"Tan sólo el rótulo de la estación dice de veras el nombre de la ciudad; lo demás son citas, más o menos fieles, de ese único documento original"
-Rafael Sánchez Ferlosio. Vendrán más años malos y nos harán más ciegos-
Hasta el verano de 1990 Valencia fue la capital mundial del antiturismo. El factor externo más visible de aquel blasón era, junto a un cartel que reducía a 3 horas lo que cuesta una vida entera, el semáforo de Europa. Un mérito atribuible a los miles de coches que durante al menos un par de décadas hubieron de pasar por esa ciudad en permanente estado de asombro que era y es Valencia. El trayecto era feo y desagradable. Avenida Catalunya, Blasco Ibáñez, Cardenal Benlloch, Eduardo Boscá, Peris y Valero y Ausiàs March. Arquitectura de castigo acompañada por una luz excesiva y polvorienta. Lo único refrescante era ver a los gitanos bañarse en La Pantera Rosa. Tomas falsas que Mercero jamás incluyó en Verano Azul.
A día de hoy, no entiendo como el olvido ha caído de una manera tan rotunda sobre aquella delicada trama que desgranaba de manera muy gráfica el carácter de la ciudad. Ni poemas, ni canciones, ni grupos de rock con ese nombre: El semáforo de Europa. Sólo algunos nostálgicos lo recordamos como el icono que fue. Una fauna orquestada de vendedores de kleenex, limpiacristales y malabaristas de todos los pelajes que cumplían una indudable función artística: hacer más llevadero el suplicio de aguantar bajo la solana. No era fácil pasar el trago. Por entonces, el barrio sólo tenía 3 monumentos de interés: el colegio de El Pilar, el bar los Checas y la sombra alargada y monolítica de Mestalla, con su esqueleto de hormigón al aire y la uralita del anfiteatro a modo de homenaje a la tribuna de 1927.
Yo estaba allí y los veía. Me gustaba, en aquellas mañanas de verano, apostarme en la terraza del bar los Checas y verlos pasar en interminables colas que debían fundir a fuego lento a toda aquella tropa de domingueros del más allá. Lo mío era, sin duda, una vacuna definitiva contra el tedio. Pensaba, para más inri, que los viajantes extranjeros agradecían el privilegio de parar delante de Mestalla. El campo del Valencia, donde jugaba Kempes. Imaginaba las conversaciones vinculadas a nuestro equipo y su maravilloso campo (sic). Les ponía nombre, rostro y hasta añadía subtramas ocultas como la del niño que en ese momento decidía hacerse valencianista pese a vivir a miles de kilómetros. Insisto, una infancia extraña la mía. Bastante desenfocada. Donde lo importante no era el mes en la playa de todos aquellos infelices, sino la intuición mística de estar pasando por delante de un templo: Mestalla.
El momento sublime de toda aquella “valencia experience” llegó una mañana de julio de 1982, en pleno Mundial. Ahí estaba yo, con la camiseta del Naranjito, la Mirinda de rigor y el don Balón. Dentro del bar los hombres jugaban a las cartas y los trotamundos que vendían su sangre en el dispensario de la calle Gorgos se escondían en el corral del garito a meterse jaco. Era un local con solera. Oscuro y destartalado, pero con solera. Había un poster de la plantilla del Valencia de la temporada 1976-77 y una foto que yo envidiaba secretamente de Claramunt con Alfonsín y José Luis, los hijos del matrimonio que lo regentaban.
Esa mañana aparcó una furgoneta en el descampado que había entre el bar y el colegio. Bajaron Albano y Romina Power con una prole de niños, hija desaparecida incluida. Nunca lo olvidaré. Mestalla al fondo. Albano y Romina Power. La calina del verano. Las moscas, el rumor de la acequia aún sin cubrir. Mis 10 años para 11. Y ellos. Insisto: ¡¡¡Albano y Romina Power!! Habían pinchado y necesitaban ayuda. Junto al bar había un taller de reparación de ruedas. Su dueño era una copia humana del dibujo animado del inspector Clouseau. De hecho, así le llamábamos: Clusó. Tenía voz volcánica de homenot curtido en mil batallas. Ya saben: aquellos hombres de antes. Caliqueño, bigotet, barrejat. Ese universo inagotable de anécdotas y vivencias incomprensibles para cualquier niñato nacido después del 23F.
Yo temblaba cuando se me acercó Albano preguntándome por el hombre del taller. Me encogí de hombros, fascinado ante la melena por debajo del culo de la hija mayor, la que desapareció años después sin dejar rastro alguno. Una niña de comic, rollo Laura Ingels a este lado del semáforo de Europa. Desde el interior del bar se escuchó una voz cavernosa y poco conciliadora. "Estic ací collons, ja no me deixen ni esmorçar, cagen la puta mare, moniatos estos". Clusó salió del bar pero no les arregló la rueda hasta después de acabarse el carajillo, encender otro caliqueño, echar una giñadita en el apestoso bujero del corral y asearse con Nenuco el poco pelo que le quedaba. Mientras, Albano y Romina Power aprovecharon para almorzar en la terraza, bajo la higuera, con Mestalla al fondo. Huelga decir que intenté hacerme el interesante pero a lo máximo que llegué fue a matar una de las muchas ratas que había por el solar. Pensé que aquello impresionaría a la hija de Albano y Romina Power pero como siempre que hay mujeres por medio pensé mal. O al revés. O de manera equivocada. Y la niña me miró con asco.
Cuando Clusó hubo arreglado la rueda, Albano y Romina Power le regalaron un cassette dedicado. Sin embargo, este no les hizo ni puto caso y apenas doblaron la esquina camino de Barcelona cogió la cinta y la pisoteó con saña mientras decía "Moniatos, que sou uns moniatos. Au a fer la mà...MONIATOS". En ese momento, que estoy reviviendo con absoluta nitidez, sonaba en la vieja radio del taller una canción de Mocedades, el grupo favorito de Clusó, que casi lagrimeaba cuando oía a la gorda cantar aquello de amor, amor de hombre, estas haciéndome temblar, una vez más...
Yo me descojonaba por lo bajini, sorprendido ante la deriva lacrimógena del siempre irascible Clusó. Moniatos, seguía musitando cada vez más ahogado en su propia emoción. Y así debió seguir durante al menos un par de horas más. Moniatos, que sou uns moniatos. Pero para entonces yo ya estaba estudiando las páginas del don Balón. Esa semana venía publicado el calendario de la liga 82-83. El primer partido me aceleraba el pulso. Un Valencia-Barça de los de entonces. Maradona debutaría en Mestalla. La noche en que Kempes le entregaría de manera definitiva el testigo de mejor jugador del mundo. Aún pude, en un descuido del mecánico, recoger del suelo el cassette pisoteado y enmendarlo pacientemente con el capuchón de un bolígrafo BIC. Se lo regalé a mi madre. Aunque creo que nunca llegó a escucharlo, ni siquiera cuando años después el semáforo de Europa pasó a engrosar el baúl de las anécdotas que siempre acaban por caer en el olvido. Como todo lo demás, por otro lado.
Socio del València CF
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Yo estaba allí y los veía. Me gustaba, en aquellas mañanas de verano, apostarme en la terraza del bar los Checas y verlos pasar en interminables colas que debían fundir a fuego lento a toda aquella tropa de domingueros del más allá. Lo mío era, sin duda, una vacuna definitiva contra el tedio. Pensaba, para más inri, que los viajantes extranjeros agradecían el privilegio de parar delante de Mestalla. El campo del Valencia, donde jugaba Kempes. Imaginaba las conversaciones vinculadas a nuestro equipo y su maravilloso campo (sic). Les ponía nombre, rostro y hasta añadía subtramas ocultas como la del niño que en ese momento decidía hacerse valencianista pese a vivir a miles de kilómetros. Insisto, una infancia extraña la mía. Bastante desenfocada. Donde lo importante no era el mes en la playa de todos aquellos infelices, sino la intuición mística de estar pasando por delante de un templo: Mestalla.
El momento sublime de toda aquella “valencia experience” llegó una mañana de julio de 1982, en pleno Mundial. Ahí estaba yo, con la camiseta del Naranjito, la Mirinda de rigor y el don Balón. Dentro del bar los hombres jugaban a las cartas y los trotamundos que vendían su sangre en el dispensario de la calle Gorgos se escondían en el corral del garito a meterse jaco. Era un local con solera. Oscuro y destartalado, pero con solera. Había un poster de la plantilla del Valencia de la temporada 1976-77 y una foto que yo envidiaba secretamente de Claramunt con Alfonsín y José Luis, los hijos del matrimonio que lo regentaban.
Esa mañana aparcó una furgoneta en el descampado que había entre el bar y el colegio. Bajaron Albano y Romina Power con una prole de niños, hija desaparecida incluida. Nunca lo olvidaré. Mestalla al fondo. Albano y Romina Power. La calina del verano. Las moscas, el rumor de la acequia aún sin cubrir. Mis 10 años para 11. Y ellos. Insisto: ¡¡¡Albano y Romina Power!! Habían pinchado y necesitaban ayuda. Junto al bar había un taller de reparación de ruedas. Su dueño era una copia humana del dibujo animado del inspector Clouseau. De hecho, así le llamábamos: Clusó. Tenía voz volcánica de homenot curtido en mil batallas. Ya saben: aquellos hombres de antes. Caliqueño, bigotet, barrejat. Ese universo inagotable de anécdotas y vivencias incomprensibles para cualquier niñato nacido después del 23F.
Yo temblaba cuando se me acercó Albano preguntándome por el hombre del taller. Me encogí de hombros, fascinado ante la melena por debajo del culo de la hija mayor, la que desapareció años después sin dejar rastro alguno. Una niña de comic, rollo Laura Ingels a este lado del semáforo de Europa. Desde el interior del bar se escuchó una voz cavernosa y poco conciliadora. "Estic ací collons, ja no me deixen ni esmorçar, cagen la puta mare, moniatos estos". Clusó salió del bar pero no les arregló la rueda hasta después de acabarse el carajillo, encender otro caliqueño, echar una giñadita en el apestoso bujero del corral y asearse con Nenuco el poco pelo que le quedaba. Mientras, Albano y Romina Power aprovecharon para almorzar en la terraza, bajo la higuera, con Mestalla al fondo. Huelga decir que intenté hacerme el interesante pero a lo máximo que llegué fue a matar una de las muchas ratas que había por el solar. Pensé que aquello impresionaría a la hija de Albano y Romina Power pero como siempre que hay mujeres por medio pensé mal. O al revés. O de manera equivocada. Y la niña me miró con asco.
Cuando Clusó hubo arreglado la rueda, Albano y Romina Power le regalaron un cassette dedicado. Sin embargo, este no les hizo ni puto caso y apenas doblaron la esquina camino de Barcelona cogió la cinta y la pisoteó con saña mientras decía "Moniatos, que sou uns moniatos. Au a fer la mà...MONIATOS". En ese momento, que estoy reviviendo con absoluta nitidez, sonaba en la vieja radio del taller una canción de Mocedades, el grupo favorito de Clusó, que casi lagrimeaba cuando oía a la gorda cantar aquello de amor, amor de hombre, estas haciéndome temblar, una vez más...
Yo me descojonaba por lo bajini, sorprendido ante la deriva lacrimógena del siempre irascible Clusó. Moniatos, seguía musitando cada vez más ahogado en su propia emoción. Y así debió seguir durante al menos un par de horas más. Moniatos, que sou uns moniatos. Pero para entonces yo ya estaba estudiando las páginas del don Balón. Esa semana venía publicado el calendario de la liga 82-83. El primer partido me aceleraba el pulso. Un Valencia-Barça de los de entonces. Maradona debutaría en Mestalla. La noche en que Kempes le entregaría de manera definitiva el testigo de mejor jugador del mundo. Aún pude, en un descuido del mecánico, recoger del suelo el cassette pisoteado y enmendarlo pacientemente con el capuchón de un bolígrafo BIC. Se lo regalé a mi madre. Aunque creo que nunca llegó a escucharlo, ni siquiera cuando años después el semáforo de Europa pasó a engrosar el baúl de las anécdotas que siempre acaban por caer en el olvido. Como todo lo demás, por otro lado.
Rafael Lahuerta Yúfera