Al hombre llamado Gallolo le pillaron haciéndose una paja en el sector 29. O dicho a la valenciana: fent la mà.
No era un partido más. Eran las semifinales de copa de 1993. Un VCF-Zaragoza que acabó con empate a uno. A bote pronto recuerdo la ponentà de aquella tarde-noche de junio y sus efectos devastadores en las ya de por si desequilibradas gentes del país. ¿qué voy a contar que no sepáis? Si Albert Camus hubiera escrito 'El Extranjero' en la playa de La Patacona no hubiera recurrido al calor sofocante para intentar bucear en la conciencia de Meursault. Directamente hubiera apelado al poniente, a la clásica ponentà de todos los veranos. Porque en esencia, Gallolo sucumbió a la locura. Y se hizo un pajón atrapado en la marea de cárdenos y azules rosados que colorean la cúpula del cielo en esos atardeceres ponentosos y únicos que lo ennoblecen todo. Yo, al leer la noticia en el periódico al día siguiente, lo entendí enseguida: Gallolo se dejó llevar por la luz en retirada que matiza la techumbre del anfiteatro con alardes de sinfonia colorista.
Pero recapitulemos. El partido era aburrido, con un Valencia pegajoso y amanerado, que jugaba a la patraña del 'made in Valencia', ese otro chiste con que Robinson rebautizó al equipo de Hiddink en alguna de las primeras retransmisiones de Canal Plus. Gallolo se hartó, como todos, y empezó a buscar alternativas al fútbol aplatanado y blando de su equipo. Primero se fumó un porrito con cierta ansiedad y después se asomó al balcón de la desaparecida general de las banderas, cuando todavía era la grada más alta de Mestalla. Sé, porque Gallolo no era un ser banal, que pensó en lo extraño que era todo. En primer lugar aceptó los restos ennegrecidos de ceniza que cubrían los pilares del graderío como el poso trágico del pasado ferroviario del club, desgranando en una hipotética acuarela el paisaje industrioso y decadente de la estación de antaño. Por un momento fue el saxofonista de 'Acordes y Desacuerdos', la peli de W. Allen protagonizada por Sean Penn, y vió pasar trenes donde ya sólo quedaba la memoria de los raíles enterrados para el mundial 82. Sin duda, el peta surgió efecto. Y el hombre llamado Gallolo voló hasta más allá del barrio de Algirós para atisbar algún hilo de mar, ese mar que siempre estuvo tan cerca y tan lejos de Mestalla. Entonces, el hombre llamado Gallolo se acomodó en la última fila del graderío resuelto a terminar con tanta mojigatería ambiental. Estaba solo, de cuando aquella grada nunca se llenaba, y decidió sacarse la polla. Así, con gran naturalidad.
Puede que Arroyo ya hubiera marcado el gol del Valencia 50 metros más abajo o que la tropa empezara a ver con claridad que ese año tampoco jugaríamos la final; conjeturas. Ya sabéis, el VCF llevaba siglos sin jugar finales y la peña no esperaba milagros. Gallolo tampoco. Así que se empezó a pajear. Al principio nadie se percató y Gallolo siguió a lo suyo. Mestalla masticaba hortigas y del viejo Yomus llegaban rumores de tambores lejanos. Alguien, el típico aguafiestas incapaz de guardar un secreto, soltó la voz la alarma: 'ye nanos, ahi n'hi hà un tio fent-se una gallola'. El resto es materia de página de sucesos. La policía subió a la grada y se llevó al hombre llamado Gallolo ante la estupefacción de los presentes. Ahí, pese a todas las pesquisas posteriores, se pierde su rastro.
Han pasado 15 años y lo que viene es algo parecido a una novela. Lo reconozco, he pensado mucho en aquel tipo. A su alrededor he levantado un mundo ficcional que me ha ayudado a digerir mejor las diferencias entre lo novelesco y lo real. Porque Gallolo es un arquetipo, el hombre que se hace una paja en Mestalla, un remedo postmoderno de el hombre que mató a Liberty Valance.
A veces lo imagino en la barra de un bar, en algún barrio de aluvión, rememorando en secreto su gesta, añadiendo matices, coloreando la escena, intuyendo desenlaces. Es un hombre enjuto, que ya peina canas, con un tatuaje revelador: amor de madre. Como si fuera un personaje de Onetti, Gallolo es un hombre vencido que fuma y espera. De vez en cuando coge el Super, lee la columna de Carlos Bosch y se mete en el lavabo. Está por ver si lo uno lleva a lo otro. Pero a tanto no llego. En el aseo no sabe si cagar o volver a recomponer la maniobra que le hizo inmortal para siempre. Lo que si es seguro es que en sus mejores días tiene un sueño: volver algún día a Mestalla antes de que lo derriben y culminar, en la última fila del graderío, lo que a medias se quedó.
Rafa Lahuerta Yúfera
Socio del Valencia CF
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