Jornada 7
ATOTXA ENTRE TINIEBLAS
La Real Sociedad eligió Atotxa para contrarrestar el poder hipnótico de su bahía. Entre el marco incomparable de la Bella Easo y el glamour de su festival de cine, el equipo local se atrincheró en una caja de zapatos para compensar, despistar y anestesiar a los rivales. Esa paradoja de equipo adusto y ferroviario en un entorno privilegiado debía chocarle al visitante que llegaba entre algodones. Cuando despertaba de la ensoñación, el barro ya había pinchado dos veces el esférico y la Real iba por delante en el marcador. Si llovía, el andamiaje de película de terror crecía exponencialmente al paso de los trenes que corrían en paralelo. La combinación de plomo y barro era infalible. Con o sin lluvia, el lodo era una constante, se perfilaba como el jugador número trece de la Real, una Real de altos vuelos, la mejor Real Sociedad de la historia. En el lodazal emergía siempre la puntita nada poética de Satrústegui y sus testarazos al más puro estilo Ansola, su predecesor en la delantera. Todo encajaba. Ormaetxea engrasó un equipo para combatir en la selva tropical, pero también para ganar en campo abierto. Se sostenía sobre los pies de bailarina del excelso López Ufarte, el cerebro privilegiado de Zamora y la contundencia extrema de la zaga. En última instancia siempre quedaba Arkonada, Arkonada y el lodo. A los rivales, el lodo los engullía. Venían de pasear por La Concha y se encontraban con el infierno. Sorprende que nadie haya escrito sobre esa dialéctica: ciudad versus estadio. En pocos lugares la distancia estética era tan evidente como en Donosti. Los goles txuri-urdin eran goles por allanamiento. El murmullo anticipaba el estallido. La pelota entraba llorando, como si las miradas de la grada ejercieran de imán. Las avalanchas de Atotxa eran las más británicas del fútbol hispano. Procedían de un desmayo colectivo. Caían a cámara lenta, como si la moviola dirigiera el orfeón y su puesta en escena.
En Atotxa el Valencia lo pasaba siempre mal. En 20 años nunca le vi ganar un partido. A lo sumo, algún meritorio empate con goles de Kempes. Un día, Rainer Bonhoff entró en el vestuario llorando. ¿Qué te pasa Rainer? Le preguntó Pepe Vaello. Que me han llamado nazi, contestó desolado el germánico. También Castellanos mantenía un idilio muy particular con la afición blanquiazul. No lo podían ni ver. Lo singular en Castellanos era su mecánica. Era un Madelman articulado. Su juego de codos era similar al de Marchena. Hacía amigos con gran facilidad, sobre todo en el país Vasco. Sin duda, su aspecto de comandante de la guardia civil no le ayudaba mucho.
En 1996 estuve en San Sebastián. Atotxa llevaba 3 años sin fútbol de primera, pero aún resistía en pie. Por la mañana fuimos a presentarle nuestros respetos. Se disputaba un partido de rugby y pudimos entrar. Sentado en su tribuna lo entendí todo. El espíritu del tío Benito sobrevolaba las gradas vacías. Bajo un aguacero aquello debía poner los pelos de punta. Esa misma tarde, a la hora clásica, el VCF saltó al césped de Anoeta atrapado en su particular pesadilla de Atotxa. A la media hora la Real ya ganaba 3-0. El resultado final no mejoró, 5-2. Fue el año en que los dos partidos contra los donostiarras nos privaron de ganar la liga, la vibrante temporada de Luis Aragonés en el banquillo. Con esos 6 puntos, o incluso con una victoria y un empate, el VCF hubiera sido campeón.
Durante el otoño de 2008 volví a San Sebastián. La Real estaba en segunda y Atotxa ya era una plaza gris y fría entre tinieblas. Desde el monte Ulía me hice con el plano total de la ciudad. Como hago siempre que estoy lejos de Valencia imaginé tardes locales de fútbol en los años 70’. Esa rareza íntima me ayuda a comprender el rumor lejano de mis días de radio revoloteando en el comedor de casa mientras mi padre organizaba las facturas. A esos viajes lisérgicos de la infancia se lo debo todo: la memoria, la imaginación, la potestad del relato. La tormenta arreciaba y Arkonada emergía entre las arenas movedizas del área pequeña como el gigante de los chicles Super Boomer. Seguro que Aitor Zabaleta también estaba aquella tarde allí, en el viejo Atotxa, bajo la lluvia.
Rafa Lahuerta