Víctor tiene 16 años y se levanta del sillón cada vez que Guedes, Messi o Dybala se deleita con el balón. Comenta con sus amigos, después de cada partido, el gesto técnico de Neymar y se emocionan con el espectáculo que les brindan los jugadores. Es su pasión, las jugadas endiabladas les motivan, su niñez y su adolescencia está marcada, entre otros aspectos, por esos sentimientos futboleros que les transmiten ideas, conceptos y valores.
Su abuelo tendría ahora 71 años y disfrutaba hasta no hace mucho viendo las diabluras de Ronaldinho y las filigranas de Zidane. Como también se incorporó de su butaca para aplaudir a Cruyff, tras rubricar momentos para los anales de su deporte, o para ovacionar a Claramunt cuando ya hacía en los años sesenta lo que Iniesta ofrece hoy. Aunque Vicente, que vibró con Kempes y celebró cada pase y cada gol de Don Fernando Gómez Colomer, era más de jugadores como Ángel Castellanos o Fernando Barrachina.
Con un Celtas en sus huesudos dedos, con un halo de humo alrededor de su abundante pelo color azabache y tosiendo con fuerza previamente. Así empezaba mi padre sus historias. Solía irse por las ramas, algo que he heredado, pero cuando hablaba del Valencia se centraba. Un aficionado ejemplar, no era anti-nadie, criado por un maestro republicano.
Su niñez y su adolescencia no fueran tan laxas como las de Víctor. Ni de lejos. Pero lo que le excitaba del fútbol entonces, formó también su carácter dándole forma a sus valores. Las experiencias se transforman en recuerdos y anécdotas y, cuando nos marcan, las conservamos por mala memoria que tengamos. Y mi padre, mientras golpeaba el suelo con sus zapatos de forma rítmica, dejaba caer la larga ceniza acumulada en el cenicero y jugueteaba con su zippo entre sus dedos y la mesa, me contó en varias ocasiones una historia que siempre me gustó y hoy aprecio y entiendo aún más.
Yo alucinaba cuando mi padre hablaba de Ansola. Sin saberlo, Fernando Ansola –fallecido tristemente el año del descenso ché- nos imprimió a mi padre y a mi (gracias a la transmisión de su recuerdo) una huella en nuestra forma de ser.
- ¡Y volvió a salir con la cabeza vendada y marcó un gol de cabeza!- decía mi progenitor, que acostumbraba a tener el semblante serio pero que sonreía ufano, con la cara iluminada, cada vez que contaba el relato de aquel tanto valencianista. Podía ver en sus ojos la repetición del gol.
El deporte, entendido como tal, no es más que otra expresión de la sociedad que nos puede formar tanto practicándolo como viéndolo. Puede transmitirnos superficialidad o coraje, perseverancia o soberbia, empatía o animadversión, honor o desidia. Y, como el arte, nos hace sensibles a un tipo de elementos u otros.
La garra de Ansola, el trabajo de aquel delantero tosco y fuerte, le llegó a mi padre desde bien joven. En 15 años de carrera (de 1960 a 1975), el vasco anotó en 130 ocasiones. Delantero centro puro, un tanque que llegaba a todos los balones y cuyo remate de cabeza era temido. No podías pedirle grandes cosas con los pies, pero cumplía con su labor de llevar por la senda del triunfo al Valencia.
El partido que me narraba mi padre, el que vio en Mestalla ante el Barça, bailaba por mi cabeza junto con los cuentos de El libro de la selva o Aladdín, hasta que hace unos años, documentándome, leyendo y buceando por Internet, di con noticias, crónicas e información sobre él. Me hubiera encantado volver a hablar con mi padre de aquel encuentro tras aquello. Hubiera sido un buen invitado para el programa de ‘El Museo’ que realicé en Amunt Radio. Más de una vez, hablando con coleccionistas en el estudio, acababa mentándole a él o a las historias que me ha legado, siempre tratando de no corromper el mensaje implícito que me trasladaba con la narración: lucha, honor, lealtad, trabajo. Por encima de lo vistoso, la entrega y el resultado. Porque dependiendo de cómo contamos algo podemos dar un mensaje u otro.
La historia de un club la hacen los aficionados y ambos estamos orgullosos de aquella frase del fotógrafo valencianista Finezas: “Cuando Ansola choca contra un poste, en lugar de los camilleros salen corriendo los carpinteros”.
1 de enero de 1967. Porque antes no había parón de Navidad. Cinco de la tarde en Mestalla. Mundo dirigiendo al conjunto local, Roque Olsen a los visitantes. Con el empate a cero Guillot se estampa contra una valla publicitaria tras chocar contra un defensa culé y sale malparado del encontronazo. Poco después Ansola se golpea contra el palo intentando rematar un balón y se lesiona. Se retira con la cabeza sangrando y la segunda parte tiene que empezar sin él.
Aquí mi padre hacía una pausa para explicar que en 1967 todavía no se podían hacer sustituciones (en el 69 se empezó a poder sustituir a un jugador en caso de lesión, en los 70, tras el Mundial, se amplió a dos jugadores y con la posibilidad de hacerlo por razones tácticas y ya en los 90 llegaron los tres cambios actuales. Aunque previamente fueron dos más portero). De esta manera hacía hincapié en que el Valencia tenía que jugar con uno menos contra el equipo de la ciudad condal.
Pero pasados unos minutos del segundo tiempo, Ansola volvió a entrar al campo con la cabeza vendada y con manchas -secas- visibles de sangre en las vendas. Poli marcó el 1-0 y el vasco, pese a su lesión, no se amilanó y remató un balón colgado al área para marcar con la cabeza el segundo para los valencianistas. Un tercer gol, a falta de cinco minutos para el final, llegaría gracias a Waldo. 3-0. La historia dice que fueron dos puntos para el equipo de la ciudad del Turia, pero hay otras historias detrás de esa historia. La de un delantero que no hizo florituras, simplemente salió, saltó y remató pese a los puntos recibidos en la testa. La de una afición que se rindió ante el compromiso y la valentía del ariete.
Álvaro Coll. Periodista