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La tarde perezosa de domingo no da pistas sobre cuando se precipitará finalmente y acabará. La televisión está apagada y desde la puerta cerrada de la habitación de mis padres sólo se escapa el murmullo ahogado de la radio. Las persianas bajadas son una gran muralla china que oscurece la estancia; en ella mi padre se debate entre la euforia y el desastre escuchando los partidos de fútbol e intuyendo la imprevisible apariencia de la quiniela. Mi hermana y yo tenemos vetado el paso. La habitación es su santuario privado y lo hemos sabido desde siempre, sin necesidad de que nadie nos lo dijera nunca.
El aburrimiento siempre llega los domingos a las cuatro, y a esas horas uno ya sabe buscar cobijo en su recién estrenado uso de razón. En mi cuarto aún tengo a Sultán, mi viejo caballo de cartón y a los indios y vaqueros del fuerte Comansi, pero hoy no me apetece mucho sacarlos de su natural mutismo. Bajo la cama guardo los secretos. Las cinco pesetas del domingo son cuidadosamente invertidas en seguros valores refugio como cuentos, tebeos de Pumby y algunos sobres de cromos. En lo relativo a los cromos, las colecciones siempre son demasiadas, así que uno está obligado a elegir cuál quiere hacer. No tuve dudas, el campeonato nacional de liga de fútbol es como de la familia y su colección anual fue mi elección. No vale la pena analizar las razones, mi padre había llegado a ser jugador de tercera división, y, ya retirado, jugaba todos los domingos en la playa, lloviera, hiciera sol o fallecieran dictadores, y se colaba en Mestalla siempre que podía. Bajo la cama guardo el álbum de cromos de la liga.
No importa que los lugares vacíos del álbum superen en número a los cromos pegados. Nuestra asignación tiene un techo. Las cinco pesetas del domingo son innegociables y, es más, es un privilegio que puede ser abolido al menor contratiempo, así que para qué darle vueltas a las cosas. Uno se conforma con lo que tiene y ya está. Pasando las páginas del álbum, mirando los cromos, recitando las alineaciones, imaginando equipos imposibles, Abelardo, Uría, Gaztelu, Boronat, Claramunt, Quino y Valdez, inventando las caras de los cromos inexistentes y volviendo a empezar, la tarde del domingo se extingue.
Lunes temprano, arriba y al colegio. Formamos como un ejército bien entrenado, cada clase frente a su maestro. Don Saturnino no tiene muy buena cara esta mañana, no creo que sea porque su equipo, el Pontevedra, haya perdido en casa. Las razones se nos escapan, nos falta vida para imaginarlas. Busco con la mirada en la fila de al lado a Juanín. Él está rastreando el patio, buscando unos ojos cómplices, y de forma habitual, como todas las mañanas, encuentra los míos. Le hago un gesto y le enseño el abultado bolsillo derecho de mi pantalón. Él me imita. Su taco de repes es casi tan grande como el mío. Una última mirada oblicua es suficiente para saber que nos veremos en la hora del recreo. La bandera de colores jubilados es izada en una ceremonia que pretende ser solemne pero que sólo es triste. Juanín y yo estamos en otro barco, rumbo a la isla de la ilusión interminable, el lugar donde uno quiere naufragar y no ser salvado. Es la hora del recreo, salgo al patio y veo que Juanín me espera en las escaleras junto a dos amigos más. Con nuestros bocadillos como equipaje de mano nos sentamos en el suelo, mientras damos buena cuenta de ellos nos ponemos al día.
- ¿Comprásteis cromos ayer?, pregunto yo.
- Mi abuela me compró dos sobres -dice Juanín-.
- Nosotros también tenemos cromos nuevos –apuntan los dos amigos-.
- Vale, pues, vamos a jugar unas partidas, -decido-.
Nos sentamos en círculo, cada uno pone dos cromos en el centro y sorteamos la mano al primer jugador con nombre acabado en la letra “a”. Gana Juanín, así que es él el que empieza a intentar voltear con la mano algún cromo del montón. Falla; también erramos los dos amigos y yo. Volvemos a poner dos cromos y Juanín vuelve a intentarlo. La segunda ronda es tan estéril como la primera. Dos cromos más por cabeza y el montón empieza a alcanzar proporciones alpinas. Esta vez Juanín pone en práctica su experimentado volteado a dos manos y logra verle la cara a tres cromos, en su intento veo que uno de los que quedan en el montón es Gento, tan esquivo en los sobres como en el campo, y cruzo los dedos para que los dos amigos fallen. No fallan. Es más, dejan el centro vacío; entre los dos han volteado todos los cromos que quedaban. Suena el timbre y volvemos a clase. Y así hora tras hora, pasan los días. La semana caduca, día a día; y las semanas van muriendo domingo tras domingo. Mi álbum ha engordado más de lo que nunca imaginé. Acabar una página ya supuso un pequeño triunfo y ese triunfo fue grande cuando la página acabada fue la del Valencia Club de Fútbol. Las partidas del colegio hicieron posible lo que no era más que una quimera. Sin esa fuente de ingresos alternativa nunca hubiera tenido en mis manos a Viberti, a Germán, o al genial Glaría. No obstante, culminar un álbum es una tarea no exenta de riesgos, aventuras y hercúleas pruebas. Llegué a Marzo con tan sólo dos cromos por conseguir: Gento e Iríbar.
Juanín me dice que pase a su casa porque se aburre. Las vacaciones de Pascua son largas y los niños nos ponemos pesados antes de la hora de la merienda, así que mi madre no tiene ningún reparo en dejarme pasar a casa de Juanín que, todo sea dicho, es vecino de rellano. Jugamos con sus muñecos del espacio, los de la serie de marionetas de la tele, montamos el Scalextric, pero no lo logramos hacer funcionar porque su hermano tiene guardados bajo llave los mandos. Algo decepcionados nos instalamos en el comedor, sacamos un estuche lleno de discos y empezamos a ponerlos en el tocadiscos. Bailamos, hacemos el bobo y, de repente, algo llama mi atención encima de una mesa. Juanín siempre fue algo desastrado; su habitación era un estudiado caos de juguetes desperdigados por el suelo, tebeos y objetos dispares recogidos en la calle: tapones, grapas, botones, envueltas de caramelos, etc... Encima de la mesa hay un montón de esos raros tesoros puestos sin orden ni concierto. Bajo una envuelta medio rota de chocolate Zahor asoma una pantorrilla morena cubierta por una media blanca. Conozco de memoria todas las pantorrillas de todos los jugadores de la liga, pero ésta no me es familiar y, visto el color de la media, mi mente razona como una ametralladora. Disimuladamente bailo en dirección a la mesa, la canción de Luis Aguilé es una coartada perfecta, en un descuido de Juanín meto la mano bajo la envuelta de chocolate y saco el cromo de su dulce escondite. Gento. Un sudor frío empieza a recorrer mi frente. Pienso que quizá he bailado demasiado y ésa es la razón, pero algo más íntimo me dice que la idea que atraviesa mi mente no tiene cabida en mi excelente educación. El cromo está muy usado, manoseado, doblado, con marcas, es seguro que ha debido estar en muchos suelos de patios de colegio, pero es Gento, y no lo tengo. A veces el pecado es inevitable, cae como un alud de nieve, sin esperarlo y de sorpresa. Casi sin desearlo. La madre de Juanín llama a gritos a su hijo, quiere decirle que bajemos la música y que ya es lo bastante tarde como para que yo me vaya a mi casa. Juanín sólo sabe que le llaman, se va a la cocina y me deja solo. ¡Qué momento! Una y no más, me digo con todas mis fuerzas. A él le da igual, no le interesa, pero nunca me lo daría si se lo pidiera. Ésa es la ley de los niños. Me confesaré el sábado próximo, por supuesto, y el mal quedará reparado. Sólo a mí me perjudico, la humanidad seguirá su curso impoluta, ignorante de mi bajeza moral, ajena a toda culpa, sólo yo me envilezco. Una y no más, me digo, y zas..., el cromo entra suavemente en mi bolsillo. Voy casi corriendo hasta la puerta, la abro y grito: “Juanín me voy a casa, que es tarde”, mientras la puerta se cierra más rápido que las palabras saliendo de mi boca.
Los días siguientes fueron duros. Intentaba evitar el contacto con Juanín, aunque sabía que él no se daría cuenta de la falta del cromo ante tanto desbarajuste, pero yo mismo podría delatarme, así que no me fiaba ni de mi sombra. Lo más complicado era evitar contar a los otros compañeros que el escurridizo Gento ya había caído en mis redes. Cualquier pequeño desliz verbal podría tener consecuencias imprevisibles. Éso unido a la tremenda y alargada sombra de la culpa persiguiéndome al levantarme por la mañana, acompañándome al baño, observándome mientras hacía los deberes, hipotecando todos y cada uno de mis actos cotidianos.
No sé cómo lo superé. No fue en un confesionario, desde luego, pues siempre me echaba atrás cuando llegaba el momento de limpiar ese oscuro rincón de mi existencia. Supongo que simplemente la culpa caducó, se esfumó; el purgatorio interior debió ser castigo suficiente y volví a ser un niño como todos los demás. El curso avanzaba, así como el campeonato de liga, pero en la colección aún faltaba un cromo, el del primer jugador de la colección, el cromo de Iríbar.
Iríbar es el portero favorito de todos. No importa que juegue en el Athletic de Bilbao en lugar del Valencia Club de Fútbol, no hay ningún niño que se atreva a decir que Iríbar no es el mejor. “El Chopo” también es el portero de la selección nacional y su austeridad bajo los palos nos recuerda los tiempos que vivimos. En el colegio ya casi nadie juega a los cromos, o han acabado las colecciones o han acabado de coleccionar. Los pocos jugadores siempre tienen los mismos cromos y las partidas carecen del menor interés. Las chapas han sustituido a las partidas de cromos por lo que las posibilidades de conseguir a Iríbar en el colegio son nulas. Me preocupa la posibilidad de dejar el álbum inacabado. Cuando mi madre nos lleva al colegio se lo comento, pero ella me dice que tiene demasiadas cosas en la cabeza como para preocuparse por un cromo. Sé que hay una tercera vía, un atajo hacia el éxito. Junto al mercado de Monteolivete hay una papelería que vende cromos. Juanín, que tiene el álbum casi acabado ya que sólo le falta Gento, me lo ha dicho. Él ha visto un cromo inmaculado de Gento allí por una peseta. Es la piedra filosofal, la llave de cristal, la isla del tesoro. Pero tengo un problema. Mi madre no se interesa por el tema e interesar a mi padre es algo inconcebible. Cuando me voy por la mañana él ha salido a cargar la furgoneta con el reparto del día. Por la tarde está ocupado liquidando la jornada y organizando el día siguiente, y cuando acaba se va un rato a ver más clientes, a tomar algo con unos amigos y vuelve a cenar cuando casi estamos a punto de irnos a la cama. Y si mi madre tiene que pensar en sus cosas, mi padre no debe tener tiempo ni para pensar en el día que es, razono.
Es domingo, casi al final de la liga, y estamos en casa viendo el partido de televisión. Juega el Athletic contra otro equipo. El partido es muy emocionante, con continuas alternativas en el juego, de una portería a otra. Un ataque por la izquierda, centro al área, cabezazo a quemarropa del delantero centro e Iríbar, en una estirada imposible, desvía el balón a corner. Mi padre comenta en voz alta la jugada y elogia el estilo, agilidad y mérito del cancerbero. Yo aplaudo, sentado en el sofá, y menciono de pasada, sin intención alguna, que es el único cromo que me falta para completar el álbum.
La liga ha llegado a su jornada final. El Valencia se puede proclamar campeón de liga en el estadio de Sarriá y mi padre no quiere perdérselo. Se ha ido con un amigo hasta Barcelona y yo presto atención a la radio, junto a mi madre, a la vez que acabo unos dibujos para el día siguiente. El Valencia consigue el título en una carambola imposible. Yo salto de alegría y le propongo a mi madre no acostarnos hasta que vuelva mi padre. Solicitud denegada. Cuando la luz se va a apagar, una mirada distinta flota en el espacio entre mi madre y yo. Le pregunto a mi madre qué pasa. Y ella me dice: “El papá me dijo que te diera esto si el Valencia ganaba la liga”. Me alarga un sobre marrón doblado en cuatro. Lo desdoblo, lo palpo, hay algo dentro. Un cromo. El cromo de Iríbar.
Francisco García (alias Cisco Fran)
Socio del Valencia CF
La tarde perezosa de domingo no da pistas sobre cuando se precipitará finalmente y acabará. La televisión está apagada y desde la puerta cerrada de la habitación de mis padres sólo se escapa el murmullo ahogado de la radio. Las persianas bajadas son una gran muralla china que oscurece la estancia; en ella mi padre se debate entre la euforia y el desastre escuchando los partidos de fútbol e intuyendo la imprevisible apariencia de la quiniela. Mi hermana y yo tenemos vetado el paso. La habitación es su santuario privado y lo hemos sabido desde siempre, sin necesidad de que nadie nos lo dijera nunca.
El aburrimiento siempre llega los domingos a las cuatro, y a esas horas uno ya sabe buscar cobijo en su recién estrenado uso de razón. En mi cuarto aún tengo a Sultán, mi viejo caballo de cartón y a los indios y vaqueros del fuerte Comansi, pero hoy no me apetece mucho sacarlos de su natural mutismo. Bajo la cama guardo los secretos. Las cinco pesetas del domingo son cuidadosamente invertidas en seguros valores refugio como cuentos, tebeos de Pumby y algunos sobres de cromos. En lo relativo a los cromos, las colecciones siempre son demasiadas, así que uno está obligado a elegir cuál quiere hacer. No tuve dudas, el campeonato nacional de liga de fútbol es como de la familia y su colección anual fue mi elección. No vale la pena analizar las razones, mi padre había llegado a ser jugador de tercera división, y, ya retirado, jugaba todos los domingos en la playa, lloviera, hiciera sol o fallecieran dictadores, y se colaba en Mestalla siempre que podía. Bajo la cama guardo el álbum de cromos de la liga.
No importa que los lugares vacíos del álbum superen en número a los cromos pegados. Nuestra asignación tiene un techo. Las cinco pesetas del domingo son innegociables y, es más, es un privilegio que puede ser abolido al menor contratiempo, así que para qué darle vueltas a las cosas. Uno se conforma con lo que tiene y ya está. Pasando las páginas del álbum, mirando los cromos, recitando las alineaciones, imaginando equipos imposibles, Abelardo, Uría, Gaztelu, Boronat, Claramunt, Quino y Valdez, inventando las caras de los cromos inexistentes y volviendo a empezar, la tarde del domingo se extingue.
Lunes temprano, arriba y al colegio. Formamos como un ejército bien entrenado, cada clase frente a su maestro. Don Saturnino no tiene muy buena cara esta mañana, no creo que sea porque su equipo, el Pontevedra, haya perdido en casa. Las razones se nos escapan, nos falta vida para imaginarlas. Busco con la mirada en la fila de al lado a Juanín. Él está rastreando el patio, buscando unos ojos cómplices, y de forma habitual, como todas las mañanas, encuentra los míos. Le hago un gesto y le enseño el abultado bolsillo derecho de mi pantalón. Él me imita. Su taco de repes es casi tan grande como el mío. Una última mirada oblicua es suficiente para saber que nos veremos en la hora del recreo. La bandera de colores jubilados es izada en una ceremonia que pretende ser solemne pero que sólo es triste. Juanín y yo estamos en otro barco, rumbo a la isla de la ilusión interminable, el lugar donde uno quiere naufragar y no ser salvado. Es la hora del recreo, salgo al patio y veo que Juanín me espera en las escaleras junto a dos amigos más. Con nuestros bocadillos como equipaje de mano nos sentamos en el suelo, mientras damos buena cuenta de ellos nos ponemos al día.
- ¿Comprásteis cromos ayer?, pregunto yo.
- Mi abuela me compró dos sobres -dice Juanín-.
- Nosotros también tenemos cromos nuevos –apuntan los dos amigos-.
- Vale, pues, vamos a jugar unas partidas, -decido-.
Nos sentamos en círculo, cada uno pone dos cromos en el centro y sorteamos la mano al primer jugador con nombre acabado en la letra “a”. Gana Juanín, así que es él el que empieza a intentar voltear con la mano algún cromo del montón. Falla; también erramos los dos amigos y yo. Volvemos a poner dos cromos y Juanín vuelve a intentarlo. La segunda ronda es tan estéril como la primera. Dos cromos más por cabeza y el montón empieza a alcanzar proporciones alpinas. Esta vez Juanín pone en práctica su experimentado volteado a dos manos y logra verle la cara a tres cromos, en su intento veo que uno de los que quedan en el montón es Gento, tan esquivo en los sobres como en el campo, y cruzo los dedos para que los dos amigos fallen. No fallan. Es más, dejan el centro vacío; entre los dos han volteado todos los cromos que quedaban. Suena el timbre y volvemos a clase. Y así hora tras hora, pasan los días. La semana caduca, día a día; y las semanas van muriendo domingo tras domingo. Mi álbum ha engordado más de lo que nunca imaginé. Acabar una página ya supuso un pequeño triunfo y ese triunfo fue grande cuando la página acabada fue la del Valencia Club de Fútbol. Las partidas del colegio hicieron posible lo que no era más que una quimera. Sin esa fuente de ingresos alternativa nunca hubiera tenido en mis manos a Viberti, a Germán, o al genial Glaría. No obstante, culminar un álbum es una tarea no exenta de riesgos, aventuras y hercúleas pruebas. Llegué a Marzo con tan sólo dos cromos por conseguir: Gento e Iríbar.
Juanín me dice que pase a su casa porque se aburre. Las vacaciones de Pascua son largas y los niños nos ponemos pesados antes de la hora de la merienda, así que mi madre no tiene ningún reparo en dejarme pasar a casa de Juanín que, todo sea dicho, es vecino de rellano. Jugamos con sus muñecos del espacio, los de la serie de marionetas de la tele, montamos el Scalextric, pero no lo logramos hacer funcionar porque su hermano tiene guardados bajo llave los mandos. Algo decepcionados nos instalamos en el comedor, sacamos un estuche lleno de discos y empezamos a ponerlos en el tocadiscos. Bailamos, hacemos el bobo y, de repente, algo llama mi atención encima de una mesa. Juanín siempre fue algo desastrado; su habitación era un estudiado caos de juguetes desperdigados por el suelo, tebeos y objetos dispares recogidos en la calle: tapones, grapas, botones, envueltas de caramelos, etc... Encima de la mesa hay un montón de esos raros tesoros puestos sin orden ni concierto. Bajo una envuelta medio rota de chocolate Zahor asoma una pantorrilla morena cubierta por una media blanca. Conozco de memoria todas las pantorrillas de todos los jugadores de la liga, pero ésta no me es familiar y, visto el color de la media, mi mente razona como una ametralladora. Disimuladamente bailo en dirección a la mesa, la canción de Luis Aguilé es una coartada perfecta, en un descuido de Juanín meto la mano bajo la envuelta de chocolate y saco el cromo de su dulce escondite. Gento. Un sudor frío empieza a recorrer mi frente. Pienso que quizá he bailado demasiado y ésa es la razón, pero algo más íntimo me dice que la idea que atraviesa mi mente no tiene cabida en mi excelente educación. El cromo está muy usado, manoseado, doblado, con marcas, es seguro que ha debido estar en muchos suelos de patios de colegio, pero es Gento, y no lo tengo. A veces el pecado es inevitable, cae como un alud de nieve, sin esperarlo y de sorpresa. Casi sin desearlo. La madre de Juanín llama a gritos a su hijo, quiere decirle que bajemos la música y que ya es lo bastante tarde como para que yo me vaya a mi casa. Juanín sólo sabe que le llaman, se va a la cocina y me deja solo. ¡Qué momento! Una y no más, me digo con todas mis fuerzas. A él le da igual, no le interesa, pero nunca me lo daría si se lo pidiera. Ésa es la ley de los niños. Me confesaré el sábado próximo, por supuesto, y el mal quedará reparado. Sólo a mí me perjudico, la humanidad seguirá su curso impoluta, ignorante de mi bajeza moral, ajena a toda culpa, sólo yo me envilezco. Una y no más, me digo, y zas..., el cromo entra suavemente en mi bolsillo. Voy casi corriendo hasta la puerta, la abro y grito: “Juanín me voy a casa, que es tarde”, mientras la puerta se cierra más rápido que las palabras saliendo de mi boca.
Los días siguientes fueron duros. Intentaba evitar el contacto con Juanín, aunque sabía que él no se daría cuenta de la falta del cromo ante tanto desbarajuste, pero yo mismo podría delatarme, así que no me fiaba ni de mi sombra. Lo más complicado era evitar contar a los otros compañeros que el escurridizo Gento ya había caído en mis redes. Cualquier pequeño desliz verbal podría tener consecuencias imprevisibles. Éso unido a la tremenda y alargada sombra de la culpa persiguiéndome al levantarme por la mañana, acompañándome al baño, observándome mientras hacía los deberes, hipotecando todos y cada uno de mis actos cotidianos.
No sé cómo lo superé. No fue en un confesionario, desde luego, pues siempre me echaba atrás cuando llegaba el momento de limpiar ese oscuro rincón de mi existencia. Supongo que simplemente la culpa caducó, se esfumó; el purgatorio interior debió ser castigo suficiente y volví a ser un niño como todos los demás. El curso avanzaba, así como el campeonato de liga, pero en la colección aún faltaba un cromo, el del primer jugador de la colección, el cromo de Iríbar.
Iríbar es el portero favorito de todos. No importa que juegue en el Athletic de Bilbao en lugar del Valencia Club de Fútbol, no hay ningún niño que se atreva a decir que Iríbar no es el mejor. “El Chopo” también es el portero de la selección nacional y su austeridad bajo los palos nos recuerda los tiempos que vivimos. En el colegio ya casi nadie juega a los cromos, o han acabado las colecciones o han acabado de coleccionar. Los pocos jugadores siempre tienen los mismos cromos y las partidas carecen del menor interés. Las chapas han sustituido a las partidas de cromos por lo que las posibilidades de conseguir a Iríbar en el colegio son nulas. Me preocupa la posibilidad de dejar el álbum inacabado. Cuando mi madre nos lleva al colegio se lo comento, pero ella me dice que tiene demasiadas cosas en la cabeza como para preocuparse por un cromo. Sé que hay una tercera vía, un atajo hacia el éxito. Junto al mercado de Monteolivete hay una papelería que vende cromos. Juanín, que tiene el álbum casi acabado ya que sólo le falta Gento, me lo ha dicho. Él ha visto un cromo inmaculado de Gento allí por una peseta. Es la piedra filosofal, la llave de cristal, la isla del tesoro. Pero tengo un problema. Mi madre no se interesa por el tema e interesar a mi padre es algo inconcebible. Cuando me voy por la mañana él ha salido a cargar la furgoneta con el reparto del día. Por la tarde está ocupado liquidando la jornada y organizando el día siguiente, y cuando acaba se va un rato a ver más clientes, a tomar algo con unos amigos y vuelve a cenar cuando casi estamos a punto de irnos a la cama. Y si mi madre tiene que pensar en sus cosas, mi padre no debe tener tiempo ni para pensar en el día que es, razono.
Es domingo, casi al final de la liga, y estamos en casa viendo el partido de televisión. Juega el Athletic contra otro equipo. El partido es muy emocionante, con continuas alternativas en el juego, de una portería a otra. Un ataque por la izquierda, centro al área, cabezazo a quemarropa del delantero centro e Iríbar, en una estirada imposible, desvía el balón a corner. Mi padre comenta en voz alta la jugada y elogia el estilo, agilidad y mérito del cancerbero. Yo aplaudo, sentado en el sofá, y menciono de pasada, sin intención alguna, que es el único cromo que me falta para completar el álbum.
La liga ha llegado a su jornada final. El Valencia se puede proclamar campeón de liga en el estadio de Sarriá y mi padre no quiere perdérselo. Se ha ido con un amigo hasta Barcelona y yo presto atención a la radio, junto a mi madre, a la vez que acabo unos dibujos para el día siguiente. El Valencia consigue el título en una carambola imposible. Yo salto de alegría y le propongo a mi madre no acostarnos hasta que vuelva mi padre. Solicitud denegada. Cuando la luz se va a apagar, una mirada distinta flota en el espacio entre mi madre y yo. Le pregunto a mi madre qué pasa. Y ella me dice: “El papá me dijo que te diera esto si el Valencia ganaba la liga”. Me alarga un sobre marrón doblado en cuatro. Lo desdoblo, lo palpo, hay algo dentro. Un cromo. El cromo de Iríbar.
Francisco García (alias Cisco Fran)
Socio del Valencia CF