A la memoria de don Enrique, alias "Spiderman"
Toda entidad con afán de trascendencia es siempre la síntesis de una dialéctica. O lo que es lo mismo, la espuma que resulta de poner en el mismo camino a Sancho Panza y a don Quijote. Ese trayecto lo perfiló mejor que nadie Cervantes y de un plumazo inventó la novela moderna. Todo lo que vino después no es más que la viruta de ese instante. El espíritu y la carne. Las ideas y la materia.
En Mestalla, ese debate subterráneo y alejado de los focos lo mantuvieron durante casi tres décadas dos secundarios de apariencia menor pero de enorme calado para el carácter del club. El utillero y el conserje. Españeta y don Enrique. Sancho y Quijote. Es evidente que ganó la materia, la anécdota, el chascarrillo, la moneda fundacional al aire. Y el mito populista y bonachón de Españeta absorbió el engima del club elegante, ilustrado y complejo hasta la neurosis que simbolizaba el inefable y sin embargo olvidado don Enrique, cuyo perfil merece, cuanto menos, un post. A fin de cuentas, lo más parecido que el Valencia CF ha tenido al mítico "Boot room" del Liverpool fue la garita donde cada tarde el conserje reunía a sus fieles, siempre encabezados por el no menos imprescindible Federico Blasco, fundador y primer presidente del Mestalla.
En el fondo, aquella garita de la puerta 3 de tribuna era como la taberna irlandesa a la que alude Jon Juaristi en "El Bucle melancólico", un lugar de místicos escuchando el relato de un iluminado. El iluminado, don Enrique. Los místicos, sus acólitos. Yo, el más joven. Lo paradójico: comprobar como el conserje del campo dominaba el arte de la retórica mucho mejor que todos los presidentes que ha tenido el club en los últimos 70 años. No exagero. Sus peroratas poseían el tono y la energía. Pero no al estilo fanfarrón y provinciano de los mantenedores falleros. Que va. Don Enrique era un socrático con un tesoro a cuestas: el don del relato. Y eso, a finales de los años 80', era todo cuanto el Valencia podía ofrecer a sus forofos más "lagrimitas".
Ya el físico resultaba determinante para explicar al personaje. Frente al boliche Españeta, don Enrique escenificaba las maneras del hidalgo. Alto, esbelto, calvo billar; con un rostro de billete de cien pesetas sosteniendo unas gafas redondas y ligeras. Siempre serio, siempre adusto. Y sin embargo, conversador infatigable e inteligente en su pequeño reducto de llaves y tejemanejes. Para un adolescente ávido de literatura valencianista, aquellas tardes fueron el mejor bautismo posible. No era la biblia de Hernández Perpiñà ni el fanatismo irreductible de mi padre. Era otra cosa. Un hilo de mística. Lo más parecido a la hipotética cultura de club que jamás tendrá el Valencia.
El hombre que todo lo sabía se mostraba desdeñoso con mitos vivientes y ausentes, como si él fuera en realidad el oráculo del club o el único garante de su supervivencia. Poco a poco supe que nada era casual. Se trataba de un Profesor mercantil jubilado, que en los años 70' había escrito encendidas soflamas en contra de Ros Casares bajo el pseudónimo de Spiderman. Una vez en la presidencia, Ramos Costa le ofreció trabajo en el club como pago a su lealtad mediática. Pero su carácter indómito le fue relegando hasta quedar poco más o menos que de conserje vespertino del campo de Mestalla, en cuyas entrañas fue acumulando años y manías. Muchas manías. Demasiadas. Quisquilloso y metódico como ningún otro funcionario de la casa. Cada noche, a eso de las nueve y tres minutos, sacaba una fiambrera con un tomate y una loncha de jamón de york. La frugalidad era su religión. De postre una manzana, que mondaba con una destreza envidiable. Había que verlo, un puto crack pelando manzanas. Chis chas chis chas. Una sola monda noche tras noche. Un prodigio que ni Arguiñano. Mientras cenaba, don Federico Blasco salía a echar un pis y yo me asomaba a la tribuna vacía. A veces se me saltaban las lágrimas de pura emoción. Era, ahora lo veo, el jodido becario del mestallismo ilustrado. Es decir, el último eslabón de una cadena inexistente. Allí, anestesiado por el verbo florido del conserje quijotesco y con el campo a solas bajo la penumbra de la noche, me sentía capaz de escribir pancarta tras pancarta hasta el pancartazo final.
Menos mal que a veces aparecía Españeta y su vibrante ejército de mindundis realistas. Otra tropa, otro Valencia. Borrachines, tartajas, puteros, escayolines. Menos mal, insisto. Y menos mal que suyo fue el poder y la gloria como el paso de los años acabó por demostrar para satisfacción de la mayoría y olvido del conserje ilustrado, que falleció poco antes de "la Edad de Oro" y sin que su nombre aparezca en google junto al del incombustible utillero. Poque cuando aquellas noches del Tuzonismo ochentero llegaba Sancho, digo Españeta, y le pedía la llave a don Quijote, digo a don Enrique para guardar la furgoneta, se establecía entre ambos un insólito y entrañable diálogo de besugos altamente significativo. Donde uno veía gigantes de mística y memoria, el otro sólo certificaba molinos de abanicos y pelucas. Sin duda, nunca como entonces se hizo tan visible el cáracter surrealista, berlanguiano y tragicómico del Valencia CF. Nunca como entonces quedó tan clara la metafísica ausente del amado y puto Valencia. Y ese, mi querida afición, es el argumento definitivo que nos ha mantenido en pie por encima del engorroso trámite que siempre es el fútbol. Sobre todo teniendo en cuenta que el jugador favorito de don Enrique por aquellos años era "Milikito" Tomás. Otro que tal.
Rafael Lahuerta Yúfera
Socio del Valencia CF
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En Mestalla, ese debate subterráneo y alejado de los focos lo mantuvieron durante casi tres décadas dos secundarios de apariencia menor pero de enorme calado para el carácter del club. El utillero y el conserje. Españeta y don Enrique. Sancho y Quijote. Es evidente que ganó la materia, la anécdota, el chascarrillo, la moneda fundacional al aire. Y el mito populista y bonachón de Españeta absorbió el engima del club elegante, ilustrado y complejo hasta la neurosis que simbolizaba el inefable y sin embargo olvidado don Enrique, cuyo perfil merece, cuanto menos, un post. A fin de cuentas, lo más parecido que el Valencia CF ha tenido al mítico "Boot room" del Liverpool fue la garita donde cada tarde el conserje reunía a sus fieles, siempre encabezados por el no menos imprescindible Federico Blasco, fundador y primer presidente del Mestalla.
En el fondo, aquella garita de la puerta 3 de tribuna era como la taberna irlandesa a la que alude Jon Juaristi en "El Bucle melancólico", un lugar de místicos escuchando el relato de un iluminado. El iluminado, don Enrique. Los místicos, sus acólitos. Yo, el más joven. Lo paradójico: comprobar como el conserje del campo dominaba el arte de la retórica mucho mejor que todos los presidentes que ha tenido el club en los últimos 70 años. No exagero. Sus peroratas poseían el tono y la energía. Pero no al estilo fanfarrón y provinciano de los mantenedores falleros. Que va. Don Enrique era un socrático con un tesoro a cuestas: el don del relato. Y eso, a finales de los años 80', era todo cuanto el Valencia podía ofrecer a sus forofos más "lagrimitas".
Ya el físico resultaba determinante para explicar al personaje. Frente al boliche Españeta, don Enrique escenificaba las maneras del hidalgo. Alto, esbelto, calvo billar; con un rostro de billete de cien pesetas sosteniendo unas gafas redondas y ligeras. Siempre serio, siempre adusto. Y sin embargo, conversador infatigable e inteligente en su pequeño reducto de llaves y tejemanejes. Para un adolescente ávido de literatura valencianista, aquellas tardes fueron el mejor bautismo posible. No era la biblia de Hernández Perpiñà ni el fanatismo irreductible de mi padre. Era otra cosa. Un hilo de mística. Lo más parecido a la hipotética cultura de club que jamás tendrá el Valencia.
El hombre que todo lo sabía se mostraba desdeñoso con mitos vivientes y ausentes, como si él fuera en realidad el oráculo del club o el único garante de su supervivencia. Poco a poco supe que nada era casual. Se trataba de un Profesor mercantil jubilado, que en los años 70' había escrito encendidas soflamas en contra de Ros Casares bajo el pseudónimo de Spiderman. Una vez en la presidencia, Ramos Costa le ofreció trabajo en el club como pago a su lealtad mediática. Pero su carácter indómito le fue relegando hasta quedar poco más o menos que de conserje vespertino del campo de Mestalla, en cuyas entrañas fue acumulando años y manías. Muchas manías. Demasiadas. Quisquilloso y metódico como ningún otro funcionario de la casa. Cada noche, a eso de las nueve y tres minutos, sacaba una fiambrera con un tomate y una loncha de jamón de york. La frugalidad era su religión. De postre una manzana, que mondaba con una destreza envidiable. Había que verlo, un puto crack pelando manzanas. Chis chas chis chas. Una sola monda noche tras noche. Un prodigio que ni Arguiñano. Mientras cenaba, don Federico Blasco salía a echar un pis y yo me asomaba a la tribuna vacía. A veces se me saltaban las lágrimas de pura emoción. Era, ahora lo veo, el jodido becario del mestallismo ilustrado. Es decir, el último eslabón de una cadena inexistente. Allí, anestesiado por el verbo florido del conserje quijotesco y con el campo a solas bajo la penumbra de la noche, me sentía capaz de escribir pancarta tras pancarta hasta el pancartazo final.
Menos mal que a veces aparecía Españeta y su vibrante ejército de mindundis realistas. Otra tropa, otro Valencia. Borrachines, tartajas, puteros, escayolines. Menos mal, insisto. Y menos mal que suyo fue el poder y la gloria como el paso de los años acabó por demostrar para satisfacción de la mayoría y olvido del conserje ilustrado, que falleció poco antes de "la Edad de Oro" y sin que su nombre aparezca en google junto al del incombustible utillero. Poque cuando aquellas noches del Tuzonismo ochentero llegaba Sancho, digo Españeta, y le pedía la llave a don Quijote, digo a don Enrique para guardar la furgoneta, se establecía entre ambos un insólito y entrañable diálogo de besugos altamente significativo. Donde uno veía gigantes de mística y memoria, el otro sólo certificaba molinos de abanicos y pelucas. Sin duda, nunca como entonces se hizo tan visible el cáracter surrealista, berlanguiano y tragicómico del Valencia CF. Nunca como entonces quedó tan clara la metafísica ausente del amado y puto Valencia. Y ese, mi querida afición, es el argumento definitivo que nos ha mantenido en pie por encima del engorroso trámite que siempre es el fútbol. Sobre todo teniendo en cuenta que el jugador favorito de don Enrique por aquellos años era "Milikito" Tomás. Otro que tal.
Rafael Lahuerta Yúfera
Socio del Valencia CF
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