dimecres, 6 d’agost del 2008

Confieso que he vivido... en Mestalla

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Entre la distancia y el enmarañado camino que el crepúsculo de la memoria nos lleva a encontrar brotan miles de huellas perdidas en el cemento de Mestalla. Algunas se abren en el libro nunca escrito y aún inacabado que busca en la identidad de los recuerdos aquello que, parafraseando al poeta, glosa con el "confieso que he vivido... en Mestalla".

Si alguna vez os acercáis al campo vacío, sentaos en la grada. Allí, entre el silencio parapetado del murmullo de la ciudad, se puede escuchar la melodía de los latidos apasionados que generaciones de individuos anónimos lanzaron al aire hasta impregnar el sentido de su leyenda.

La primera vez que percibí aquel rumor fue una tarde de domingo de principios de los sesenta. Mi proximidad vecinal permitía visitas sorpresa al recinto cerrado acompañado de un nutrido grupo de chavales de barrio en busca de emociones. Saltábamos por la tapia que recaía sobre la huerta que hoy ocupa la Avenida de Aragón. El objetivo era un botín: cascos vacíos de refrescos que en un bar cercano se pagaban a dos reales por envase. Un juego en el que el suspense por no ser descubierto por el vigilante creaba los alicientes necesarios para combatir la rutina escolar y semejarse a una hazaña, mucho más allá del pequeño reparto de unas monedas.

Nunca lo olvidaré. Asomándome con cautela por un vomitorio de la grada de la mar descubrí la inmensidad cautivadora del campo. La tarde caía. El sol se ocultaba tras la grada del anfiteatro. Ajeno a mis compañeros, sentí el murmullo incierto de algo que no supe precisar ni entender. La imagen que mi retina captaba engrandecía mis sentimientos y la belleza de las formas: el esplendor del césped, las sillas de enea vacías, la grada gris salpicada de formas lineales que dibujaban sectores y escaleras, el foso que conducía a los vestuarios, el marcador; aquel espectáculo hizo nacer un lazo de unión invisible que se simbolizó con unas gotas de sangre derramadas al salir por la tapia y arañarme con la alambrada metálica armada de espinas.

Vivir en aquel barrio de San José de los años 60' tenía grandes ventajas. De la magia que a tantos nos ha hipnotizado en el campo, algunos también podíamos gozar del inmenso resplandor luminoso de un Mestalla nocturno desde la ventana de nuestra casa, observar los tubos fluorescentes de los pasillos de acceso o la ansiada búsqueda de las banderas en los mástiles rozando el cielo luminoso en las sobremesas de invierno que anunciaban como trompetas de circo romano la proximidad de la contienda, sin olvidar el clamor rotundo del gol atravesando las huertas cuyo eco oíamos desde la calle o en nuestra habitación.

Sin duda, de aquellas primeras sensaciones nació una creencia y una militancia. De los variados adoctrinamientos en los que fuimos instruidos, esta religión, con nombre de acequia, es la única que finalmente nos ha hecho devoto de sus preceptos, alegrías y sufrimientos. Es cierto que el fútbol, como la vida, es sólo un juego. Y que a veces se gana y otras se pierde. Pero la historia de Mestalla es la nuestra. Una historia compartida que debemos transmitir a quien la quiera escuchar, porque sin juegos y espectáculos generadores de sentimientos donde identificarnos, la vida sería mucho más gris y difícil de conllevar.


Alfredo Cardona
Socio del Valencia CF

2 comentaris:

Anònim ha dit...

La foto que ilustra este post es, en palabras del propio Waldo, su foto favorita como jugador de fútbol.

Me fascina, más allá del salto, el rebentón de la general de pie. Es el gol norte. Estoy convencido de que en aquellos años, hasta que hicieron la general más pequeña (1973-74) para crear la grada de sillas-gol se meterían en Mestalla unos 70000 valencianistas.

Bonito post. Yo también soy del barrio San José pero mis vivencias y recuerdos son ya otros, de los 70 y los 80.

bar Torino

kawligas ha dit...

Sin duda la foto es preciosa. Para mí tiene un significado especial por el hecho de ser Waldo el primer eslabón de una cadena de ídolos que se inició en él, siguió con Valdez y Keita y acabó irremediablemente en el auténtico héroe de mi valencianismo: Kempes.