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En toda convención chotofriki hay siempre un momento álgido donde se hace balance de la nómina de fiascos, chascarrillos y casos únicos que jalonan los arrabales del relato Mestallí. Como todo el mundo sabe, ser del Valencia es una cuestión menor. Una religión anodina y de clase media. Los héroes, ya se sabe, eligen otras opciones. El choto no, el choto, como se deja llevar y es un ser blando y sin carácter, acaba sus días en la barra del bar de la esquina poniendo a prueba a otros chotos sobre quién es capaz de mear más lejos en la recuperación de momentos cumbres de la futbolería local. Es la estampa suprema del fin de la historia, muy similar a aquella otra del café donde Fontanarrosa novelaba las efervescencias de "El mundo ha vivido equivocado". En este escenario de mediocridad ambiental, el choto suelta su retahíla de anécdotas ya manidas y mil veces repetidas donde a veces se cuela un nuevo detalle que hace gimotear a los más lagrimitas. Ya se sabe: la moneda al aire, el accidente de Walter, la casa donde vivía Vicente Peris, la irrupción del Gitano González en un Valencia-Athletic de la 72-73, el banderín de la Recopa del 80 que pende en un anaquel de La Salamandra, el caso Gallolo... o el momento cumbre de la confusión de Vicente Asensi en 1941 cuando se alivió en el videt y no en la correspondiente taza. Todo ello por no recurrir al día en que recién salido de la ducha y con la toalla enrollada sobres sus partes púdicas le preguntó a la camarera del hotel: Señorita, ¿usted conoce Nueva York? No, contestó la muchacha. Pues mire la estatua de la libertad, dispuso el procaz Asensi mientras la toalla se deslizaba con suavidad hacia el suelo. Un guiño inocente que de forma malévola hace pensar en el tipo de nombre impronunciable que dirigía el FMI.
Puede que el chotofriki haya alcanzado ya el nirvana futbolístico o una madurez subsidiaria y algo cínica que le remite a cierta lucidez del abandono de todo exhibicionismo militante en el mercado de las militancias. Quizás el chotofriki ha comprendido que hacer bandera de una identidad futbolera es tan estúpido como hacerlo de cualquier sistema de creencias más o menos organizado. Y que, en realidad, no hay manera seria de hablar de fútbol porque la subjetividad y la militancia impiden todo acuerdo razonable y ajustado a la realidad de lo que pasó y no al heroísmo intuido de lo que nos hubiera gustado que pasara. A fin de cuentas, el creyente es siempre un enfermo cuya tara es la incapacidad para asimilar con ironía las contradicciones de su doctrina. Quizás por ello, y parafraseando a Onetti, el chotofriki prefiere perder una discusión “banal” que perder el tiempo “real”. El dilema para el chotofriki es la evidencia de su condición de burgués. Bendito dilema, claro, porque nada mejor en el mundo que permitirse el honor de la desidia y el suave discurrir de los acontecimientos desde la atalaya del poder bendecido por los dioses y Bankia. Gran suerte, por tanto, ser burgués y del Valencia. Suerte poder hablar de la propia decadencia a la manera de los hermanos Panero en El desencanto, con las espaldas cubiertas y la mueca entre pija y condescendiente de quien sabe que toda gloria es finita e inútil. Suerte, en suma, ser miembro de una religión blanda y nada heroica. Suerte saber que el premio a nuestra propia inconsistencia nos libra de caer en la superioridad moral... ese purgatorio de cándidos ególatras.
Rafa Lahuerta Yúfera
Socio del Valencia CF
Puede que el chotofriki haya alcanzado ya el nirvana futbolístico o una madurez subsidiaria y algo cínica que le remite a cierta lucidez del abandono de todo exhibicionismo militante en el mercado de las militancias. Quizás el chotofriki ha comprendido que hacer bandera de una identidad futbolera es tan estúpido como hacerlo de cualquier sistema de creencias más o menos organizado. Y que, en realidad, no hay manera seria de hablar de fútbol porque la subjetividad y la militancia impiden todo acuerdo razonable y ajustado a la realidad de lo que pasó y no al heroísmo intuido de lo que nos hubiera gustado que pasara. A fin de cuentas, el creyente es siempre un enfermo cuya tara es la incapacidad para asimilar con ironía las contradicciones de su doctrina. Quizás por ello, y parafraseando a Onetti, el chotofriki prefiere perder una discusión “banal” que perder el tiempo “real”. El dilema para el chotofriki es la evidencia de su condición de burgués. Bendito dilema, claro, porque nada mejor en el mundo que permitirse el honor de la desidia y el suave discurrir de los acontecimientos desde la atalaya del poder bendecido por los dioses y Bankia. Gran suerte, por tanto, ser burgués y del Valencia. Suerte poder hablar de la propia decadencia a la manera de los hermanos Panero en El desencanto, con las espaldas cubiertas y la mueca entre pija y condescendiente de quien sabe que toda gloria es finita e inútil. Suerte, en suma, ser miembro de una religión blanda y nada heroica. Suerte saber que el premio a nuestra propia inconsistencia nos libra de caer en la superioridad moral... ese purgatorio de cándidos ególatras.
Rafa Lahuerta Yúfera
Socio del Valencia CF
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