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Ya hace más de 12 años que no vivo bajo el mismo techo que mis padres,
pero la cercana ubicación de mi trabajo hace posible que me presente en su casa
un par de veces a la semana para degustar, en 25 minutos, el menú casero que mi
madre prepara a menudo: su exquisito arroz cocinado en cualquier modalidad (al
horno, seco, caldoso, blanco, etcétera), que es capaz de competir incluso con
la mismísima Nouvelle Couisine,
grande en continente y escasa en contenido.
Las conversaciones giran en torno a los achaques propios de dos seres
entregados en cuerpo y alma, desde su juventud, al sacrificio de una vida
entera pobre en estudios, rica en valores y generosa en esfuerzos, en pos de un
futuro mejor para sus tres hijos: Isabel, Vanessa y un servidor, José Luis. Una
vez concluida la confraternización familiar -intercambio de achaques, novedades
y situaciones familiares íntimas-, llega el momento del café. Y como cada
lunes, desde su jubilación, mi padre y yo hacemos un resumen de la jornada
balompédica del día anterior, con especial atención al partido del Valencia. Si
el resultado ha sido bueno no hay reproches: ensalzamos con justicia a los
jugadores e incluso nos aventuramos a fantasear sobre victorias y títulos. Pero
si el resultado ha sido negativo: sacamos el látigo a pasear, enviamos a la
grada a los jugadores que no han rendido, al entrenador a las galeras (con su
correspondiente finiquito) y concedemos oportunidades a los reservas. Este
blanco o negro debe ser la mezcla de pólvora y fuego combinadas con el sol, la
brisa del mar y la musicalidad etérea, muy frecuentes por estos lares, que
liberan alguna toxina que nos dejan sin matices ni tonos de grises.
La liturgia continúa con un poco de lectura del periódico, un rápido
vistazo a los titulares y leo con especial atención la sección de deportes.
Luego me retiro a mi antigua habitación –un reducido y confortable espacio que
custodia entre sus paredes las mismas constantes vitales que el día en que me despedí
de ella-, enciendo el ordenador y me “instruyo” durante 30 minutos.
Buscando hace días un programa de ordenador para mi padre (que aún ha
tenido arrestos para manejarse con él), abrí un cajón y me encontré una caja de
color marrón. Su deslizante tapa sacó a la luz los recuerdos de una infancia ya
vivida e irrepetible: unas figuras de ajedrez que no tienen la transcendencia
mística del Ajedrez de Montglane, que
Katherine Neville inmortalizó en El Ocho,
pero para mí tiene un significado propio, llamado NOSTALGIA. Y vuelvo la vista
atrás y desgrano el particular secreto de mi otro Luis Casanova con El Ajedrez de Montglane.
Viví toda mi infancia en el borde de Valencia, en la parte Suroeste de la
ciudad, tétricamente hablando en la última finca antes de llegar al Cementerio
General, en el nº 129 de la Avenida Gaspar Aguilar (curiosamente con mi mismo
apellido), dramaturgo y poeta valenciano del siglo XVI, promotor de la Academia delos Nocturnos bajo el pseudónimo de “Sombra”. Todo mi
campo de acción se circunscribía desde el tramo final de la Avenida, la Calle
Forata y la Calle General Barroso, y traspasar estos límites fronterizos era
algo poco menos que prohibido y, por consiguiente, desconocido.
La zona segura era mi habitación: un búnker irregular (por la disposición
de los pilares) de 3x4m, donde, nada más entrar por la puerta, aparecían ante
mi vista el escritorio, el armario y la cama, formando todo el mobiliario una U.
Y, justo detrás de la puerta, existía un pequeño hueco, de aproximadamente 1x3
m, que se transformaba en mi templo del fútbol mundial.
Versión 1.0
Lo arcaico del sistema, viene de comenzar a utilizar toda forma
susceptible de mantenerse en pie: los vaqueros del Valencia contra los indios
malos de cualquier otro equipo (antes nos hacían creer que eran los malos,
ahora…), mezclados con simpáticos clicks rígidos de dos posiciones, y las
porterías dos palos de un helado Colajet
pegados al suelo con plastilina.
Versión 1.1
La aparición en mi vida de los coleccionables, me llevó a doblar, en
forma de ”L”, los cromos repetidos de inacabados álbumes. Una afición casi
papirofléxica que no tardé en abandonar, pues los cromos no aguantaban las
corrientes de aire que se filtraban por debajo de la puerta. Los cartoncillos
se caían y debía invertir mucho tiempo en levantar a los jugadores.
Versión 1.2
Entonces, fieles a la moda, recortábamos las caras de los jugadores y las
pegábamos en las chapas de las Coca Colas o cervezas de la marca Turia. Eso
supuso el inicio de una técnica todavía más avanzada: con un seco y meticuloso
golpe de Mr. Dedo Indice hacía correr por las baldosas de cualquier suelo a los
jugadores de mi equipo, que golpeaban una pequeña bola de collar, de mi madre o
mis hermanas, para introducirla en la portería. Para la ocasión añadía otro
palo de Colajet, que dispuesto de forma horizontal ejercía las veces de
larguero junto a los otros dos verticales que seguían anclados al suelo con
plastilina. Esta técnica era magnífica, pero los partidos estaban sujetos a la
pericia de Mr Indice y al caprichoso destino de un suelo y una pelota de formas
irregulares.
Versión 1.3
En la siguiente configuración, sobre el tapete de mi habitación de 3 m2,
me dediqué a jugar partidos con botones, que entonces estaban de moda entre mis
amigos. Se trataba de botones grandes de chaquetones sin mucha definición para
el portero y los defensas. Los dos centrales eran exactamente iguales -como
guiño general a la incipiente NBA que emitían en TV de madrugada, con Ramón
Trecet; y, en particular, a los Houston Rockets y sus Torres Gemelas- y
representaban el infranqueable e inexistente juego aéreo, de formas compactas y
rocosas. Además, tenía botones de menor calibre, pero dotados de personalidad
propia para los medios, rápidos y ágiles los extremos, y eficaces los
delanteros. Siempre había dos parejas iguales, a excepción de dos botones: el
que hacía las veces de cerebro del equipo y el de su lugarteniente. En mi caso,
y hasta el final de mis ratos de ocio, sobre todo debido a su longevidad en el
club, encarnaron a Fernando y Arroyo. El juego era siempre el mismo: marcar gol
en las artesanales porterías. Y en esta ocasión me ayudaba de otro botón para
poder hacer avanzar al resto de botones hacia la pelota nacarada. Entonces,
repetía tirada el equipo del botón que quedaba más cerca. La principal
innovación consistió en un reloj despertador analógico, con su martirizante
tic-tac y su estruendosa forma de transmitir la hora en que se había programado
la alarma. Esta versión me duró bastante tiempo.
Versión 1.4
Siempre en constante evolución: I+D+i en estado puro. A mis manos llegó
un juego de ajedrez, con piezas de entre 3 y 4 cm. Enseguida decidí que, en
lugar de Defensas Indias, Apertura Inglesa o Ataque Austriaco, cambiaría estas
jugadas por la Defensa Valenciana, Apertura por las Bandas y Ataque
Bulgaro-Asturiano. Lo siguiente fue retirarles el trozo de tela de tapete que
tenían en la base, pues ofrecía demasiada resistencia y no se deslizaban lo
suficientemente rápido por el terrazo, y luego les pintaba el número del
dorsal.
El tamaño de las piezas, y el señorío del juego para el cual estaban
diseñadas, hacía necesario dignificar y reestructurar mi particular estadio. Ello
requería de un esfuerzo extra de imaginación porque había que reducir el
espacio. Así lo hice: 6 baldosas de terrazo, de 40x40 cm, eran las dimensiones
del nuevo tablero. Rebuscando entre los juguetes ya olvidados de la cada vez
más distante infancia, descubrí un… ¡Exin Castillos de Fantasmas!
Supe en ese momento que había dado con el material perfecto para crear
las nuevas porterías: firmes y resistentes. Al terminar de prepararlas y
probarlas, una sonrisa afloró en mi cara: empezaba a perfeccionar el invento.
Sustituí el viejo reloj de cuerda por un sofisticado reloj digital, que hacía
las veces de marcador electrónico, y la alarma que brotaba del aparato me
avisaba -con sus suaves acordes de melodía- del momento del descanso y del
final del partido.
La elección de las diferentes fichas debía adecuarse a una fusión entre
los movimientos de las piezas, su función y la traducción de los puestos del
equipo. Me resultó una tarea fácil por su lógica, partiendo de un sistema
típico 1-4-4-2. El Rey era el portero por sus limitaciones a la hora de
avanzar; las dos torres eran los dos centrales (no podían ser otra cosa); tres
peones para los laterales y el medio centro (suelen ser los jugadores de menor
calidad); dos caballos para los extremos, por su forma de avanzar en el tablero
(subir la banda y centrar forman una “L” invertida); los dos Alfiles en la
posición de delanteros (las diagonales son cosa de delanteros); y la pieza más
importante, la Reina, era el organizador (puede moverse a su antojo por todo el
tablero). La batalla estratégica estaba servida.
Para entonces, ya había creado y perfeccionado toda una serie de ritos y
voces en forma de susurros, que alcanzaban notas más altas cuando me quedaba a
solas en casa. Empezaba el partido y ponía el reloj en marcha. El comentarista
principal tenía una voz grave y dominaba el tempo del partido. Era el director
del show que se avecinaba, hacía las entrevistas antes y después del partido y,
si lo deseaba, también se ocupaba de hacer la introducción al inicio de las
jugadas para que su compañero fuera desgranando cada jugada hasta su desenlace,
incorporando a la imitación el característico acento argentino del gran Héctor
del Mar: el hombre del gol.
Organizaba campeonatos enteros, donde yo jugaba todos los partidos del
Valencia. Los demás partidos los sorteaba con un dado entre los distintos
equipos. Diseñaba mi propia clasificación. Cada tiempo de un partido duraba 10
minutos, y rara vez perdía. Si esto sucedía, alargaba la jugada hasta conseguir
empatar, con el correspondiente delirio en las gradas. Me hice un especialista
en crear artificialmente el rugido del Luis Casanova. Los sonidos más
estrepitosos los reservaba para partidos importantes, donde el Valencia se
jugaba un título. Tras una primera parte desastrosa, el descanso servía para
que los dos comentaristas pusieran verde el sistema de juego empleado por el
equipo, e incluso se permitían la licencia de comentar, con antiguos jugadores
del club, sobre las carencias y necesidades del equipo. Allí aparecían, en las
citas importantes, un imponente póker de ases: Mestre, Roberto Gil, Paquito y
como excepción Pasieguito.
Reanudación y
remontada épica estaban aseguradas. El plato se cocinaba ahora con todos los
ingredientes: el equipo, movido por mi mano maestra, empezaba a tocar la
“nacarada”. Mareando al rival, entrando por las bandas, arrollando al
contrario, Fernando, Arroyo, Quique, Giner, Arias, Penev y Eloy se ponían las
pilas; el entrenador daba instrucciones y los comentaristas ayudaban a crear el
punto perfecto del partido; los goles se sucedían, rugía la agrada, llegaba el
empate, el reloj daba el último minuto, se acercaba la jugada perfecta, de
tiralíneas, a un toque, con rapidez. Esto exigía una concentración y una
pericia, sólo conseguida con la experiencia. Y, en ese instante, dejaba que la
voz de Héctor del Mar fluyera:
“… El mariscal, Ariasss, sale con la pelota jugada desssde la cueva del murciélago; le pasa al
teniente Arrrrroyo, que avanza hasta centro del campo; abre a la banda
izquierda, donde aparece Quique; “Eeel Faraonito” centra al vértice izquierdo
del área grande, donde aparece Eloy Olayaaaaaa. ¿Quien dijo pequeño? Grande,
grande Eloy. Sutil toque hacia el desmarque de Lubo Penev.
¿Qué hace…? ¡La deja pasar…! ¡Llega Ferrrnando…! ¡La empalma y…. golasso!
¡FERNANDO, golasso! ¡FERNADO, golasso! ¡FERNANDO, golasso! FERNANDO…
¡GOOOOOOOOOOOOOOOOOOOL por toda la escuadra! ¡Para darle la victoria al Valencia!
¡Para darle su título! ¡Para darle la gloria a su afición! ¡Para hacer justicia
a una generación de jugadores! ¡Gracias equipo! ¡Gracias Valencia!... “.
El clímax se desataba en estado puro. Era como estar
en el mismísimo Luis Casanova, por la fuerte carga de emotividad. Incluso la
situación me ponía los pelos de punta. Era el único lugar donde este equipo lograba
todos los éxitos que yo necesitaba para alimentar mi espíritu valencianista. La
eléctrica jugada continuaba, incluso me atrevía a repetirla. Y aunque nunca era
exactamente igual a la original, me esforzaba en recrearla de la mejor manera
posible. La repetición siempre era a cámara lenta porque, para entonces, ya
dominaba el montaje y la realización.
Después, llegaba el
turno de las entrevistas: primero, los comentaristas que hacían las
valoraciones del partido; más tarde, los jugadores que daban las gracias a la
afición; y, por último, comparecía el presidente Tuzón, quien se emocionaba al
comentar lo dura que había sido la travesía por el desierto de Segunda. Toda
una experiencia.
En un partido conseguía ponerme en la
piel de todos los elementos que rodean al fútbol. Me hubiera gustado estar capacitado, bien como
periodista deportivo, o bien como jugador, entrenador o presidente, y sólo en
uno de ellos conseguí inmortalizarme: como Aficionado, Socio y Accionista, la
voz no oficial que cree dominar todas las áreas.
Este juego consiguió robarme muchísimas horas de
estudio, tal vez demasiadas. Los “Progresa Adecuadamente” empezaban a ser cada
vez más “Necesita Mejorar“, y el exigente BUP dejo paso a la más asequible F.P.
Aún continué jugando un par de años más, pero la
evolución personal y social, y la no tan asequible F.P., lograron que, poco a
poco, fuera abandonando mi ajedrez futbolístico hasta que éste cayó en el
olvido. También ayudó, en gran medida, una mudanza de casa. Era el fin.
Una vez que hice el traslado de mis enseres personales
a la otra vivienda regresé a la antigua casa, después de 23 años, subí para
despedirme de cada una de las habitaciones que habían dado forma a mi mundo y
dejé para el final el suelo de terrazo: las seis baldosas que ocupaban casi un
metro cuadrado, un espacio que sólo yo podía ver, mi pequeño estadio Luis Casanova.
Frente a esa porción de suelo me recreé en la inmortalidad de cientos de
partidos, y en los títulos virtuales que conseguí y que el equipo de carne y
hueso no fue capaz de conquistar.
La tecnología y la comodidad se adueñaron de mi
imaginación. Tras jugar de rodillas tantos años, la llegada del ordenador
personal a los hogares hizo que me incorporara a 70 cm del suelo y, sentado, he
disfrutado de otro tipo de simulaciones de fútbol: el PC Fútbol 5.0, los Fifa
desde el 96 hasta hoy, con su impecable avance gráfico, siempre con el Valencia
como mi equipo.
No me he dejado arrastrar por la seducción de optar a
manejar a los super equipos que dominan el panorama europeo. Es una sensación
distinta, pero placentera. Hay comentaristas y ya no necesito susurrar más,
aunque echo de menos a Hector Del Mar, su voz desgarrada era la voz que nos
ponía en camino hacia la gloria de los títulos.
El otro día me llamó mi hijo Pablo, de 7 años, para
que fuera a su habitación. Cuando me introduje en ella, me llevé una sorpresa
inesperada: allí estaba con sus cromos de fútbol de esta temporada, doblados en
forma de “L”, preguntándome qué podía hacer para que no se cayeran. Me
arrodillé junto a él y, cuando me disponía a ayudarle, mi sorpresa fue en
aumento: vi un bote de plástico que contenía unas chapas de botellas de Coca
cola y de cerveza, así que le enseñé a recortar la cabeza de los cromos (que
ahora son de pegatina) y las pusimos en el interior de las chapas. Después me
comentó como podríamos hacer unas buenas porterías y, sin decirle nada, me sacó
un juego de bloques de construcción. Si me hubieran pinchado en ese momento, no
me hubieran sacado ni gota de sangre. En apenas quince minutos, mi hijo había
avanzado dos versiones que a mí me costaron algunos meses. Le ayudé a montar
las porterías -una bala de cañón pirata hacía las veces de balón-, y echamos
una partida. Mr. Dedo Índice renacía y regresaba a un terreno de juego. Después
de jugar con unas reglas bastantes flexibles, debido a la naturaleza de mi
contrincante, y al finalizar el partido, espontáneamente le dí un abrazo muy
fuerte, que Pablo se tomó con cara de no saber nada, me fui de la habitación
dando gracias mentalmente por haber vivido ese momento, con una mueca de
satisfacción y un nudo en el estómago. Cuando me hallaba lo suficientemente
lejos, dejé que se derramaran de mis ojos unas lágrimas de emoción. De este
modo fue como inauguramos su campo: el MESTALLA, pero esta vez con una nueva versión, su versión, la 2.0.
P.D. El día 17 de octubre fue el cumpleaños de Pablo y
a mi mujer se le ocurrió comprarle un detalle. Acudimos a varias tiendas para
encontrar el regalo que se adaptase a los gustos de mi hijo. Fuimos finalmente
a Los Chicos, una tienda antigua de juguetes y regalos, y mi mujer decidió
regalarle un ajedrez.
Entramos y el anciano dependiente nos mostró varios
modelos, pero ninguno nos convenció. Entonces, Amparo divisó una pequeña caja
marrón de la que se encaprichó.
El anciano la cogió y, después de limpiar el exterior,
abrió la tapa y dentro de la caja… ¡aparecieron, una tras otra, las piezas
relucientes de 3 a 4 cm. de un juego de ajedrez que yo conocía muy bien! El
resto sólo el destino lo sabe y probablemente un tablero de otras seis baldosas
de algún suelo.
José Luís Aguilar, “Pepelu”
Socio del Valencia CF
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