“…me parece que soy de la quinta que vio el mundial 78…”
-Andrés Calamaro-
En casa nunca se utilizaba la palabra Mestalla. Ni tampoco Luís Casanova. En casa, Mestalla era el “Campo”, o a lo sumo, el campo del Valencia. Estaba demasiado cerca como para imponernos su nomenclatura solemne y mayestática. Estaba ahí, a la vuelta de la esquina, y poseía el mismo aire familiar y doméstico que el patio del colegio.
Lo he visto con claridad estos meses de inventarios y escrituras. Una cosa es la memoria real y otra la forma de plasmarla años después. Intuyo que la elaboración literaria del escenario ha sido un elemento algo impostado, nacido a cuenta de la enfermedad poética que busca concretar el rumor de azares, anécdotas y glorias en una hermeneútica propia y conmovedora.
Con franqueza, la mirada de un niño puede ser muy voraz pero su discurso es simple salvo que se llame Léolo y se apellide Lozone. Sin duda, en esa distancia que media entre el niño y el adulto se cobija el impostor de la voz engolada que nos hace pontificar. Cuando en realidad, y como pasa siempre, todo es mucho más sencillo.
En verdad, por aquellos días en que yo me asomaba a la esquina de la calle Gorgos, Mestalla era sólo eso: el Campo del Valencia, un lugar donde mi padre y yo compartíamos la espuma de los domingos. Después, la memoria y la solemnidad de los muchos libros le han otorgado galones sagrados pero sólo desde la invención lírica de una voluntad mística. Y la mística, es importante acotarlo, es la menos objetiva de las miradas. Está hecha, ante todo, de esencialismos y grandilocuencias: estiércol de metáforas lacrimógenas para vindicar ausencias y prolongar en tono narrativo el hechizo de lo inabarcable.
Lo he aclarado, por suerte, gracias a mi madre, que siempre fue realista y poco dada a las efusiones religiosas. Un día, y hablo de la primavera de 1978, fuimos a El Corte Inglés a comprarme los clásicos mocasines con borlita para una comunión, aquellos jodidos zapatos que tanto detestaba. Era sábado y a media tarde debutaba España contra la selección austriaca de Krankl y Prohaska en el mundial de Argentina. La ida la hicimos en el autobús de la entonces SALTUV, pero a la vuelta mi madre me convenció para regresar a pie. Su argumento fue el más eficaz que podía utilizar: pasamos por el campo del Valencia y así ves lo bonito que lo están dejando, me dijo. Accedí, que remedio. Caía el solano con fuerza pero la tentación de pasar por ese Mestalla en obras merecía la pena. Fue, ahora lo recuerdo, la única vez que vi la acequia al descubierto. El campo estaba en plena fase de remodelación para el mundial 82 y era ese momento puntual en que no había rastro de la grada baja: ni la vieja ni la nueva. Sólo un solar.
El actual segundo anillo del graderío flotaba en el aire, sostenido por las columnas que aún hoy tienen residuos tiznados de carbón. La visión era entre apocalíptica y esperanzadora. No había mucho césped y sólo la fachada de tribuna permanecía inalterable como seña estética de identidad. Mi madre le pidió permiso al vigilante para asomarme al abismo de grúas paradas que descansaban sobre el espacio donde unas semanas antes Kempes había logrado el pichichi goleando al Betis. Lamento decepcionarles pero no recuerdo sentir ninguna revelación mariana. Tampoco Dios me habló al oído ni hubo repentinas brisas que elevaran al cielo papelitos festivos. Nada. Sol y moscas. Y el vigilante. Uno de aquellos hombres hoscos y sucios. Piel morena y curtida, con uña extralarga en su dedo meñique a modo de herramienta indispensable para pasar la jornada laboral indagando nuevas rutas.
32 años después de aquella tarde he intentado fórmulas para explicar la fascinación que entonces fui incapaz de sentir pero que ahora me tensa la garganta de forma incomprensible. Ese secreto es el que cada partido del Valencia me obliga a imaginar el graderío previo a la reforma del 78’, como si en ese escenario se concretase alguna verdad digna que metabolizara el temblor y la alegría. Como si sólo aquel Mestalla fuera digno de ser el verdadero Mestalla. Pero intuyo que eso sólo es inercia sentimental y autocompasiva. Sinceramente, ya no espero grandes cosas de la milonga que alega que la patria es la infancia. Creo, más bien, que un hombre atrapado por ese rumor es un hombre enfermo que no hace más que contarse a si mismo una película donde la realidad ha sido abducida por el relato acomodaticio que suelen otorgar las frases enmarcadas en el colchón de la tradición narrativa que adopta toda evocación más o menos veraz.
El tiempo juega con nosotros para convertir lo anodino en algo mágico. Parece nuestro destino: contar y que parezca interesante lo contado. Pero aquella tarde todo fue prosaico y elemental. A sabiendas, un solar en obras, un niño curioso y la necesidad fisiológica de llegar a casa lo antes posible para sentarme en la taza y oír por el deslunado como Austria le marcaba a España su primer gol. No es que me decepcionara la acequia…es que sólo era una acequia custodiada por un tipo cuya uña explica mejor que nada la historia de un país donde la manicura todavía era un deporte para minorías.
Rafa Lahuerta Yúfera
Socio del Valencia CF
Lo he visto con claridad estos meses de inventarios y escrituras. Una cosa es la memoria real y otra la forma de plasmarla años después. Intuyo que la elaboración literaria del escenario ha sido un elemento algo impostado, nacido a cuenta de la enfermedad poética que busca concretar el rumor de azares, anécdotas y glorias en una hermeneútica propia y conmovedora.
Con franqueza, la mirada de un niño puede ser muy voraz pero su discurso es simple salvo que se llame Léolo y se apellide Lozone. Sin duda, en esa distancia que media entre el niño y el adulto se cobija el impostor de la voz engolada que nos hace pontificar. Cuando en realidad, y como pasa siempre, todo es mucho más sencillo.
En verdad, por aquellos días en que yo me asomaba a la esquina de la calle Gorgos, Mestalla era sólo eso: el Campo del Valencia, un lugar donde mi padre y yo compartíamos la espuma de los domingos. Después, la memoria y la solemnidad de los muchos libros le han otorgado galones sagrados pero sólo desde la invención lírica de una voluntad mística. Y la mística, es importante acotarlo, es la menos objetiva de las miradas. Está hecha, ante todo, de esencialismos y grandilocuencias: estiércol de metáforas lacrimógenas para vindicar ausencias y prolongar en tono narrativo el hechizo de lo inabarcable.
Lo he aclarado, por suerte, gracias a mi madre, que siempre fue realista y poco dada a las efusiones religiosas. Un día, y hablo de la primavera de 1978, fuimos a El Corte Inglés a comprarme los clásicos mocasines con borlita para una comunión, aquellos jodidos zapatos que tanto detestaba. Era sábado y a media tarde debutaba España contra la selección austriaca de Krankl y Prohaska en el mundial de Argentina. La ida la hicimos en el autobús de la entonces SALTUV, pero a la vuelta mi madre me convenció para regresar a pie. Su argumento fue el más eficaz que podía utilizar: pasamos por el campo del Valencia y así ves lo bonito que lo están dejando, me dijo. Accedí, que remedio. Caía el solano con fuerza pero la tentación de pasar por ese Mestalla en obras merecía la pena. Fue, ahora lo recuerdo, la única vez que vi la acequia al descubierto. El campo estaba en plena fase de remodelación para el mundial 82 y era ese momento puntual en que no había rastro de la grada baja: ni la vieja ni la nueva. Sólo un solar.
El actual segundo anillo del graderío flotaba en el aire, sostenido por las columnas que aún hoy tienen residuos tiznados de carbón. La visión era entre apocalíptica y esperanzadora. No había mucho césped y sólo la fachada de tribuna permanecía inalterable como seña estética de identidad. Mi madre le pidió permiso al vigilante para asomarme al abismo de grúas paradas que descansaban sobre el espacio donde unas semanas antes Kempes había logrado el pichichi goleando al Betis. Lamento decepcionarles pero no recuerdo sentir ninguna revelación mariana. Tampoco Dios me habló al oído ni hubo repentinas brisas que elevaran al cielo papelitos festivos. Nada. Sol y moscas. Y el vigilante. Uno de aquellos hombres hoscos y sucios. Piel morena y curtida, con uña extralarga en su dedo meñique a modo de herramienta indispensable para pasar la jornada laboral indagando nuevas rutas.
32 años después de aquella tarde he intentado fórmulas para explicar la fascinación que entonces fui incapaz de sentir pero que ahora me tensa la garganta de forma incomprensible. Ese secreto es el que cada partido del Valencia me obliga a imaginar el graderío previo a la reforma del 78’, como si en ese escenario se concretase alguna verdad digna que metabolizara el temblor y la alegría. Como si sólo aquel Mestalla fuera digno de ser el verdadero Mestalla. Pero intuyo que eso sólo es inercia sentimental y autocompasiva. Sinceramente, ya no espero grandes cosas de la milonga que alega que la patria es la infancia. Creo, más bien, que un hombre atrapado por ese rumor es un hombre enfermo que no hace más que contarse a si mismo una película donde la realidad ha sido abducida por el relato acomodaticio que suelen otorgar las frases enmarcadas en el colchón de la tradición narrativa que adopta toda evocación más o menos veraz.
El tiempo juega con nosotros para convertir lo anodino en algo mágico. Parece nuestro destino: contar y que parezca interesante lo contado. Pero aquella tarde todo fue prosaico y elemental. A sabiendas, un solar en obras, un niño curioso y la necesidad fisiológica de llegar a casa lo antes posible para sentarme en la taza y oír por el deslunado como Austria le marcaba a España su primer gol. No es que me decepcionara la acequia…es que sólo era una acequia custodiada por un tipo cuya uña explica mejor que nada la historia de un país donde la manicura todavía era un deporte para minorías.
Rafa Lahuerta Yúfera
Socio del Valencia CF
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