El calendario nos depara a menudo etapas de ociosidad y despreocupación. En este artículo me remonto a una de ellas, titulándolo como el libro de Sauro Marianelli que nos encomendaron leer en el colegio durante las vacaciones de Semana Santa de 1994. Los que, siguiendo el paradigma hornbyano, incurrimos en la disfunción hecha hábito de organizar nuestras rutinas en torno al partido de nuestro equipo tendemos a generar constantemente símiles balompédicos que hagan más comprensibles nuestras disquisiciones. Es entonces cuando los relatos más ligeros y anodinos adquieren un cariz memorable que trasciende la simple experiencia.
Si realmente fueron o no para tanto ya no es el núcleo del debate. En el caso que nos ocupa, refuerzan la identidad y la militancia valencianistas y eso es más que suficiente desde un prisma individual y potencialmente colectivo.
Pero volvamos a 1994, al Mestalla primaveral de ese año para rememorar esos tiempos de limbo competitivo y calma que mediaron entre dos procelosas tempestades: el colapso del tuzonismo y la erección del roigismo. Después de la debacle de Karlsruhe, las humillaciones caseras ante Real Madrid y Barcelona, la maldición apocalíptica del gol 3000, los coqueteos con el descenso y los bailes de entrenadores y presidentes, los efectos efervescentes al alimón de la entronización de Roig, el estrambótico retorno de Hiddink y el efímero fichaje de Aristizábal se habían diluido y los últimos encuentros de la temporada se presentaron como bolos de fútbol de salón, mientras se velaban armas para el auténtico Año I de la Era Roig.
Sin ninguna opción de clasificación europea nos plantamos en la penúltima jornada. El escaso rigor competitivo de esas fechas propició que un par de futbolistas de la primera plantilla (Serer y el fulgurante Mendieta) visitaran mi colegio, cumpliendo con los designios de algunos célebres consejeros de las directivas de Tuzón y Soler que matriculaban a sus vástagos en dicho centro. Especialmente fructíferas en este capítulo fueron las gestiones de un dandy que le daba un aire a Frank Sinatra y que solía utilizar un aparato entonces desconocido y fascinante para nosotros, un genuino teléfono móvil que más bien recordaba al zapatófono del Superagente 86.
Mi fervor valencianista propició que el sorteo de las entradas se decantara a mi favor por el método del amaño, vía baremación objetiva de méritos realizada previamente por el profesorado, todo sea dicho.
Así que de esa guisa nos plantamos mi padre y yo en la penúltima cita liguera y jornada de clausura del ejercicio en Mestalla. Uno de esos partidos en los que acudes al campo sin la emoción de los puntos, pero con la aspiración de coleccionar momentos inolvidables, como hacía la chica de “Y decirte alguna estupidez, por ejemplo, te quiero”.
Y así fue. A pesar de que sometí a mi padre contra su voluntad a la pésima visión de la portería del Gol Sur, la tarde fue prologándose a la medida que dictaminaban los esquemas de mi goce infantil. En el fondo norte bajaron los banderones (entre ellos, los que más me gustaban, el del murciélago de Spook y el cuadriculado de la senyera) al balcón de Sillas Gol Norte para darles más realce al ondearlos, hacia una esquina de la misma General de Pie unos aficionados desplegaron un cubregradas con la efigie del malogrado Rommel Fernández en el primer aniversario de su muerte (un homenaje que nunca llegó de manera parangonable por parte oficial) y en el antiguo sector visitante unos quinientos hinchas no cesaban de animar a nuestro contrincante el Pucela (con gritos tan empáticos como “Ni Barça ni Madrid, Real Valladolid!”).
Como la vida está llena de imponderables, un penalti y la consiguiente expulsión de Sempere generaron un maravilloso efecto mariposa para nuestro Valencia. Iván Rocha falló y años después también marraría la pena máxima más grotesca ejecutada contra nuestra portería en toda la historia. González atajó y en el contragolpe subsiguiente Mijatovic desequilibró a toda la defensa visitante para culminar tumbando al meta, como a él tanto le gustaba. Aquella rocambolesca jugada acarreaba la pedrea de la titularidad forzosa de González en aquel inmortal acto final en Riazor.
Donde comenzaba una intrahistoria de consecuencias letales e irreversibles se gestaba una soleada tarde de alborozo infantil, disfrutando de una brillante goleada del VCF.
Completamente ajeno al posible descenso del simpático Pucela, ignorante del fatalismo que ya estaba atenazando al deportivismo y conocedor a posteriori de que al cancerbero parapenaltis no le renovarían el contrato. Ser un chaval en perenne estado de asueto y jolgorio tiene las ventajas de afrontar el quehacer diario de manera alegre y despreocupada, sin reparar en los problemas que nos rodean. Un inconsciente hedonismo que resulta sano a esas edades y que, sintetizado en el tarro de las esencias de aquella tarde futbolera, desprende un poso de indescriptibles recuerdo y orgullo valencianistas.
Aquel día Quique, con la inestimable colaboración de Fernando, se despidió de Mestalla con dos espléndidos tantos, firmando quizás también el epílogo del Valencia de mi infancia.
Simón Alegre
Socio del Valencia CF
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Si realmente fueron o no para tanto ya no es el núcleo del debate. En el caso que nos ocupa, refuerzan la identidad y la militancia valencianistas y eso es más que suficiente desde un prisma individual y potencialmente colectivo.
Pero volvamos a 1994, al Mestalla primaveral de ese año para rememorar esos tiempos de limbo competitivo y calma que mediaron entre dos procelosas tempestades: el colapso del tuzonismo y la erección del roigismo. Después de la debacle de Karlsruhe, las humillaciones caseras ante Real Madrid y Barcelona, la maldición apocalíptica del gol 3000, los coqueteos con el descenso y los bailes de entrenadores y presidentes, los efectos efervescentes al alimón de la entronización de Roig, el estrambótico retorno de Hiddink y el efímero fichaje de Aristizábal se habían diluido y los últimos encuentros de la temporada se presentaron como bolos de fútbol de salón, mientras se velaban armas para el auténtico Año I de la Era Roig.
Sin ninguna opción de clasificación europea nos plantamos en la penúltima jornada. El escaso rigor competitivo de esas fechas propició que un par de futbolistas de la primera plantilla (Serer y el fulgurante Mendieta) visitaran mi colegio, cumpliendo con los designios de algunos célebres consejeros de las directivas de Tuzón y Soler que matriculaban a sus vástagos en dicho centro. Especialmente fructíferas en este capítulo fueron las gestiones de un dandy que le daba un aire a Frank Sinatra y que solía utilizar un aparato entonces desconocido y fascinante para nosotros, un genuino teléfono móvil que más bien recordaba al zapatófono del Superagente 86.
Mi fervor valencianista propició que el sorteo de las entradas se decantara a mi favor por el método del amaño, vía baremación objetiva de méritos realizada previamente por el profesorado, todo sea dicho.
Así que de esa guisa nos plantamos mi padre y yo en la penúltima cita liguera y jornada de clausura del ejercicio en Mestalla. Uno de esos partidos en los que acudes al campo sin la emoción de los puntos, pero con la aspiración de coleccionar momentos inolvidables, como hacía la chica de “Y decirte alguna estupidez, por ejemplo, te quiero”.
Y así fue. A pesar de que sometí a mi padre contra su voluntad a la pésima visión de la portería del Gol Sur, la tarde fue prologándose a la medida que dictaminaban los esquemas de mi goce infantil. En el fondo norte bajaron los banderones (entre ellos, los que más me gustaban, el del murciélago de Spook y el cuadriculado de la senyera) al balcón de Sillas Gol Norte para darles más realce al ondearlos, hacia una esquina de la misma General de Pie unos aficionados desplegaron un cubregradas con la efigie del malogrado Rommel Fernández en el primer aniversario de su muerte (un homenaje que nunca llegó de manera parangonable por parte oficial) y en el antiguo sector visitante unos quinientos hinchas no cesaban de animar a nuestro contrincante el Pucela (con gritos tan empáticos como “Ni Barça ni Madrid, Real Valladolid!”).
Como la vida está llena de imponderables, un penalti y la consiguiente expulsión de Sempere generaron un maravilloso efecto mariposa para nuestro Valencia. Iván Rocha falló y años después también marraría la pena máxima más grotesca ejecutada contra nuestra portería en toda la historia. González atajó y en el contragolpe subsiguiente Mijatovic desequilibró a toda la defensa visitante para culminar tumbando al meta, como a él tanto le gustaba. Aquella rocambolesca jugada acarreaba la pedrea de la titularidad forzosa de González en aquel inmortal acto final en Riazor.
Donde comenzaba una intrahistoria de consecuencias letales e irreversibles se gestaba una soleada tarde de alborozo infantil, disfrutando de una brillante goleada del VCF.
Completamente ajeno al posible descenso del simpático Pucela, ignorante del fatalismo que ya estaba atenazando al deportivismo y conocedor a posteriori de que al cancerbero parapenaltis no le renovarían el contrato. Ser un chaval en perenne estado de asueto y jolgorio tiene las ventajas de afrontar el quehacer diario de manera alegre y despreocupada, sin reparar en los problemas que nos rodean. Un inconsciente hedonismo que resulta sano a esas edades y que, sintetizado en el tarro de las esencias de aquella tarde futbolera, desprende un poso de indescriptibles recuerdo y orgullo valencianistas.
Aquel día Quique, con la inestimable colaboración de Fernando, se despidió de Mestalla con dos espléndidos tantos, firmando quizás también el epílogo del Valencia de mi infancia.
Simón Alegre
Socio del Valencia CF