable, en la que subió a lo más alto en el equipo donde se formó, el Real Madrid, interiorizó la ilusión que mueve el fútbol defendiendo la portería de equipos modestos como el Calvo Sotelo de su Puertollano natal, el Elche o el Mérida, alcanzó la internacionalidad en una noche mágica gracias a su etapa en Vigo, consiguió una medalla de oro olímpica y llegó a su Ítaca particular para vivir un sueño de la mano de una afición que necesitaba que alguien como él la guiara para vivir los mejores días de su historia. 

Si hay un personaje que me ha marcado a fuego ese es David Bowie. Él me enseñó a reinventarme ante la menor sospecha de que el hombre en el que vivo está próximo a su fecha de caducidad. Supo incluso reconvertirse en el Bowie que iba a morir, el único que estaba preparado para ello. 

Veo en ocasiones a Cañizares como el profeta de mi Dios en la tierra, o en un campo de fútbol, que realmente es lo más cercano a ella. Aquel joven que, siguiendo los pasos de su padre, practicaba judo en su adolescencia se convirtió en un portero que se presentó tímidamente al mundo delante de Michael Laudrup, dispuesto a lanzar la peligrosa falta por la que fue expulsado Zubizarreta en el decisivo partido para la clasificación del Mundial 94 que supuso su accidentado debut con la roja. Aquella noche les negó el acceso a los daneses a la cita americana, y se ganó la simpatía de un país que más tarde le retiró sin explicación alguna. Tras su vuelta al Real Madrid, donde nunca se sintió valorado, volvió a nacer reencarnado en un dragón de pelo rubio a orillas del Turia. 

Tuvo que volver a reinventarse una vez acabada su vida como futbolista. Encontró una vía cargada de adrenalina como piloto de rallyes, a la que pone freno desde los platós y las emisoras de radio con las explicaciones pausadas que adornan a otro Cañizares, el comentarista deportivo. 

La vida le obligó a diseñar también el más amargo de sus yoes. Fue el día que perdió a su hijo víctima de un cáncer. Aún le quedaban fuerzas para entender que el pequeño Santi cumplió con el deber de mostrarle su nuevo y definitivo rol en el mundo, el de honrar su memoria aportando a los demás todo lo que de él aprendió y proyectando todo el amor con el que fue capaz de colmar su espíritu en una existencia breve en el tiempo pero intensa para quienes le rodearon. Iniesta, Mijatovic, Van der Vaart, Palermo o Passarella sufrieron el mismo desgarro en el alma que nuestro cancerbero a las puertas del infierno. 

La última de las imágenes que alumbra a Cañizares como dios del valencianismo tuve la oportunidad de vivirla el día que Mestalla rindió pleitesía a sus ídolos en el marco de las celebraciones del partido del Centenari. Lloré al ver a Mario Kempes vestido con la senyera. Lloré cuando vi a Castellanos apoyarse en Botubot y Manzanedo para poder salir de nuevo por el túnel de vestuarios. Pero lloré de forma diferente cuando vi a Santiago Cañizares saludar al estadio acompañado de sus hijas. Supe que le debía ese llanto. Él lloró por mí al término de aquella final. Del mismo modo, Mestalla le debía una despedida en calma, ajena a los convulsos momentos que se vivieron al final de la temporada 2007-08. Afortunadamente se saldó esa deuda, y los ojos de Cañete no podían esconder el agradecimiento y la felicidad que sentía. 

La noche del miércoles 23 de mayo de 2001 no pude conciliar el sueño. Lanzaba aquel maldito penalti una y otra vez mientras aquella isla balanceaba mi amargura. Hoy me esfuerzo en ver el molino donde una vez durmió mi admirado Robert Plant, o en congelar la mirada que me dedicó Paz Vega en un descanso del rodaje de Lucía y el sexo frente a la Fonda Pepe, o en volver a sentir el placer de bañarme desnudo en Es Caló des Mort. Pero de mi estancia en Formentera solo me quedó el recuerdo de Cañizares bañando con su llanto, con nuestro llanto, el verde de San Siro. 

Desde el lugar donde me lee, o quizá desde el que ha cometido la travesura de guiar mis palabras, Santi Cañizares junior lleva puesta aquella Nike azul. De su padre aprendió que sabe mejor el éxito si antes nos hemos enfrentado de igual manera al fracaso. 

Así es. Yo también aprendí su lección. Me la explicó sutilmente el mejor portero de la historia del Valencia C.F., Santiago Cañizares Ruiz.


Albert Carda Serch.


4 comentaris:

Juanvi ha dit...

Gràcies mil. Encara estic amb llàgrimes. Quina manera més bonica de parlar del gran Cañete, un ídol i referent, per sempre, del València CF.

Salvador Raga Navarro ha dit...

Paraules com estes son l´expresió de la millor literatura futbolistica que es pot escriure amb el rat penat al costat iluminant.te. Honor i gloria eterna per a Cañete i el seu rapsoda Albert.

Unknown ha dit...

M'assombra, Albert, la manera que tens de expresar-te. Assombrat estic. Llestima no haver-te donnat Literatura en lloc de EF, aixo em faria sentir plenament orgullos, per responsable, del teu escriure.

Vicent Hernández ha dit...

Enhorabona, Albert. M'he emocionat!!!