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A José Lizondo, amb tota la meua gratitud i estima.
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De todas las fotos en las que aparece Juan Ramón vistiendo la camiseta del Valencia hay un par que me gustan especialmente. La primera (que acompaña este texto) corresponde a un duelo en contra el Madrid en la temporada 39/40. Sentado sobre la línea de gol y agarrado a un poste, Juan Ramón trata de evitar lo inevitable: que el balón se cuele en la portería de un guardameta que aparece, arrodillado, en segundo plano. El rosto del zaguero denota esfuerzo, concentración, tensión y sacrificio, en claro contraste con la felicidad de Alday, que festeja con alardes el tanto.
La segunda imagen, que seguramente conoces, está tomada en la apoteósica vuelta de honor del CD Mestalla tras ascender a Primera en el 52. Sí, lees bien. El filial, repleto de muchachos de la casa, ascendió a Primera -aunque luego el Valencia renunciaría a su plaza- tras bailar a los gallitos de Segunda en un play-off sensacional. Juan Ramón estaba con ellos. Con cuarenta años a sus espaldas, rendía su último servicio al club de su vida poniéndose al frente de aquella grupa alegre y divertida que congregaba a multitudes en una celebración dominical del fútbol total.
Esfuerzo. Concentración. Tensión. Sacrificio. Compromiso. Estas cinco fueron las constantes vitales del gran Juan Ramón Santiago durante sus dos décadas de pan y sopa en Mestalla. Casi nada. Lo había traído Luis Colina en el 34 por la puerta de atrás mientras Gaspar Rubio y Severiano Goiburu acaparaban los flashes y agudos comentarios de la prensa. Daba lo mismo. Porque Juan Ramón no era un extraño para Colina ni la afición valenciana. Había llegado a Valencia apenas un año antes para jugar en el Gimnástico, recomendado por un directivo de Altos Hornos que lo había visto jugar en el Erandio y el Alavés.
Su fichaje fue una de las mejores decisiones que tomó el viejo zorro de Pardiñas en su longeva carrera en el Valencia. Con el tiempo, mientras el halo de las estrellas se desvanecía, la figura de Juan Ramón se agigantó hasta el punto de convertirse en indispensable para todos los entrenadores, entre Fiberv y Quincoces, que se sentaron en el banco de Mestalla. Sobrio, seguro, atento al corte e, incluso, dotado de cierta calidad técnica, Juan Ramón se convirtió en un seguro de vida para la otrora zozobrante zaga de Mestalla.
La historia del Valencia nos ha mostrado dos caras complementarias de Juan Ramón separadas por un tremendo desgarro emocional. En su primera etapa observamos a un defensa empujado, esencialmente, por el entusiasmo juvenil y las ganas de triunfar. Tantas que incluso llegó a poner en jaque al club en un par de ocasiones. Una, tras un incidente en el campo con el delantero del Athletic de Madrid Elicegui en el que creyó que no se le había apoyado como merecía. Otra, en el transcurso de una complicada renovación que se enquistó: la directiva no quería dar a Juan Ramón el dinero que él creía haberse ganado sobre el campo: cinco mil pesetas.
Y, en estas, llegó la guerra. Juan Ramón, que estaba pasando el verano con su mujer en su tierra, no dudó en retornar a Valencia para ponerse a las órdenes de su club. Repetía, a pequeña escala y en el ámbito deportivo, la actitud de respeto institucional que su partido, el PNV (del que siempre fue simpatizante confeso), había tenido con la República. Lo fácil hubiera sido quedarse en casa y obviar la llamada de Colina. Pero volvió. Con ese gesto, sin que él lo supiera, se empezó a gestar el gran capitán de los años 40.
Ya en Valencia, Juan Ramón sufrió aquel desgarro del que hablábamos: conoció la muerte de su hermano Julián, también futbolista, que se había encuadrado en un batallón de gudaris. Nuestro protagonista añadió a sus cualidades la madurez y el obligado estoicismo del que trata de mascar los clavos del dolor. Juan Ramón mantuvo desde entonces a raya, y hasta el final, la tensión y la angustia. Excepto en la final de la Copa del 37, cuando se lió a tortazos con Martínez Català y fue expulsado del campo. El Valencia, con un solo defensa sobre el campo, acabó perdiendo aquella final.
A la vuelta de la contienda Juan Ramón entendió que nada sino el fútbol y el amor de los suyos lo ayudarían a sobrellevar la tragedia: en los últimos mil días había perdido mucho más que la guerra. Tuvo la enorme suerte de poder reintegrarse al club de inmediato. En abril del 39 hizo pareja en Vallejo con Calpe en el primer partido de la posguerra. Entonces todavía no lo sabía, pero en la zaga rival de aquel encuentro inicial le esperaba el que sería su compañero de baile hasta el final, un muchacho flaco con trazas de buena persona, un tal Álvaro que se había pasado parte de la guerra jugando a fútbol y recogiendo material militar abandonado por el ejército de la República.
Junto a Álvaro, Juan Ramón formó durante diez años una de las ententes que han quedado impresas en la historia del club y cuyo recitado habría de algo así como santo y seña para todo aquel que quisiera entrar en Mestalla. La dupla Álvaro-Juan Ramón está al nivel de las que forman Cubells y Montes, Pasiego y Puchades, Waldo y Guillot o Baraja y Albelda. Dio al Valencia tardes de inmensa gloria, títulos y fama de solvencia y elegancia, por mucho que los cronistas madrileños se empeñaran en decir que aquellos dos hombres eran algo parecido a dos carniceros.
Mentían como bellacos. De Álvaro ya conté no hace mucho que se han dicho auténticas barbaridades, rebajándolo a matón con botas de tacos. A Juan Ramón le pasó más o menos lo mismo. Mientras tanto, los molían a codazos, patadas y puñetazos semiclandestinos que enervaban a Mestalla y los enviaban a la enfermería día sí, día también. El vasco llegó a acudir al estadio con una escayola larga y blanca que cubría toda su pierna con la que posó, orgulloso, para Vidal, Finezas y compañía. Era su contundente respuesta a todas aquellas malintencionadas acusaciones que llegaban, envenenadas, desde Madrid.
Aun así, a pesar de los golpes físicos y morales, Juan Ramón aguantó sobre el césped unos cuantos años más. Recibió honores de héroe al ser convocado con la selección, pero su elevada edad y la guerra en Europa lo apartaron de metas internacionales más altas.
Todo ello duró hasta el 50. Una nueva técnica, la WM, y una generación más joven, encabezada por Luis Díaz, lo apartaron del primer equipo. Juan Ramón tenía 38 años y una Medalla al Mérito Deportivo a sus espaldas, pero quería seguir jugando. Llegó a un acuerdo con Iturraspe para alinearse con el Mestalla: era necesario servir de ejemplo a los jóvenes que empujaban para llegar arriba. Enfundado en una camiseta blanca (¿El Mestalla? ¿El Valencia? Qué más daba), Juan Ramón saltó una tarde de enero del 1951 al césped para redebutar en su estadio, con la ilusión de un juvenil, en Segunda División. La grada se puso en pie. Ovacionaba a un tipo extraordinario. A un futbolista eterno.
José Ricardo March
Aficionado del Valencia CF
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