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Un rincón apartado en juny de 2009.
A Rafa Lahuerta, Vicent Chilet, José Luis García y Felip Bens. Y a Pepe March, por supuesto.
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Déjenme que les cuente una historia personal, creada a partir de miles de sensaciones diferentes a lo largo de los últimos veinte años. Una historia que comienza a finales de los ochenta en el viejo Mestalla, todavía
Luis Casanova, que se extiende en el tiempo hasta una fresca mañana de junio, y que tiene visos de alargarse, si la suerte y la salud me acompañan, durante otras cinco o seis décadas. El relato de una educación sentimental trenzada a base de briznas verdes de hierba y rayas de cal, de redes pintadas de colores, de rejas con escudos engarzados y azulejos decorados con nombres de familias. De enormes moles de piedra y cemento que nacieron con vocación de coliseos y acabaron resultando templos.
Contrariamente a lo que ocurre con muchos de mis amigos, que atesoran nítidos recuerdos de su
primera vez en un estadio de fútbol, yo no soy capaz de encontrar en mi memoria el punto de inicio de toda esta fábula. Reconozco que soy malo para rememorar los debuts. Fue en Mestalla, claro. De la mano de mi padre. Y paren de contar. A partir de aquí sólo hay destellos, fugaces imágenes que a veces se congelan: la vertiginosa sensación de ver el fútbol desde lo alto de la grada, tan diferente del campo de tierra del Benetússer que frecuentábamos todos los sábados; el olor del embutido preparado en el corazón del estadio; el parsimonioso ondear de las banderas de los clubes de Primera allá en lo alto de la grada; aquel videomarcador que escupía anuncios, alineaciones y goles con la imagen del entonces innovador teletexto; la ilusión del niño, foto en mano, esperando en la puerta del vestuario la salida de los jugadores; y la salida de Mestalla en dirección al coche verde de mi padre, mano cerrada sobre el papel con los autógrafos de Giner y Fernando
Hace una semana escuché una entrevista a John Carlin en la que confesaba que uno de sus mayores miedos era que un día su hijo le confesase que no le gustaba el fútbol. Durante muchos años mi padre debió temer lo mismo. A él, deportista
amateur antes de hacerse polvo una pierna sobre un cuadrado de juego, apasionado aficionado, certero comentarista, le había salido un hijo raro, sin aparente interés por el fútbol. Mientras otros niños consumían su infancia en el irregular piso del enorme descampado de Zafranar, eterno balón en los pies, su chiquillo pintarrajeaba, corría, aprendía a leer. Nada, sin embargo, que lo acercara a una pasión tan envolvente como la que él sentía por su equipo y su deporte favoritos.
Hubo suerte. Mi conversión a la religión balompédica fue fulgurante. En un cortísimo espacio de tiempo pasé de obviar todo aquello que sonase a balón y juego a rellenar libretas y papeles de todo tipo con alineaciones y dibujos sobre fútbol. Complacido, mi padre se animó a llevarme a Mestalla. Siempre de manera intermitente, una o dos veces al año, nos aprovechábamos de las ausencias de mi tío Paco o de algún partido menor para atravesar la ciudad y plantarnos en el estadio, en medio de aquel añorado bullicio de la Valencia de comienzos de los noventa.
Pasaron los años. El balonmano irrumpió de golpe en nuestras vidas y desplazó parte del espacio dedicado al fútbol. Sin embargo algunos días, a la salida del Universitari, buscábamos la luz emanada por el cercano faro de Mestalla antes de volver a casa en el metro. Eran los años de gestación del gran Valencia de Ranieri, Cúper y Benítez, los del retorno a la ilusión de saborear victorias para varias generaciones de valencianistas y de descubrirlas para los más jóvenes. Al poco tiempo comencé a trabajar y nuestras episódicas visitas al estadio acabaron menguando casi hasta desvanecerse. Como contraprestación vivíamos los partidos de noches de sábado en el bar, rodeados de un buen número de parroquianos que acabaron por convertirse en personajes fijos en nuestras vidas. Allí, a varios kilómetros de Mestalla, construimos nuestro pequeño refugio, con la compañía de la fanta y la cerveza, del cortado descafeinado y el tocado de Terry, del bocadillo de tortilla y el de jamón serrano. Descubrí la felicidad de poder festejar un gol que da una Liga, o del que te acerca a coger una asa de la copa de la Champions. Y en nuestras escasas salidas, siempre que el horario lo permitía, vibrábamos de emoción con los nuestros. Como en Sevilla, la gran fiesta del valencianismo en la última década, que vivimos en primera persona.
El segundo año del trabajo me hizo desembarcar en el Ciutat de València. Cada quince días tomaba el metro y, tras franquear las puertas del estadio de Orriols, me adentraba en una historia completamente diferente a la que había vivido y mamado en casa. Una realidad alternativa que hasta entonces me había alcanzado de refilón en la media docena de ocasiones en que había visitado el campo. Un cuento repleto de personajes entrañables como Manolo Preciado, Raimon o Enriquito, de picapedredos del fútbol. También de cafres, que como en todas partes asoman la cabeza en los momentos dulces y la esconden en los duros. Poco a poco fui desarrollando una simpatía más que justificada, a pesar de Mijatovic y de Villarroel, por aquel equipo que vestía de azulgrana y al que todo parecía salirle mal. Quizá mi amigo epistolar Rafa Lahuerta la achaque a una particular evolución del síndrome de Estocolmo. Puede que sea así.
Pasé tres temporadas asistiendo regularmente a los partidos del Llevant en Orriols. Allí viví el ascenso a Primera División de un equipo que, hasta entonces, sólo había jugado dos años entre los mejores. El Ciutat de València pasó a convertirse en otro escenario más de mi historia futbolística. Mi padre, que muchas veces me acompañaba, no perdía ocasión, en la vuelta a casa, para sacar punta a lo visto en el partido de turno. La charla solía fluctuar entre la aseveración tajante de mi padre y mi dubitativa justificación de la realidad
granota. El Llevant jugaba mal, sí, pero al menos había emoción sobre el césped. El campo estaba plagado de madridistas, pero también había algunos realmente puros de corazón como mis entonces desconocidos y hoy
germans Felip Bens y José Luis García. Qué mal hicieron en marcharse de Vallejo. ¿Tú sabes dónde estaba Vallejo? No. Y me explicaba someramente sus visitas al antiguo campo del Gimnástico, junto al río y l'Estacioneta, y la historia del gato y la palmera, y Ferrete, Wilkes y demás.
Luego llegó la promoción profesional y el abandono de la emoción del día de partido en el estadio, con puntuales excepciones. Retorné a Mestalla con motivo de las rondas clasificatorias de la Intertoto y la UEFA y pasé buenos y malos momentos, de los que algún vividor del club fue coprotagonista. Allí, bajo la cabina de prensa, protegido por la vetusta tribuna del estadio, asomaba mi padre. Crítico como siempre, seguía el fútbol amparado en la experiencia que otorgan cincuenta años como testigo accidental del fútbol valenciano. También volví a Orriols para ver al Llevant retornar a Primera. Solían ser visitas de sábado por la tarde sin la compañía habitual. Sometido ya a una agotadora diálisis, mi padre se quedaba en casa descansando. Veía el partido por la tele y a mi vuelta a casa retomábamos el ritual del comentario a dos voces. Hasta que toda esta historia compartida se desvaneció para siempre, pocos días después de un Valencia-Paris Saint Germain de pretemporada.
Desde hace unos días frecuento por cuestiones laborales el entorno de Mestalla y el solar del antiguo Vallejo. Al pasar por ambos lugares me detengo al notar una punzada en el corazón. Oteo las esquinas de Mestalla en busca de la vespa blanca con el escudo del murciélago o el chico bajito de los rizos, el cuaderno y la prosa limpia y magistral. Pienso, al pasar por la finca que ocupa el que fuera escenario de las glorias del
equipo de limpio y honroso historial, en esos sufridores levantinistas de base que luchan por desligar al club de sus amores de una imagen tan baqueteada y maltratada, tan folklórica. Y recuerdo a mi padre, honorable culpable de mi introducción en el mundo del fútbol. Bendito y añorado creyente...