dissabte, 24 de març del 2012

El niño de la foto

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Todo lo que sé sobre el Valencia me lo enseñó el niño de la foto. Su reverso, escrito con letra temblorosa de escolaridad difícil, no puede ser más demoledor: "1-5 al fabor del Madrid. Un de sastre". La instantánea corresponde a la previa de la vuelta de octavos de final de la copa de 1951. En la ida el Valencia había perdido 3-2 en Chamartín. La vuelta, con todo por resolver, resultó un fiasco que se tradujo en una de las derrotas más humillantes sufridas por el VCF en Mestalla a lo largo de su historia.

El niño de la foto tenía entonces 12 años. El bonachón de al lado era su hermano, mi tío Pando. Se llamaba Vicente pero todo el mundo le conocía por Paquito. Ambos nacieron un 24 de marzo. El mayor, apenas 6 días después de que se fundara el VFC en el bar Torino. El pequeño, en mitad de un bombardeo, 6 días antes de que terminara la guerra civil. Con semejante material Paul Auster escribiría una novela pero es imposible que acertara con el desenlace. Creo, por otra parte, que los dos hermanos hubieran elegido como primera opción este blog para sellar el eco de su inmortalidad. Ahora ya saben que están donde siempre quisieron estar: en Mestalla. Con los suyos. Para siempre.


Rafa Lahuerta Yúfera
Socio del Valencia CF
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dijous, 22 de març del 2012

Nacidos el 18 de marzo

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¿Tiene sentido forzar que te cuadren las estadísticas o las efemérides?

Constituye un afán recurrente, confiere impostada seguridad a nuestros análisis.

Estamos acostumbrados a que nuestro club se rebele sistemáticamente contra los pronósticos fiables. Siguiendo a Hornby, lo hemos llegado a considerar la mejor escuela de vida, pues nos enseña metafóricamente a asumir conceptos indispensables como la victoria, la derrota y esa gama intermedia de grises que contumazmente tendemos a soslayar. No hay nada más auténtico para nosotros que el Valencia y su maravillosa imperfección. Rico entre los pobres, pobre entre los ricos.

La historia quiso una fecha: 18 de marzo de 1919. En el mismo día de 1932 se fundó el Real Zaragoza. No ha lugar la doble militancia. Sin embargo, el aplazado ocaso de Mestalla invita al homenaje de despedida.

Nuestro estadio y el Real Zaragoza forman parte de mi educación sentimental. Se encuentran entrelazados en mi infancia valencianista por la fuerza del terruño paterno. Mi vivencia valencianista difiere, por edípica, de la conexión generacional del pueblo de Mestalla. Tuve que emanciparme para experimentarla a mi manera, muy lejos de la inhibición de la que no puede desligarse el tardío converso. Pero a mi padre siempre le tendré que agradecer que no coartara mi ímpetu.

Algunas de las primeras tardes en Mestalla tuvieron al Zaragoza como interlocutor necesario. Primeros noventa, tres cuartos de entrada de los de antes, camisetas ahora llamadas retro, Balay y Mediterrània, diáspora aragonesa en el graderío y mazazo a cargo de los Higuera, Gay o Pardeza. Con la asistencia a aquellos partidos mi padre mataba varios pájaros de un tiro. Saciaba mi ansiedad valencianista, se reencontraba con sus raíces y satisfacía su pedigrí futbolero como espectador. Pontificaba, con razón, que los equipos que vestían de blanco eran los que mejor juego practicaban: Valencia, Sevilla, Zaragoza, Real Madrid... De un tiempo en el que las estridencias estéticas no distorsionaban unas señas de identidad que parecían inalterables. Tal vez mi padre identificara aquel blanco inmaculado con esa ordenada escala de valores que parcialmente compartimos y por eso le contrarió que a la conclusión de uno de esos encuentros me emperrara en que me comprara la única bufanda del VCF confeccionada con tela negra. Ahora entiendo sus reservas, pero también mi pulsión. Aquel ensayo de transgresión marcaba el tránsito hacia la adolescencia y el toma y daca de errores y aprendizajes en el que sigo inmerso. También, por supuesto, en Mestalla.

Y el Zaragoza siguió muy presente en nuestros avatares. Frustrando nuestra enésima ilusión copera en 1993, con la felicidad casi plena de aquella remontada en la jornada previa a la final de París o alumbrando símbolos del valencianismo como la paja de Gayolo (icono de nuestra Generación X) o la peluca triunfalista de Ortí. Muy atrás quedaba la actuación de infausto recuerdo del portugués Campos en el Camp Nou, segando nuestra tiranía en la naciente Copa de Ferias.

No nos privamos tampoco de recorrer el camino inverso y visitar la avejentada Romareda, con aquellos operarios con gorra de plato, su orgullosa afición, las malas pulgas de sus policías y aquellas paradas previas de la turba en El Milagro turolense.

Allí se vivieron tardes pascueras y soleadas que preludiaron nuestros últimos títulos ligueros, en un estado cercano al éxtasis, pero también otras noches en las que el Zaragoza nos jugó de poder a poder, el cierzo calaba hasta los huesos y uno tenía la sensación de que el ambiente desprendía una hombría y una competencia de las que carece la actual Liga. Autenticidad, al fin y al cabo.

Al final, sorteando la inestabilidad que jalona nuestra trayectoria, hemos ensayado el ejercicio de convertir el frío campo de las estadísticas y efemérides en un hilo sentimental, una manera tan válida como otra para un valencianista de vencer al desencanto, aplacar el resultadismo y tratar de infundir entusiasmo a nuestros correligionarios más pesimistas.

La coyuntura eutanásica del Mestalla físico (en lo esencial nunca dejaremos que muera) me ha animado a tributar este relato de homenaje al Zaragoza, uno de nuestros secundarios de lujo. Otro bronco y copero por excelencia. Nosotros, La Delantera Eléctrica; ellos, Los Magníficos. Un club joven como el nuestro y que también se sabe frontera entre poderosos y humildes.

Ellos nunca olvidarán que en Mestalla empezaron a forjar la leyenda de su hito más excelso, la Recopa de 1995. Yo también estuve allí y me apenaría que la del miércoles sea la última visita del Zaragoza a nuestro estadio. Más me ha entristecido el gélido e impersonal ambiente que envolvió el partido, así que valga este texto como modesta contribución crítica al modelo de gestión del fútbol que está llevando al Zaragoza al borde del precipicio y a parte de nuestra parroquia a la atonía más alienante.

La zaragozana Eva Amaral lo cantó con tino: Vimos tiempos crueles, o a mí me lo parece, vivimos esperando otro golpe de suerte.

Yo añado, Zaragoza y Valencia no se rinden. Per Sempre Mestalla!


Simón Alegre
Socio del Valencia CF
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dissabte, 17 de març del 2012

Fatherland

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No fa molt vaig tornar a vore la fotografia que, seguint el plantejament inicial d’Últimes vesprades a Mestalla, acompanya este post. Es tracta d’una fotografia que va fer el meu germà Salva a Mestalla en una de les darreres ocasions en que mon pare va anar al futbol. No la recordava, tot i que ja al seu moment m’agradà molt. I trobar-me-la de forma inesperada va colpir-me. La seua contemplació va funcionar com la magdalena de la coneguda història de Proust: un element senzill que, sobtadament, es capaç de deslligar amb potència evocadora els records més amagats.

La vertadera pàtria de l’home és la seua infància”, afirmava en el convuls inici de segle XX europeu el poeta Rainer Maria Rilke. Si això és cert, permeteu-me banalitzar el seu enunciat amb la meua experiència personal, on l’escenari i el protagonista de la fotografia conformen un paratge central de la meua pròpia pàtria.

Anar a Mestalla de la mà de mon pare: no sabia com ho trobaria a faltar i quina empremta deixaria en la meua ànima, de manera silenciosa i sense estridències, però amb contundència... La rotació setmanal de l’abonament infantil entre els tres germans, preparar-se per eixir de casa amb l’habitual blindatge hivernal a càrrec de ma mare, l’intens trànsit vora riu camí del partit, deixar el vell Morris verd en segona fila, enfilar el carrer Misser Mascó fins arribar al camp, trobar la complicitat dels veïns de grada per passar-nos dins quan veníem més d’un germà, segellar l’operació amb un parell de puros als porters, pujar les velles escales, xafar la brutícia del formigó, creuar el vomitori i estampar-se amb l’immens verd hipnòtic, submergir-se en l’olor i el fum dels puros, esmortir a poc a poc la sorpresa d’escoltar els insults proferits per adults desconeguts i aparentment ben educats, observar les figures heroiques dels futbolistes i el blanc invencible de les seues camisetes... i acabar el partit i fer el camí de tornada a casa, sempre amb mon pare.

Si, ho sé, res especial, res que no compartisca amb qualsevol xiquet que haja anat a Mestalla, a qualsevol estadi. I així ho vivia mon pare, amb una normalitat absoluta, amb la quotidianitat de les coses senzilles. Al cap i a la fi ell era un home com els d’abans, amb una militància incondicional però sense excessos sentimentals.

No puc negar que em costa trobar eixa actitud en mi. Sóc d’una generació de valencianistes (o, si més no, d’una part d’una generació de valencianistes) que hem crescut amb la convicció de la nostra importància esportiva i social, però amb la impugnació a eixa creença que significaren el descens i l’absència de títols. Ens armarem, decidirem que havíem d’armar-nos, amb els més diversos arguments històrics, socials i afectius per plantar-li cara a una realitat que s’entestava en dir-nos que no, que ja no érem grans, que tot això ja havia passat.

Voleu una altra cita, un bon exemple de com ho vivíem? Els dies previs a la final de Copa de 1995 els meus companys de la Penya Valencianista Politècnica bullíem en la certesa de que allò, per fi, era la tornada al nostre lloc, i prepararem un fullet per a repartir entre els que viatjaven en els autobusos que havíem organitzat. Exageradament, el paper estava encapçalat per uns versos del poeta valencià del segle XV Jordi de Sant Jordi: “lo temps passat m’és present a cascun hora”.

Anys després l’amic Rafa Lahuerta ho explicà a la perfecció, adoptant la seua millor versió del John Malkovich xé, amb una definició lapidària que també a ell li abastava: “aficionados lagrimitas”. Efectivament, víctimes d’un excés de sentimentalisme, d’una sublimació conscient d’un acte essencialment innocent i segurament banal com és pertànyer (atenció a l’ús del possessiu, i en qui pertany qui) a un club de futbol.

Sóc conscient de com, hui, eixe excés de sentimentalisme impregna la forma en que faig la transmissió de la nostra pertinença valencianista als meus fills: tot ha de tindre un sentit, tot forma part d’una cosmovisió superior, d’una certa transcendència... No ho puc evitar, i no puc evitar tampoc la comparació amb la normalitat, la quotidianitat amb que m’ho va saber transmetre mon pare. Imagine que és inevitable, al cap i a la fi pertanyem a temps molts diferents. En el meu cas espere, també exagerant, que amb el temps els meus fills ho puguen entendre i m’ho sàpien perdonar...

Però malgrat les cites i les referències més o menys pretensioses, les diferències en les circumstàncies i els moments que ens ha tocat viure, el cert és que essencialment hem compartit la mateixa història i el mateix escenari. I eixes coses compartides, eixes coses de les que ell va fer-me partícip d’una manera natural, segurament conformaren alguns dels vincles més forts que vaig tindre amb mon pare, i que, modestament, vull homenatjar, agrair i reconèixer en este text.

Perquè al remat, des d’aquells dies i encara hui, cada volta que vaig a Mestalla, d’alguna manera, es materialitzen eixos vells versos recuperats i trets de context amb innocent entusiasme aquella primavera del 95.


Josep González Vidal
Soci del València CF
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dimecres, 14 de març del 2012

A l’oculista

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Recorde el carrer com un formiguer, el formigó foradat de les escales, el verd intens de la gespa, la gent cridant, fumant i insultant, l’entrepà calent sota el braç, els jugadors que sempre veia a la tele o als cromos ara davant meu,… Així recorde la primera vegada que vaig anar a Mestalla, un d’eixos instants d’efimera felicitat que després son tan dificils de repetir a la vida.

Tenia 15 anys i estudiava intern a la Universitat Laboral de Xest. Un amic meu, Jose Antonio Sanz, actual fotograf del Marca, havia aconseguit unes entrades per veure un partit de Copa contra el Sporting de Gijón. Es jugava dimecres i jo no podia eixir de la laboral si no era amb algún permís extraordinari. Vaig fer creure al director del meu col·legi que eixe dia tenia revisió a l’oculista i em va deixar anar.

Encara recorde l’excitació i els nervis pujant per les escales de l’estadi, que tant em recordaven les de la Laboral, cami d’aconseguir alguna barana en General de peu. No la vam aconseguir perquè, com sempre, el meu germà va arribar tard.

Era una nit fantàstica. Anavem guanyant l’eliminatoria, l’entrepà de truita que m’havia fet ma mare estava boníssim… quan de sobte, vaig veure a la grada de General, molt aprop meu, a algú que s’assemblava sospitosament al director del meu col·legi. No podia ser cert però era ell. Se’m va parar el mos i l’Sporting ens va empatar.

El meu germà, referint-se al futbol, va dir una de les seues frases lapidaries: “Tot pot canviar en un segón”. Vaig assentir, pensant en una altra cosa. Fent tots els esforços per amagar-me de la visual del meu director només vaig aconseguir que em veiera i que em saludara atemptament. L’Sporting, finalment, ens va eliminar mentre jo només feia que imaginar la bronca que rebria a l’endemá al tornar a la Laboral. Eixa bronca mai va arribar, mai va haver cap comentari al respecte per part del director.

Doncs bé, 30 anys després d’aquell dia he de dir que he estat soci del Valencia i que he tornat reiteradament a Mestalla, quasi sempre a Gol Xicotet Gran, i encara espere retrobar-me amb la mirada del meu director mentre em pregunta: “Com que a l’oculista, eh?”. La vida...


Carles Alberola
Soci del València CF
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diumenge, 11 de març del 2012

No és club per a idolatries

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Formar part d'eixa generació que viurà permanentment en la frontera de tot té les seues coses positives. Almenys - encara que la ruptura amb els models antics i la febre per les reformes educatives i laborals ens haja deixat des de sempre en la estacada - ens quedarà eixe menut consol d'haver crescut coneixent este joc abans de la seua perversa transformació en això que ara cridem futbol modern. En la nostra infància el futbolista que era calb, era calb, no s'afaitava el cap, i a sobre, es deixava bigot, per això de dissimular. Fins i tot alguns podien fer-se trenes en unes poblades cames que soles eren covertes per pantalons d'escàs camal. En aquells temps el jugador vivia sense representant i no tenia penyes al seu nom, a pesar que llavors, el normal, era militar en un únic club, màxim en dos. Si eres un tipus inquiet, clar.

Eixa vida de fronterers ens ha permès viure un canvi social que ens ha despullat de la possibilitat d'erigir ídols. Del futbolista trempat i accessible que podia anar al bar del seu poble a vore un partit de futbol sense problemes, vam passar a éssers que viuen aïllats del món que els envolta i dels quals és impossible fer pàtria. Els diners de les televisions i la llei bosman va acabar amb tot allò, - incloent els homenatges en estadis replets en reconeixement d'una carrera lligada a un escut - permetrent el moviment ingent de futbolistes d'un costat a un altre amb els quals alçar vedells d'or. En eixa ens va enxampar a nosaltres, menuts e innocents, que havien crescut sabent-se de memòria les alineacions dels seus equips, per a tindre que conèixer, d'estiu a estiu, a un tropel d'exòtics tipus vinguts de no se sap molt bé on.

Allò va posar en escac a les polítiques de pedrera per a deixar pas a les cobdícies. En dits dies – tenia que ser per falta de costum – era escandalós que un jugador abandonara una entitat. Així vam créixer, odiant a Mijatovic per trair-nos. Com se les va tindre que vore, que va preferir abraçar la mentida abans que sincerar-se. Va ser soles una menuda mostra del que arribaria després, impossible per tant saber que en aquell moment que allò de sentir els colors era ja un anacronisme, i molt menys, que existira la possibilitat que tal acte de traïció ho propiciaren xics eixits de la pedrera, als quals, se'ls suposava dotats de romanticisme.

Quan li vas agafar afecte al Piojo va volar rumb a Itàlia. I després, arribaria el colp de Mendieta. Encara que va ser Farinós l'únic jugador – potser dels pocs en la història – que haja reconegut que abandonava la seua casa per a guanyar diners i no títols. A la nostra generació, com en moltes altres coses, no se li ha permès agafar afecte a quasi res. Hem crescut cosint-nos les cicatrius que ens han deixat els desenganys futbolístics, veient com altres ens parlaven d'uns ídols d'infància que nosaltres vèiem volar quan començaves a conèixer-los. Som la generació que va créixer amb allò de " lo important és el club i no els jugadors” que eixia de la boca de qui es van criar adorant a Kempes com a forma de consolar a uns fills ferits per tanta perdua. Pot ser aquelles paraules formaren una frase feta, però la realitat és que alguns, com és el meu cas, la transformem en un credo inamovible.

Potser per això hem crescut valorant molt més eixe oval de tela cosit que porten els jugadors en les seues samarretes. Eixa menuda etapa de pau en el qual vam poder gaudir de forma perllongada d'autèntics cracks no soles ens va deixar títols que celebrar, sinó que també ens va donar el temps suficient per a crear un monstre de tres caps que a acabat per devorar-nos. Una lliçó que hem d'aprendre, i potser per això, estes noves ornades de valencianistes que viuran amb les vendes de Vila, Mata , Silva, Jordi Alba, Rami – i tot aquell que despunte – creixeran més forts de cara a hiverns futurs, i sobretot, els deixarà clara una lliçó que els farà valorar molt més els colors que diuen sentir. Perquè al final de tot, les persones estem de passada en este món, i el que queda, són aquells projectes col·lectius construïts a força d'aportacions d'uns pocs. I això és el València. Una institució que ha vist passar milers de gents i que ha sobreviscut a totes elles sense parar-se a plorar per ningú.


Desmemoriats
Agitador valencianí e Irreverent de soca-arrel. Accionista del València que va cobrir al 100% el seu dret de subscripció i ex-soci per obra i gràcia del senyor Goldman&Sachs.
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divendres, 9 de març del 2012

Geografía e historia personal del fútbol valenciano

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Este article va ser originalment publicat al blog Un rincón apartado en juny de 2009.

A Rafa Lahuerta, Vicent Chilet, José Luis García y Felip Bens. Y a Pepe March, por supuesto.
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Déjenme que les cuente una historia personal, creada a partir de miles de sensaciones diferentes a lo largo de los últimos veinte años. Una historia que comienza a finales de los ochenta en el viejo Mestalla, todavía Luis Casanova, que se extiende en el tiempo hasta una fresca mañana de junio, y que tiene visos de alargarse, si la suerte y la salud me acompañan, durante otras cinco o seis décadas. El relato de una educación sentimental trenzada a base de briznas verdes de hierba y rayas de cal, de redes pintadas de colores, de rejas con escudos engarzados y azulejos decorados con nombres de familias. De enormes moles de piedra y cemento que nacieron con vocación de coliseos y acabaron resultando templos.

Contrariamente a lo que ocurre con muchos de mis amigos, que atesoran nítidos recuerdos de su primera vez en un estadio de fútbol, yo no soy capaz de encontrar en mi memoria el punto de inicio de toda esta fábula. Reconozco que soy malo para rememorar los debuts. Fue en Mestalla, claro. De la mano de mi padre. Y paren de contar. A partir de aquí sólo hay destellos, fugaces imágenes que a veces se congelan: la vertiginosa sensación de ver el fútbol desde lo alto de la grada, tan diferente del campo de tierra del Benetússer que frecuentábamos todos los sábados; el olor del embutido preparado en el corazón del estadio; el parsimonioso ondear de las banderas de los clubes de Primera allá en lo alto de la grada; aquel videomarcador que escupía anuncios, alineaciones y goles con la imagen del entonces innovador teletexto; la ilusión del niño, foto en mano, esperando en la puerta del vestuario la salida de los jugadores; y la salida de Mestalla en dirección al coche verde de mi padre, mano cerrada sobre el papel con los autógrafos de Giner y Fernando

Hace una semana escuché una entrevista a John Carlin en la que confesaba que uno de sus mayores miedos era que un día su hijo le confesase que no le gustaba el fútbol. Durante muchos años mi padre debió temer lo mismo. A él, deportista amateur antes de hacerse polvo una pierna sobre un cuadrado de juego, apasionado aficionado, certero comentarista, le había salido un hijo raro, sin aparente interés por el fútbol. Mientras otros niños consumían su infancia en el irregular piso del enorme descampado de Zafranar, eterno balón en los pies, su chiquillo pintarrajeaba, corría, aprendía a leer. Nada, sin embargo, que lo acercara a una pasión tan envolvente como la que él sentía por su equipo y su deporte favoritos.

Hubo suerte. Mi conversión a la religión balompédica fue fulgurante. En un cortísimo espacio de tiempo pasé de obviar todo aquello que sonase a balón y juego a rellenar libretas y papeles de todo tipo con alineaciones y dibujos sobre fútbol. Complacido, mi padre se animó a llevarme a Mestalla. Siempre de manera intermitente, una o dos veces al año, nos aprovechábamos de las ausencias de mi tío Paco o de algún partido menor para atravesar la ciudad y plantarnos en el estadio, en medio de aquel añorado bullicio de la Valencia de comienzos de los noventa.

Pasaron los años. El balonmano irrumpió de golpe en nuestras vidas y desplazó parte del espacio dedicado al fútbol. Sin embargo algunos días, a la salida del Universitari, buscábamos la luz emanada por el cercano faro de Mestalla antes de volver a casa en el metro. Eran los años de gestación del gran Valencia de Ranieri, Cúper y Benítez, los del retorno a la ilusión de saborear victorias para varias generaciones de valencianistas y de descubrirlas para los más jóvenes. Al poco tiempo comencé a trabajar y nuestras episódicas visitas al estadio acabaron menguando casi hasta desvanecerse. Como contraprestación vivíamos los partidos de noches de sábado en el bar, rodeados de un buen número de parroquianos que acabaron por convertirse en personajes fijos en nuestras vidas. Allí, a varios kilómetros de Mestalla, construimos nuestro pequeño refugio, con la compañía de la fanta y la cerveza, del cortado descafeinado y el tocado de Terry, del bocadillo de tortilla y el de jamón serrano. Descubrí la felicidad de poder festejar un gol que da una Liga, o del que te acerca a coger una asa de la copa de la Champions. Y en nuestras escasas salidas, siempre que el horario lo permitía, vibrábamos de emoción con los nuestros. Como en Sevilla, la gran fiesta del valencianismo en la última década, que vivimos en primera persona.

El segundo año del trabajo me hizo desembarcar en el Ciutat de València. Cada quince días tomaba el metro y, tras franquear las puertas del estadio de Orriols, me adentraba en una historia completamente diferente a la que había vivido y mamado en casa. Una realidad alternativa que hasta entonces me había alcanzado de refilón en la media docena de ocasiones en que había visitado el campo. Un cuento repleto de personajes entrañables como Manolo Preciado, Raimon o Enriquito, de picapedredos del fútbol. También de cafres, que como en todas partes asoman la cabeza en los momentos dulces y la esconden en los duros. Poco a poco fui desarrollando una simpatía más que justificada, a pesar de Mijatovic y de Villarroel, por aquel equipo que vestía de azulgrana y al que todo parecía salirle mal. Quizá mi amigo epistolar Rafa Lahuerta la achaque a una particular evolución del síndrome de Estocolmo. Puede que sea así.

Pasé tres temporadas asistiendo regularmente a los partidos del Llevant en Orriols. Allí viví el ascenso a Primera División de un equipo que, hasta entonces, sólo había jugado dos años entre los mejores. El Ciutat de València pasó a convertirse en otro escenario más de mi historia futbolística. Mi padre, que muchas veces me acompañaba, no perdía ocasión, en la vuelta a casa, para sacar punta a lo visto en el partido de turno. La charla solía fluctuar entre la aseveración tajante de mi padre y mi dubitativa justificación de la realidad granota. El Llevant jugaba mal, sí, pero al menos había emoción sobre el césped. El campo estaba plagado de madridistas, pero también había algunos realmente puros de corazón como mis entonces desconocidos y hoy germans Felip Bens y José Luis García. Qué mal hicieron en marcharse de Vallejo. ¿Tú sabes dónde estaba Vallejo? No. Y me explicaba someramente sus visitas al antiguo campo del Gimnástico, junto al río y l'Estacioneta, y la historia del gato y la palmera, y Ferrete, Wilkes y demás.

Luego llegó la promoción profesional y el abandono de la emoción del día de partido en el estadio, con puntuales excepciones. Retorné a Mestalla con motivo de las rondas clasificatorias de la Intertoto y la UEFA y pasé buenos y malos momentos, de los que algún vividor del club fue coprotagonista. Allí, bajo la cabina de prensa, protegido por la vetusta tribuna del estadio, asomaba mi padre. Crítico como siempre, seguía el fútbol amparado en la experiencia que otorgan cincuenta años como testigo accidental del fútbol valenciano. También volví a Orriols para ver al Llevant retornar a Primera. Solían ser visitas de sábado por la tarde sin la compañía habitual. Sometido ya a una agotadora diálisis, mi padre se quedaba en casa descansando. Veía el partido por la tele y a mi vuelta a casa retomábamos el ritual del comentario a dos voces. Hasta que toda esta historia compartida se desvaneció para siempre, pocos días después de un Valencia-Paris Saint Germain de pretemporada.

Desde hace unos días frecuento por cuestiones laborales el entorno de Mestalla y el solar del antiguo Vallejo. Al pasar por ambos lugares me detengo al notar una punzada en el corazón. Oteo las esquinas de Mestalla en busca de la vespa blanca con el escudo del murciélago o el chico bajito de los rizos, el cuaderno y la prosa limpia y magistral. Pienso, al pasar por la finca que ocupa el que fuera escenario de las glorias del equipo de limpio y honroso historial, en esos sufridores levantinistas de base que luchan por desligar al club de sus amores de una imagen tan baqueteada y maltratada, tan folklórica. Y recuerdo a mi padre, honorable culpable de mi introducción en el mundo del fútbol. Bendito y añorado creyente...


José Ricardo March
Seguidor del Valencia CF
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dimecres, 7 de març del 2012

El ser valencianista

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Açò de ser valencianista i que no t'agrade especialment el futbol, no t'enrecordes mai d'un resultat ni d'una alineació, fins i tot t'avorrixques com un panoli partit rere partit… puix no ha de ser molt de rebut… o si? No deixar d'assistir a Mestalla, no deixar d'indignar-te amb resultats o declaracions, no deixar d'interessar-te per la imatge pública del teu club, no deixar de voler que vinguen els millors jugadors al teu equip… ja és més normal… no?

Encara i tot, que sàpies tot el teu currículum de trofeus que el VCF a aconseguit al llarg de la seua història, que t'indignes quan no ocupa el lloc a la taula que li correspon, que ho dones tot als partits fonamentals –siga per la competició o per l'enfrontament amb el pèrfid Madrid-… és suficient per a considerar-se un bon valencianista? Fins i tot gastar-te els diners en viure en primera fila totes i cadascuna de les finals que hem jugat o renovant els passes sempre o sempre…

Reivindique des d'ací una condició de seguidor, mai de la vida “hincha” o “hooligan”… més be “fan”… potser diferent, però de bon tros vàlida i sentida. Aquell que no escolta les tertúlies de ràdio incendiàries ni els programes de televisió minorista especialitzada (és un dir, clar…) però s'enfada quan el nostre club no rep el tractament que li pertoca, per història i categoria, o s'indigna quan l'arbitratge és profusament contrari als nostres drets i interessos… o contesta les campanyes periodístiques de la Meseta freda i tèrbola…

Jo no tinc cap samarreta de l'equip, però no les deixe de regalar a família i amics… Mai combregue amb els entrenadors que tenim, però vullc que siguen ferms i es facen respectar… Critique la gestió del club pels seus estaments oficials, des de fa massa anys, però em rebel•le quan no som considerats uns “grans”… I m'agrada pensar que tenim una trajectòria esportiva èpica la qual vullc siga coneguda per tots…

Es pot ser nacionalista sense centrar-se a soles en la llengua, es pot ser demòcrata sense anar a votar, es pot ser progressista sense ser catalanista, es pot ser seguidor del VCF d'una altra manera… vivint el teu club de futbol com una senya d'identitat definidora i fonamental de la teua terra i la teua gent, sent el millor aparador exterior de la teua ciutat i la teua comunitat, i per supost sent l'equip del teu cor i la teua ànima… per les raons que siguen, ni més ni menys! Amunt.


Lluís Bertomeu Torner
Soci del València CF
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diumenge, 4 de març del 2012

Se busca

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El cartel no dejaba lugar a dudas. 90 años, salud crítica, muy débil, con ausencias de memoria, salió y no se sabe hacia donde, atiende al nombre de Valencia C. F.; en caso de encontrar alguna pista sobre su paradero llamen inmediatamente al Sr. Llorente. La ciudad amaneció empapelada con estos pasquines. Familiares cercanos, miles de ellos, habían llamado a la policía y le habían dado aviso de la desaparición y, al mismo tiempo, imprimieron los avisos, los pegaron a todo muro que resisitiera en pie el envite de las excavadoras, que empezaban a derruir la antigua casa solariega y familiar. Mestalla es como se conocía entre los miembros de la familia a aquel magnífico lugar de comunión.

El abuelo llevaba perdido desde hacía mucho tiempo. Cuando él ya no fue capaz de recordar las cosas por sí mismo, ninguno de sus hijos más queridos tuvo la decencia de hacerse cargo de la imprescindible tarea de no olvidar. De recordar todo lo necesario para que los futuros descendientes supieran la verdad de la familia, ésa que el abuelo fundó con su nacimiento en un incierto 1919. Una fecha que ahora aparecía por doquier en decenas de productos comerciales, pero ausente de su verdadero significado, sea cuál fuera aquel. Ya nadie lo recuerda. Los hijos en los que depositó su confianza no supieron hacer gala de ello. No fueron dignos de tan alto premio. Como una madre vaciaba los cajones llenos de naderías de su hijo adolescente, así echaron al garete recuerdos, objetos valiosos, ficheros, documentos, banderas y trofeos, y si no los perdieron, los arrinconaron para hacer sitio a sus grandes culos y barrigas. Pasados los años, el abuelo tuvo una segunda juventud. Siendo ya muy mayor fue capaz de reverdecer laureles y cierta lucidez llenó su mirada, una mirada franca y pura que no se cruzó con ninguna similar proviniente de sus amados descendientes. Incluso en aquella edad de oro, el abuelo tuvo la salud suficiente como para mirar atrás y ver que su larga vida estaba llena de hitos y logros, caídas y victorias sucediéndose en una secuencia tan real como las de cualquier otra vida, pero siempre plenas y dignas de ser recordadas. Unas para ser tenidas en cuenta y evitadas, otras para ser repetidas. Un bagaje de orgullo y emoción imprescindible en cualquier vida que quiera llamarse plena.

Así que hoy, mientras, el frío me llega a la punta de los dedos y la noche del lunes es una broma pesada, pienso en el abuelo. En dónde encontrarlo, en dónde habrán ido a parar sus recuerdos más personales, si han sido expoliados, robados o lo que aún sería peor, simplemente olvidados. ¿Alguien se ha dado cuenta de a quién pertenecen en realidad?. Pienso si alguno de sus hijos más queridos es consciente de que una familia se hace grande o miserable no por el apellido que arrastra sino por las obras grandes o miserables que sus componentes llevan a cabo. Y pensando en mi hijo y en todos los hijos que serán, nietos, biznietos y tataranietos del abuelo, me pregunto, ¿para cuando podremos ver en la vitrina de casa del abuelo aquellos objetos y recuerdos que nos cuentan sus aventuras y desventuras? ¿Dónde estás, abuelo? ¿Quién tiene cautiva tu memoria, que es la nuestra?


Francisco García
Socio del Valencia CF
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