Era el primer martes del mes de septiembre del año del Centenario. Estaba en el Hospital Quirón de Blasco Ibáñez (no podía ser otro, el mas próximo a Mestalla que hay en Valencia) tumbado en una camilla, preparado para entrar en la sala de quirófanos, cuando llegó la anestesista.
Sus primeras palabras de cortesía fueron suficientes para darme cuenta de que era argentina. Me dijo, muy dulcemente, que me iba a pinchar para dormirme y que lo mejor era pensar en algo que me resultara agradable.
Le pregunté si sabía quién era “el Negro” Fontanarrosa y me respondió: “Che boludo, ¿pero qué me preguntás?… Soy de Rosario y soy de Central, canalla a muerte. ¡Y los leprosos putos que se vayan a la concha de su madre!”
Le dije, pues, que le iba a contar una bonita historia, ocurrida en Sevilla escasamente tres meses antes, donde todo empezó para que yo estuviera en esos momentos en la camilla, y en la que un amigo, hay que decir que un poco cabroncete, me llamó el Viejo Casale. “¡Bárbaro!”, me respondió. Y se fue cantando 🎶🎶🎶 “Aldo Poy, Aldo Poy, el papá de Ñulsolboys” 🎶🎶🎶
Entonces, no sé si caí profundamente dormido debido a los efectos de la anestesia o por el shock que me había causado escuchar que la anestesista era hincha de Central.
Evidentemente, ya no pude contarle la historia, pero teniendo en cuenta que el 19 de diciembre de 2021 se cumple el 50 aniversario de la palomita de Poy, creo que ha llegado el momento de contársela a ustedes.
No me tuvieron que secuestrar los muchachos de la Sud (que los imagino como lo más similar a el Dani, el Cuqui, el Miguelito, el Valija, el Rulo y el Colorado), ni subirme a un omnibús engañado para estar en Sevilla. Era una Final a la que habían muy pocos motivos que me pudieran impedir ir. Afortunadamente, no se dio ninguno de ellos.
El viernes por la mañana salimos de Valencia, en mi coche, mi hermano Javier, mi hijo Pablo, su amigo Miguel (por ausencia -qué lástima- de última hora de mi hermano Juan Carlos) y yo mismo al volante. Pero no íbamos solos. Venía con nosotros, cuál quinto Beatle, el espíritu del más incondicional de los valencianistas que jamás ha existido, Jorge Iranzo, en forma de su bufanda talismán.
Iba a ser la primera final con mi hijo Pablo. Fue inevitable acordarme de aquel ya muy lejano sábado del mes de julio de 1971 (escasos 6 meses antes de la palomita de Poy) cuando salimos camino de Madrid mi abuelo, mis padres, mi hermano Javier y yo para ver la Final de Copa contra el Barça, mi primera final, en el nuevo coche familiar, un Morris MG color mostaza (“Morris, ja veus tu, aixó es nom de gos”, refunfuñaba enfadado mi abuelo Jesús. “El tío Ramonet el sant tenía un gos que li dien Morris. Els alemans sí que saben, sí: Mer-se-des”). Repetíamos rival. El Barça de Messi era un equipazo, igual que lo era aquel Newell’s del 71. Pero, sobre todo, no quería volver repitiendo durante todo el viaje de vuelta el mantra que repetía mi abuelo cuarenta y ocho años antes: “Mos han robat, xiquets. Mos han robat. Fills de putes”. Si cierro los ojos, aún puedo oírlo perfectamente. Y mi madre diciéndole: “Pare, que están els xiquets. No diga paraulotes”. A lo que mi abuelo respondía: “Fills de putes. Mos han robat, xiquets. Mos han robat. Fills de putes”.
Seiscientos cincuenta kilómetros nos separaban de Sevilla. Pensé cuántas veces habría hecho Jorge ese camino sólo para ver al VCF. ¿Sesenta quizás?. No me iré mucho.
Llegamos a Sevilla a primera hora de la tarde. Por supuesto, al salir de la Comunidad Valenciana sonó tres veces el claxon.
Tras dejar las maletas en el hotel, en pleno barrio de Triana, nos dirigimos junto con algunos amigos más a la Casa Regional Valenciana de Sevilla. Allí había un acto de presentación del libro autobiográfico de Mario Kempes, con la presencia del propio “Matador” y Enrique Arce, “Arturito”, como maestro de ceremonias; dos murciélagos con alma canalla. Nunca hay que dejar escapar una ocasión para ver al más grande en persona y, esta vez, tampoco lo íbamos a hacer.
Tuvimos que quedarnos de pie al final de la sala, pues no teníamos invitaciones. Y a los pocos minutos empezó mi calvario. Tras un sudor frio y un dolor muy intenso que intentaba disimular, caí fulminado perdiendo durante escasos segundos la conciencia. Al recuperarla, aún medio aturdido, es cuando el cabrón de Jose Carlos, mientras yo estaba en el suelo realmente jodido, me dice, “Jesús, no te preocupes. Si te mueres, te escondemos en la habitación del hotel, mañana te metemos en el Villamarín y hacemos como si te hubieras muerto allí. Y Rafa Lahuerta escribirá una maravilloso relato. Vas a ser nuestro Viejo Casale”. Su hijo, Rober, le miraba preocupado, como preguntándose si su padre hablaba en serio. Lo sabía capaz por una puta victoria del Valencia en aquella Final. Pero lo peor es que a mí me pareció un buen plan. Solo me sabía mal por mi hijo (mi mujer y mi hija, como no estaban allí, aún no me preocupaban demasiado).
Bueno, el caso es que al cabo de unos 15 minutos empecé a sentirme mejor a medida que fue disminuyendo el dolor hasta desaparecer. Al finalizar el acto, aún nos hicimos una foto con Kempes, que nos firmó la camiseta. Parecía que todo había quedado en un susto.
Los dolores remitieron lo que tardó en desaparecer el subidón que produce hablar con Mario unos segundos, hacerse una foto con él y que te firme la camiseta. No voy a entrar en detalles. El caso es que hubo que improvisar un cambio de planes. En lugar de , como estaba previsto, disfrutar de Sevilla, cenar y terminar la noche en el tablao de Casa Anselma con primo Vicente y otros amigos, terminé, a poqueta nit, en la sala de urgencias de un hospital. Un buen chute no sé de qué en ese mismo momento, que me dejó grogui casi al instante, y una buena dosis de pastillas cada cuatro horas para el día siguiente deberían ser suficientes para aguantar el dolor hasta nuestra vuelta a Valencia el domingo. Si no fueran suficientes las pastillas, vuelta al hospital para otro chute. Eso me dijo el médico sevillano de urgencias que me atendió, madridista por cierto, para empeorar, si ello era posible, las cosas. Hay que decir que su diagnóstico fue que no era nada grave, pero podía ser tremendamente doloroso y dar bastante por saco. Mejor aplicar la frase esa que dice que no es un problema grave si no lo conviertes en un problema grave. A dormir.
Y llegó el día del partido. El gran día. Sonó el despertador. Me tomé la primera pastilla del día, me puse la camiseta del Centenario, cogí la bufanda de Jorge Iranzo y a la calle. No iba a ser fácil. Mas bien iba a ser muy difícil, casi imposible, pero necesitaba creer que algo extraordinario era posible.
Fue salir a la calle e, inmediatamente, darme cuenta que era posible. Realmente algo extraordinario estaba sucediendo. Como decía Lawrence de Arabia, las ilusiones pueden ser muy poderosas, y en ilusión ya estábamos ganando por goleada. Todo eran cánticos valencianistas, risas, tracas y hasta tabalets y dolçaines oías por las calles sevillanas. Y tracas, más tracas. Mientras, los aficionados culés paseaban tranquilamente por las calles de la ciudad. Para ellos era otra final, un día más en la oficina. Sin duda, ahí, en las calles de Sevilla se empezó a ganar el partido. Los aficionados empezamos a ganar el partido.
Así durante todo el día. Entre la euforia y la medicación tenía la sensación de como si no hubiese pasado nada el día anterior. Hasta que, a mitad tarde, llegó la hora de ir al Estadio. Empezaron de nuevo los dolores. Cada paso que daba el dolor era aún más intenso y volvía el fantasma del viejo Casale. Como no había modo de pillar un puto taxi, le propusimos al vendedor de tickets de un bus turístico de Sevilla que en lugar de hacer una ruta por la ciudad nos llevara directamente al Estadio. Negociamos el precio a sabiendas de nuestra inferioridad en la negociación y, aunque salió algo caro, aceptamos. Todo un éxito, ya que la inmensa mayoría de los valencianistas que pasaron por allí se subieron y los aficionados culés, haciendo gala de su merecida fama de tacaños, al preguntar el precio empezaban a blasfemar y seguían andando. La pela es la pela. Resultado: bus turístico lleno de valencianistas, ondeando banderas y cantando el Amunt València.
Fue entonces cuando me di cuenta que había perdido la bufanda de Jorge. Y eso fue bastante más doloroso que mis achaques de salud. Además, para ese dolor no había medicación posible, ni chute en forma de pinchazo que lo aliviara. A día de hoy, dos años más tarde, esa herida sigue abierta y aún sigue doliendo, y mucho. Espero que su hermano Javier no piense eso de que el infierno está lleno de buenas intenciones, aunque lo entendería si lo hiciera.
Entre el dolor físico y el anímico, no llegué en mi mejor momento al Villamarín, pero una Final hace que te olvides de todos los problemas, no te duele nada (o si te duele, no lo notas). Con el gol de Gameiro te abrazas con tu hijo, con tus amigos y con los que no lo son y con el de Rodrigo (humillación incluida de Carlitos Soler a Jordi Alba) ya entras en éxtasis, ríes, lloras y repartes más abrazos que el añorado Jesús Barrachina. Cuando Messi recorta distancias te entra el canguelo. Aún quedan diecisiete minutos que parecen eternos. En los minutos finales, por dos veces, te cagas en la madre que parió a Guedes. Y te vuelves a acordar del viejo Casale. Y sólo deseas no palmarla, al menos antes de que termine el partido, esperando dar y recibir el mejor abrazo de tu vida, ese que te funde con tu hijo por primera vez celebrando un título, mientras lloras descontroladamente, sin poder parar, de alegría. Y, además, sabiendo que a tu lado, el amigo idóneo para compartir ese momento, también está a punto de vivirlo por primera vez con su hijo.
El árbitro silba el final del partido. Y sucede lo que tanto deseabas. Pero aún es mucho más bonito de lo que habías imaginado. No existen palabras para expresarlo o, al menos, yo no las encuentro.
Ahora sí, pensé, ahora ya me puedo morir, como el viejo Casale, con ese brillante final que “El Negro” Fontanarrosa le da a su maravilloso cuento: “Si uno pudiera elegir la manera de morir… Yo elijo esa, hermano. Yo elijo esa”.
PD: El día 19 de diciembre de 2021 mientras la OCAL celebre con su maravilloso rito la recreación de la palomita de Aldo Poy, mi madre cumplirá 87 años. Y, a pesar de que su maldita enfermedad no le permite acordarse de las cosas, como cada año, nos cantará el Amunt València, nos recordará que Puchades-Pasieguito son la mejor media que ha tenido el Valencia C.F., rectificando rápidamente “bueno… del Valencia solo no, del mundo” y nos dirá, una vez más, que ella será del Valencia hasta que se muera. Y añadirá: “Pero aún no, eh, aún no”. Que así sea.
De pares a fills. De iaios (i iaies) a nets.
Amunt sempre!!!
Jesús Roig Sena (Socio número 771 del Valencia C.F.)