El Príncipe de Asturias literario de este año es para Muñoz Molina. La pregunta que nadie le hará en rueda de prensa es porqué bautizó a uno de sus personajes con el enigmático nombre de teniente Mestalla, un militar golpista que muere en los primeros días del alzamiento del 36' a manos de un superior leal a la República.
No consta que Muñoz Molina sea futbolero y mucho menos que tenga simpatías por el VCF. Seamos sinceros, para tener simpatías por el Valencia hace falta una devoción que ni siquiera los más leales llegamos a comprender. Tampoco M.M. parece un Manuel Vicent evitando pajearse para que el Valencia no pierda en sus años de infancia tal y como cuenta el de la Vilavella en "Tranvía a la Malvarrosa". Pero Mestalla es un topónimo demasiado poco común si lo alejamos de la bahía de Artes Grafícas y sus meandros como para pasar inadvertido a ojos de un forofo lagrimitas. Por otro lado, cuando Muñoz Molina publicó "El jinete polaco" en 1991 el nombre del campo era oficialmente el de Luis Casanova. A principios de los 90, la potencia sonora de Mestalla era más bien una reliquia de tardes de domingo escuchando el carrusel, y sólo la tribu local mantenía el nombre por acción y efecto de la costumbre.
Intuyo que soy el único lector de Muñoz Molina que sintió una punzada en el estómago cuando el teniente Mestalla hizo su aparición en escena. El enfermito que soy le puso rostro inmediato al susodicho teniente. Y el elegido no fue un mito, ni tan siquiera un jugador más o menos relevante. El elegido, que entró a la fuerza y sin que yo mismo le abriera la puerta fue Tirapu, un jugador de escaso pedigrée que corría de manera atolondrada por la pradera de Mestalla a mediados de los 70'. Fernando Tirapu Arteta, un extra en el contexto de la historia oficial pero una figura determinante en mi formación como hincha del VCF.
Si Keita es mi primer recuerdo mestallí, Tirapu fue mi primer ídolo. Imagino que su aspecto de Mendieta sin oxigenar, así como su propensión al juego deslavazado y a trompicones tuvo un efecto demoledor en mi pequeño corazón de hincha parvulitos. Hasta que Kempes se confirmó como crack mundial yo era de Tirapu. Durante años mantuve colgado en mi cuarto su poster y su rostro aleonado fue la imagen que mi conciencia eligió como banderín de enganche cada vez que el Valencia aparecía en una conversación.
Después, Tirapu pasó al ostracismo de mi memoria y su aspecto de jabato enloquecido se convirtió en una especie de recuerdo clandestino, como si el fútbol de mis primeras temporadas en Mestalla no fuera de verdad y sólo hubiera quedado el rastro de unas pocas anécdotas. Cuando años después Tirapu volvió reconvertido en el teniente Mestalla tampoco yo mismo quise darle mucha bola. Sus tres temporadas en Valencia fueron irrelevantes, no marcó ni un solo gol, y al final, sus acérrimos más entusiastas, mi padre entre ellos, apenas lo valoraban como un trotón sin oficio ni beneficio que se perdía en su propio laberinto.
Posiblemente, el lugar de Tirapu en la historia de Mestalla no fuera dejar su huella como mito futbolístico, sino alumbrar futuros recuerdos en nombre de esa extraña enfermedad llamada memoria. Un día, Muñoz Molina lo puso a trajinar en una novela y yo le devolví al escenario donde su figura apenas nadie recordaba. Aún anduvo colgado hasta bien entrada la década de los 90' en las paredes del bar los Checas en aquella foto mágica de la 76-77, esa foto que aunaba todos los matices del Valencia, con un Claramunt crepuscular y una dupla Diarte-Kempes a punto de sembrar el terror. Tirapu estaba ahí. Agazapado, como un león herido a punto de irse para San Mamés. Todavía tuvo tiempo de ganar una liga. La 82-83. Jugó un solo partido, en La Romareda. Para entonces ya no llevaba melena, y en Mestalla, otro león, Koldo Aguirre, nos salvaba del abismo.
Rafa Lahuerta
Socio del Valencia CF
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