La muerte de don Arturo Tuzón hace al valencianismo estos días, por enésima vez, rendir honras fúnebres a uno de los protagonistas de su casi centenaria historia. No es para menos. Mesurado, capaz y correcto, comandó durante siete años una nave que consiguió salir de la tormenta para encaminarse hacia las soleadas playas de la bonaza económica y deportiva. Y es que aquel Valencia triste y quejumbroso que tocó fondo en el 86 tenía cierta vocación de terrorista suicida: los fastos recientes se habían consumido, dejando un rédito poco menos que alarmante: una deuda galopante y, lo que es más preocupante, la desbandada casi general de una afición cansada de los vaivenes políticos y deportivos del cambio de década, huérfana de héroes e instalada en la nunca apacible tierra de nadie, al límite del abismo.
Don Arturo tuvo las agallas de aparecer a la hora de los valientes, cuando pocos hubieran tomado el timón del barco errante, y supo, desde el pozo de la Segunda, reconciliar a la ciudad y a la afición con el club y hacer de la necesidad, virtud: aquel Valencia que inició el camino de la resurrección en Alzira en agosto del 86 contaba en su alineación con siete valencianos y dos mestallistas, jugadores que ofrecerían un rendimiento muy destacable a lo largo de toda la era Tuzón. La política de cantera, complementada con sensatos refuerzos, sería una constante a lo largo de su mandato, y, a falta de títulos, reportó a toda una generación de nuevos valencianistas, mi generación, un inolvidable primer once para el recuerdo: Ochotorena, Quique, Arias, Voro, Giner; Roberto, Arroyo, Tomás, Fernando, Eloy y Penev. Y varios escuderos de lujo: Sempere, Mendieta, Camarasa, Leonardo o Mijatovic, entre otros.
Más adelante llegarían los años convulsos que agriaron sus últimos tiempos como presidente: la conversión del club en Sociedad Anónima, la eclosión de una oposición más jaranera que efectiva, las vergonzantes goleadas europeas y una frustrante sensación de quedarse siempre a las puertas de los éxitos deportivos. La animadversión hacia aquel hombre frugal se convirtió en una constante casi diaria, jaleada por los voceros del supuesto progreso. Y don Arturo desertó de la primera línea con su habitual sentido común, mientras al doblar la esquina de la avenida de Suecia las tracas anunciaban la venida de la postmodernidad, el espectáculo y el gasto desmesurado.
El tiempo, que pone a todo y todos en su sitio, devolvió hace años a don Arturo al puesto que le corresponde en la historia del Valencia. Sus aciertos, a pesar de la cantinela de los duros y los fuegos de artificio de la era Roig, lo sitúan justamente entre los mejores gestores que han gobernado el club. Como muy lúcidamente apuntaba en estas mismas páginas Vicent Chilet, sin él, sin la base de sensatez y el saneamiento económico que aportó en sus años de mandato, no hubiera sido posible todo de lo que vino después, y quizá el Valencia de los grandes éxitos sería hoy una quimera. Es el mayor triunfo de aquel hombre tranquilo que, parafraseando a Rafa Lupión, recompuso el pulso del Valencia a base de su propio sudor y esfuerzo.
José Ricardo March
Socio del Valencia CF
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