Jornada 21
DE LO AMARILLENTO
Fue Vilareal, pero pudo ser Alzira, Xátiva, Ontinyent, Gandía, incluso Torrent. De alguna forma, ese espacio ya lo tuvo Alcoi, que por renta y burguesía urbana tenía todas las papeletas para haber consolidado un club en la primera división. De facto, y como lo he vivido lo recuerdo, un Mestalla-Alcoyano tenía mucho más tirón que un Mestalla-Vilareal.
Antes de que los inventores de rivalidades nos arrollen con su verborrea mediática conviene decirlo alto y claro: el Vilareal en la élite es una gran anomalía. Su presencia es mérito de una buena gestión, pero también de las consecuencias del nuevo fútbol que nació tras la ley de sociedades anónimas de 1992. La trayectoria del club amarillo tiene un valor impostado, tan aparentemente impecable como emocionalmente limitado. Por muchas veces que nos hayan ganado en los últimos tiempos, mi percepción apenas ha variado. Le reconozco a los Roig la capacidad de haber construido una empresa solvente, pero las rivalidades futboleras se construyen en la infancia de los clubs. En ese sentido el Vilareal llega 80 años tarde. Un derbi o un partido de la máxima no se improvisa por mucho que la presión mediática intente crear escenarios paralelos. El fútbol sí tiene memoria, una memoria que traspasa los mesianismos y las quimeras. El Valencia CF se hizo maduro sin oposición. Posiblemente, esa ausencia de rivalidades locales enconadas y perdurables en el tiempo desde los años 20’ sea una de nuestras grandes señas de identidad. Para bien y para mal, ese desconcierto de equipo grande sin rivales locales ha condicionado nuestra historia. Con el Castellón, con el Hércules, con el Elche, con el Levante y también con el Vilareal, el VCF se ha movido entre la condescendencia y el paternalismo, sin saber muy bien cómo afrontar el envite del pequeño. Por contra, para el pequeño la estrategia ha sido siempre la misma: intentar desplazar al grande sin lograrlo. Al Valencia, esa soledad territorial le ha hecho muchas veces levantar el pie de la exigencia y la autoafirmación identitaria. Su hegemonía era tan evidente que no se tomaba muy en serio ni las amenazas de ser descabezado ni su propia grandeza. En ese páramo se ha sentido tan cómodo como poco exigido. Durante décadas ha carecido del hábito y de la necesidad que por ejemplo sí han tenido clubs condicionados por vecinos de similar estatura.
Ahora que nota el aliento de equipos cercanos moderadamente bien conducidos y muy bien festejados por la Canallesca, mantiene los tics del siglo XX. En ocasiones la propia grada de Mestalla sigue atrapada en una especie de limbo patriarcal, sin saber muy bien cómo tratar al vecino respondón. Todavía nos sorprende la animadversión que provocamos y ese desconcierto genera más dudas que certezas. Hay una ambigüedad ambiental que nace de la ausencia de tradición. No sabemos tomarnos en serio rivalidades de nuevo cuño que secretamente nos incomodan pero tampoco nos mostramos firmes en la defensa de la hegemonía ganada a pulso. Contra esa ambivalencia, lógica por otra parte, la fórmula es bastante sencilla. Contención respetuosa en las formas y máxima exigencia en el vestuario y entre los profesionales del club para saber que el rival sí vive estas contiendas con un plus añadido de intensidad.
Que la hostilidad metafórica no sea ni pueda ser simétrica no implica que no haya que tomarse los partidos con el mismo espíritu con el que lo hace el rival. Lo demás es lo de siempre: Ganar, ganar y ganar. Y una evidencia que el propio valencianismo debe hacer valer por encima de cualquier otra circunstancia: el fútbol no se inventó en el año 2000.
Rafa Lahuerta