dissabte, 2 de març del 2019

BITÁCORA DEL CENTENARIO

Jornada 26

ABRIL DE 1984 

Justo ayer tarde anduve sin internet. No tener internet en casa ha sido durante mucho tiempo mi gran diapasón. Estar sin red me ha facilitado vivir al margen del ruido y la furia que genera la actualidad. Justo ayer, por algunas horas, volví a esa dimensión. Intentaba escribir pensando en los Valencia-Athletic de Bilbao vividos en Mestalla, pero era la vuelta copera contra el Betis la que concitaba todos mis temores. No fue un buen presagio. Lo primero que se me cruzó por la mente fue la final de copa de 1977, un Betis-Athletic que acabó 2-2, precisamente 2-2, como en la ida de hace 15 días en el Villamarín. Aquella final, de sobra lo sabes, la ganó el Betis por penaltis. El duelo Iríbar-Esnaola fue un western memorable que se decantó hacia el segundo. Recuerdo que vimos la final en el horno, en una pequeña salita donde hacíamos vida. Yo tenía 5 años y medio. Al piso, todavía sin amueblar, sólo subíamos para dormir. Había demasiadas facturas que pagar y lo primero era asentar el negocio. El único lujo, bendito lujo, era ese televisor en color que mi padre había comprado en otoño para poder ver el Barça-Valencia de infausto recuerdo, 6-1. Así anduvimos unos 3 ó 4 años. No era muy cómodo, pero yo lo recuerdo con enorme cariño. Algunas noches me quedaba dormido viendo la tele y mi padre me subía a la cama en sus brazos. Propuso hacer una escalera interior para ganar en confort y evitarnos salir a la calle en plena noche, pero mi madre se negó; era demasiado costoso. Sí recuerdo, con absoluta precisión, que la de 1977 fue la primera final de copa que vi. A mi padre le daba un poco igual quién ganara, y a mí también. Ese triunfo del Betis fue el punto de partida de la célebre Marcha Verde, libro de culto del beticismo durante lustros. Cuando lo leí a finales de los 90’, el fútbol ya era asignatura obligada en los colegios. 

Ayer, la tarde de las semifinales de copa crecía al otro lado del ventanal con algo parecido a la calma, una calma tensa, por supuesto. Intentaba escribir sobre esa imposición ilustrada del fútbol cuando me llamó un buen amigo para darme una mala noticia. A veces, las malas noticias tienen el poder de neutralizar la ficción avasalladora del fútbol. Me pasa mucho últimamente. El fútbol me atrapa pero la realidad me devuelve al lugar exacto de la trama. La trama es esta vida de mierda que nos obligan a llevar. No hay mucho espacio para la imaginación. Por supuesto, un partido de fútbol no tapa casi nada. Me quedé jodido. La tarde seguía siendo primaveral y la playa lucía colores de finales de abril. Que abril se imponga a finales de febrero tampoco es una buena noticia. Últimamente casi todo son malas noticias. El tiempo pasa veloz y nos volcamos en pequeños simulacros de salvación que no salvan a nadie. Por un momento dejé de sentirme hipnotizado por la fiebre de estos once años persiguiendo zanahorias en noches de poco fútbol y peor circo. Sinceramente, hubiera preferido seguir en esa noria. Vivir en la burbuja de los propios fraudes es una actitud de lo más saludable digan lo que digan los psicólogos de guardia. O te evades tú con tus elecciones o te evaden ellos con sus trampas. La lucidez no ayuda mucho. La crisis no es un lugar común, la crisis es ya el único lugar. La precariedad se ha impuesto como mantra canónico. Cada vez más regurgita la certeza de que no somos nada y no pintamos nada. Nos han arrollado en nombre de su ley mercantil. El mundo tal cual lo conocemos se sostiene sobre parámetros patológicos y deficitarios. Es la economía chalaos, es la economía. La felicidad es una tregua y una mentira hilvanada con palabras y momentos cada vez más efímeros. Sin poder evitarlo perdí algo de interés por el partido, el partido que llevábamos 11 años esperando. O lo que es peor, el interés se mezcló con cierto malestar, un malestar de naturaleza más adulta, menos infantil. Estuve a punto de quedarme en casa pero pensé que eso no ayudaría en nada a nadie. Ni siquiera los pequeños sacrificios encuentran ya el reflejo de los altares. 

Justo antes de partir hacia el Gol Gran recordé que mi amigo, el de la llamada telefónica, uno de los mejores cronistas que tiene esta ciudad, debutó en Mestalla con un Valencia-Athletic. Era abril de 1984 y la ciudad tomada por las huestes rojiblancas olía a azahar. El Athletic se jugaba la liga, era domingo de Resurrección y es muy posible que en alguno de los pasillos interiores de la vieja Numerada ambos coincidiéramos de la mano de nuestros respectivos padres. Él, apenas un niño de 6 años; yo, un preadolescente de 12. Esa tarde, lejana pero a la vuelta de la esquina, también es la magdalena de Proust. Si nos quedamos sin poder leer a los mejores en nuestros periódicos de referencia, apaga y vámonos. Y sí, estamos en la final de copa, pero eso ya lo sabes. 

Rafa Lahuerta