dijous, 19 de febrer del 2009

Humo

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Hace un frío de cojones. No encuentro sentido a ninguna de las actividades recomendadas para estos casos. Abrigarse, sentarse en torno a una mesa camilla con brasero, comer potaje, fabada, o un arroz caldoso, llenarse de capas de ropa o mirar fotos de tías buenas. Creo que el frío me ha poseído como a un desgraciado. Lo llevo dentro de mí. Un frío mortal, acerado y sin horizonte. El frío certero que me susurra que voy a morir. Que deletrea esa putada al ritmo del castañeteo de mis dientes. Me levanto de la silla, agitado, con los ojos buscando un punto donde concentrarse. Mi álbum de fotos de Mestalla parece decirme que siempre estará allí, para lo que desee. Lo abro. Los dedos están agarrotados por el frío y paso las hojas como un tullido, con una digna dificultad. Veo una foto que me calma, que me canta al oído como una soprano rumana exhibiendo sus dotes vocales en una esquina de la calle del Micalet. Mestalla se incendia. Ya no tengo frío. No sé qué me está pasando. Aparezco en otro tiempo, en otro lugar.

Una brisa cálida que no sé de dónde viene me besuquea los mofletes, mientras veo los botones marrón oscuros del abrigo de mi padre como si fueran grandes agujeros negros. No miro hacia otro sitio que no sea el suelo. El Puente del Mar está hecho una pena y la lluvia caída hace tres días aún juguetea en los huecos de la piedra. Uno mete el pie en un charco con la misma facilidad que respira, y eso aún mirando continuamente al centro de la tierra. Mis rodillas al aire no aprecian el cansancio que mi mente ya ha acusado. Mi padre siempre aparca lejos de Mestalla, para evitar problemas y poder burlar los inevitables atascos al finalizar el partido. La brisa cálida vuelve a agitarse en la espera del semáforo para cruzar la Alameda. Mi padre siempre habla en voz alta, como si fuera un catedrático. Yo sé que sabe de fútbol, porque es mi padre, que llegó a jugar algún partido con el Oliva en tercera división, aunque lo jugara después de haber jugado otro partido por la mañana en la playa de Nazaret con su panda de amigos. No hay quién le haga cambiar de idea sobre las virtudes o defectos de éste o aquel jugador.

Hoy vamos solos, aunque no siempre es así. Mi padre suele hablar todo el tiempo con gente que se encuentra en el paseo hasta el campo. Gente que conoce de sus partidos playeros o de colarse en el campo cuando la acequia de Mestalla aún estaba a la vista, o de su trabajo como representante de jabones al principio y de chocolates en la actualidad. Y siempre se habla de fútbol. El extremo derecha es una madre. El medio es “més burro que tacó”. Con esa defensa lo raro será que no bajemos. Yo no sé muy bien a qué se refieren, a pesar de que sé positivamente que hablan del Valencia.

Ya estamos muy cerca del campo y ahora empiezo a ver las casa bajas en los aledaños del campo, tras haber pasado los cuarteles y la caja de reclutas, con los soldados rumiando ese domingo eterno y triste del hogar del soldado y la nostalgia de la gente querida. Ese domingo triste y eterno que no arregla en ningún caso, sino más bien agrava, el monótono cántico del carrusel deportivo. Las casas bajas tiene las calles sin asfaltar, los días de lluvia aquello es un campo minado y, hoy, aún quedan restos de la batalla, por lo que al llegar al campo llevo los pies mojados y los calcetines con barro. Mi padre no se da cuenta de estas pequeñas crisis, él sigue charlando animadamente con todo aquel dispuesto a mantener una conversación. Al llegar a la fachada de la tribuna de Mestalla nos cruzamos con unos tipos raros, que hablan en clave y que, curiosamente, también saludan a mi padre. Él me dice tras dejarlos atrás: “son reventas”. Y yo pienso que deben ser personas importantes por la atención que mi padre les ha prodigado, y porque ese semblante oscuro y nervioso a la vez les confiere un carácter misterioso y mágico, al menos a mis ojos de niño de cinco años. Paseamos arriba y abajo entre la muchedumbre que hace lo mismo, invadiendo la calzada como si se ocupara campo enemigo. Veo a la policía armada en parejas y también a algunos de ellos a caballo. Y las boñigas de los caballos son tan peligrosas como los charcos de las calles sin asfaltar. Estoy cansado e insisto para que entremos lo antes posible. Por una vez, mi padre se da cuenta de que no va solo y accede a mi petición. Entramos por la puerta 3 y subimos unas escaleras que me permiten ver, por vez primera, un mar verde. Mi vista no puede fijarse en todo. Las banderas, con la clasificación de los equipos, en lo alto de la grada numerada, frente a la tribuna; los mensajes comerciales emitidos con un sonido atronador desde los altavoces, el marcador simultáneo, el reloj, el marcador, las sillas de playa con su asiento de enea en las que se sienta la gente en tribuna, con un papel numerado pegado en el respaldo. Y el humo de los puros. Un mojón de la memoria. Nunca más he sido capaz de oler el humo de un puro y no recordar cómo el rumor del público crecía ante los ataques contrarios y el silencio sepulcral se hacía en el estadio repleto de almas compungidas. Ni cómo una alegría y desatino, que uno no sabe bien de dónde sale, embargaba a todos, a mí también, cuando el Valencia lograba un gol. ¡Gol! Los abrazos entre gente que se desconocía hasta ese momento, el alivio en los rostros y la locura en cada localidad del estadio. Una forma de ver la vida a través del humo y la hierba levantada tras un choque de trenes en el centro del campo. Una forma de sentir alegría y tristeza en un mundo creado a la medida de los sueños heroicos de cada infancia. Un planeta que no gira en torno a otro sol que el de una herencia vívida, acrisolada domingo tras domingo, en dormitorios de persianas a medio bajar, con la voz perenne de los comentaristas deportivos y el sobresalto feroz del pitidito impertinente que señala que un gol ha sido logrado en algún partido.


Francisco García
Socio del Valencia CF
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9 comentaris:

Anònim ha dit...

Los reventas. Ese submundo.

Inquietante inicio Fran.

BT

Anònim ha dit...

Qué bonito relato y qué bien escrito. Enhorabuena.

Un saludo
Jose Miguel Lavarías

Anònim ha dit...

Todos tenemos un Mestalla cómplice e idealizado. Esa genial foto de los años sesenta lleva las señales de humo de una época.

Entrañable y buen relato.

Alfredo Cardona

Jota Jota ha dit...

Buff Fran, joer, tio, como escribes. Está de lujo. Desde que leo en este espacio he adquirido una nueva perspectiva de mi Valencia. Genial.

Anònim ha dit...

JJ, creo que has dado en la diana.

en esa frase resumes mejor que nadie lo que intenta este blog: Crear una nueva perspectiva...

Anònim ha dit...

Que bueno Fran, me haces recordar muchas sensaciones de aquélla época cuando empecé a ir con mi padre a Mestalla desde la calle Sagunto y el interminable paso por la acera de Viveros hasta alcanzar Micer Mascó. Y posteriormente, el olor a tabaco que nacía de la Tabacalera, y que, hasta que se la han cargado, cada vez que he pasado por la zona y aspiraba ese aroma, me llevaban a mis tiempos de entrenamiento en invierno en la escuela del Valencia detrás de las gradas de lo que ahora es la Av Aragón, cuando salíamos a la huerta a recoger los balones que saltaban la tapia.
Que guay...
Un abrazo y a seguir con los relatos.

Sergio Barona

Anònim ha dit...

Me temo que ya no volveremos nunca a Mestalla de esa manera.... bien mirado, tampoco a ningún otro lugar. Pero nos queda la memoria.... supongo.

Anònim ha dit...

El olor a puro, las casitas junto a Mestalla, esas calles embarradas, la mayoría de nuestros padres aparcando lejos del estadio para evitar los atascos de salida, el "dardo", que merecería por sí mismo un artículo en este blog, con ese color verde que sigo teniendo grabado en la mente, y sobre todo el impacto brutal para la imaginación de un niño (o no tan niño, porque reconozco que a mí me sigue sucediendo) de encontrarse de repente con ese mar verde tras subir las escaleras del vomitorio.
Me alegro de poder compartir experiencias similares, no por lejanas en el tiempo olvidadas.

Anònim ha dit...

Mentalmente sustituyo en el relato "Mestalla" por "Atocha" y siento cosas muy lejanas y profundas. Bien se ve que la experiencia del hombre es en todo caso intercambiable.
Un relato excelente, Sr Cubero, tan visual, tan certero...
Se le felicita.
Donostia, 1º de marzo 2009.