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Dijo el gran Nick Hornby que es imposible separar los lazos forjados en la
infancia con los colores de una camiseta, y quizás no haya mejor manera para
describir y definir cómo te haces de un equipo de pequeño. Es la niñez la
indiscutible época del mamar, y en ella te adhieres a costumbres y sentimientos
que como raíces se te quedarán para siempre como extensión emocional. Formarán
parte de ti. No hay nada tan significativo como el decir por qué eres de un
equipo, o por qué te gusta un determinado estilo de música, o por qué te vino
un hobby concreto. Seguramente, en la mayoría de los casos consultados, la
respuesta será que “de pequeñito lo mamé en casa”. De casta le vino al galgo.
De tal palo tal astilla.
Es quizás este artículo el que más rebusque entre mis orígenes, y halle en
el pozo más profundo de mis memorias y emociones todo aquello que acabe con una
desnudez jamás expresada de esta manera, pero que a la postre dé ilustración
mental a mi sentimiento valencianista. Y doy gracias por la oportunidad, nunca
imaginada por mí como posible, al blog Últimes
Vesprades a Mestalla, del cual tengo el libro con el mismo nombre y que
tanto valor tiene para mí como para todos los que puedan entender y sentirse
identificados en una misma afinidad futbolística.
Para mí, cantar un gol del Valencia, desde pequeño, tenía que ser la mayor
de las liberaciones en forma de grito, salto, sonrisa, rabia y orgullo.
Fortaleza. Grandeza. Elevación. Emociones sin descripción completa, porque
¿quién podría explicarme a mí con palabras qué se siente cuando marca el
Valencia? Difícil. Complicado. Simplemente lo sientes. Por segundos eres
indestructible. Así sin más. Hincha, seguidor, ultra o forofo. El que es de un
equipo desde pequeño, por lo que arraigó de alguien, o de algo, lo será para
siempre, y dará igual si su equipo es de los que suelen ganar o suelen perder.
Amor de por vida por el club de sus amores, y nada ni nadie le hará cambiar su
escudo por cualquier otro caballo ganador que se le ofrezca cual amante
ocasional oportunista que se arrima por interés.
Al final eres de un equipo por lo que transmite, y te sientes identificado,
tampoco hay más. Simplemente eso. Todo eso. Todo.
Soy valenciano, nacido y criado en Valencia, pero de orígenes andaluces.
Mis padres, tras casarse, acabaron y me tuvieron en Valencia. Vivíamos en la
calle Monestir de Poblet, entre Conchita Piquer y la Pista de Ademuz. Mi padre,
futbolero, no tuvo mejor idea que enseñarme este deporte asistiendo al Luis
Casanova con asiduidad. Mis padres me llevaban desde muy pequeño, tanto que ni
recuerdo mis comienzos. Es mi madre quien me da luz a esos pasajes
inalcanzables para mí. Ambos tenían pase, yo simplemente me intentaba acomodar
a regañadientes en las faldas de mi madre, deseando que llegara el momento de
poder ir al lavabo o que premiaran mi buen comportamiento con una Coca Cola.
Tengo borrosos recuerdos de finales de los 70, cuando mi madre me “cedió”
su pase para ser el exclusivo compañero de fatigas de mi padre. Los
innegociables Trident de frutas y las pipas Churruca como amenizadores del
bendito sufrimiento que (sobre todo a mí) nos esperaría en 90 minutos. A él,
por el apego y cariño cogido, le gustaba que el Valencia ganara, pero era yo
quien estaba adquiriendo, comprendiendo y aprendiendo el sentimiento de verdad
domingo a domingo. Reíamos con el “Moñiga”, compañero de asiento y consumidor
compulsivo de puros, venido de Barcelona y periquito de corazón, que en cada
malograda jugada o pase calificaba al culpable con ese no cariñoso mote. Al
Moñiga no le caía bien Solsona, lógicamente, mientras nosotros lo defendíamos.
Ahora, una vez fuera del césped, yo tampoco lo defendería, como pasa para
muchos con Cañizares o Albelda. Jugadores que en el campo lo fueron todo, y al
salir de él perdieron el cariño de la afición por incomprendidos actos y
palabras.
Un día salimos tan contentos tras ganar un partido que la gente se
concentró en la Avenida de Suecia para ver salir a los jugadores, y yo, desde
los balcones del estadio, aprendí atónito y contagiado por la felicidad de
todos, el valor de la victoria. Yo, desconozco porqué, deseaba como loco
ponerme unas medias negras hasta la rodilla y emular en mi cuarto de los
juguetes al gran Pereira. Aquello no fue lo habitual, ya que a quien me gustaba
imitar era a Kempes y/o Arnessen.
“Vuestra victoria, nuestro orgullo” aprendí como lema años después en forma
de pancarta alentadora. En qué frase tan corta se resume tan fácilmente un
sentimiento. En los ochenta fue la aparición de los grupos de animación, y
Yomus fue desde el 83 un foco a tener en cuenta para toda la juventud
valencianista que se sentía necesitada de hacerse notar, lejos de la mentalidad
tribunera. Yo quedé desligado de mi padre en muchos sentidos con el paso de los
años, y eso afectó también al fútbol. Él de su equipo, yo del Valencia, tras la
angustiosa 82-83 no pisé más el Luis Casanova hasta que con 13 años iba cuando
podía con una entrada “infantil” de 500 pesetas a la vieja General de Pie, fondo
norte, a sentirme libremente un valencianista con mayor poderío. Con mayor
fuerza a empujar al equipo. Allí aprendí a vivir los partidos activamente, a
sentirme coprotagonista del juego. Y a cantar. Con los “Abogado”, “Zulú”… Hasta
los 16, edad en la que por motivos familiares abandoné Valencia junto con mi
madre. Fueron siete años en Andalucía, sin visitar el Templo, solo viéndolo y
oyéndolo por tele y radio, hasta que terminé en Madrid.
Allí recuperé el tiempo perdido alistándome en la Peña Valencianista “18 de
Març”, y volví al estadio con el recuperado nombre de “Mestalla” viendo perder
al equipo contra el Madrid, en el debut de Ranieri. A la vuelta, andando hasta
Torrefiel (donde me hospedaba en casa de amigos durante unos días) coincidí con
un hombre mayor, con la bufanda del VCF que, al ver mis atuendos se apresuró a
decirme mientras se autoproclamaba en compañero de viaje andante: “en este equip no farem res, tots ficats
raere en el italià este…”. Perdimos, pero me había reencontrado con las
viejas emociones del directo en casa. En Mestalla.
Con la peña de Madrid pude vivir los partidos junto con gente que
residiendo fuera como yo tenían por circunstancias personales ese mismo
sentimiento, unos por unas causas, otros por otras… Allí conocí a mi amigo Juan
Carlos, que siempre me acompaña en los partidos desde ahí arriba, donde
descansa. Gracias a él estuve en París, y gracias a mí él estuvo en Milán.
Amistades forjadas por el fútbol. Por el Valencia. Valga este artículo como
homenaje a su persona y amistad, a su familia y a los buenos recuerdos que dejó
la mejor amistad que me dio el fútbol en general y el Valencia en concreto.
Con la peña “física” compaginaba y compartía pasión a distancia con
miembros de Ciberche, y con algunos de ellos en alguna ocasión disfruté de
algún partido.
Pero la experiencia (despectivamente llamada) “peñista” no terminó de
retenerme porque buscaba una explosión mayor, y fue con el Gol Gran donde
realmente me sentí un valencianista activo.
Siempre dije que con la Intertoto del 98, contra el Shinnik Yaroslavl, supe
que tenía que volver a una grada de animación, y de aquella de Yomus que yo
conocí ya quedaba poco, por no decir nada. Gol Gran transmitía unos valores
poco corrientes para la época, sobre todo cuando nació en 1994, con una idea de
cultura de grada apolítica y sin violencia, tan alabada como criticada por el
“mundillo ultra”.
Tuve que esperar hasta 2000 para poder acceder y participar en esa grada, y
de ahí formar la sección “Madrit”, por la que hasta 2004 luché y trabajé en
primera fila para que estuviera presente, activamente, en el colectivo. Fueron
años de “sarna con gusto no pica”, por los excesos de kilómetros “solo por ti,
Valencia alé”. Madrid, Valladolid, Santander, Oviedo, Murcia, Villarreal… hasta
Milán, fueron entre otros testigos de nuestra presencia. De 2001 a 2004
prácticamente visitaba Mestalla para cada partido de Liga. “Los mejores años de
nuestras vidas”. La pancarta de GG-Madrit no podía fallar.
Pero después del doblete me trasladé a Barcelona por motivos profesionales,
y ahí fue donde tuve un nuevo letargo de visitas a Mestalla por distintas
circunstancias. No puedo evitar recordar a Juan Carlos: mi último partido con
él en Mestalla fue contra su amado Málaga. Empatamos a uno, golazo de Villa, pero
un gol en propia puerta de Albiol dio el empate definitivo. Su última visita al
“Coliseum de la Avenida Suecia” (como a él le gustaba llamarle) fue en la
despedida a Baraja, contra el Tenerife.
En los últimos años he ido recuperando la periodicidad para asistir a los
partidos. Aunque le cogíamos el gustillo a los desplazamientos foráneos, por
aquello de aprovechar lo deportivo con lo cultural, @Cristina_Roes y yo nos
planteamos ver más al equipo en Valencia que fuera, consumirnos gustosamente en
fines de semana, vivir en un par de días lo que no podemos en dos meses. Paella
en Casa Navarro, copeo en el barri del Carme, largos e interminables paseos en
el centro histórico, indiscutibles visitas a la MegaStore, y por supuesto...
Mestalla.
Hacía 14 años que no veía en directo la presentación del equipo por lo que
tenía asegurado reencontrarme viejas sensaciones. Lo que no me podía imaginar
era que con quien me encontraría sería con el ídolo de mi infancia, con el
jugador que le dio sentido a creer en la idolatría. Su nombre marca la vida de
los valencianistas cuarentones como yo. El Matador, Kempes, es para el
valencianismo la excelencia en forma de futbolista. Nunca jamás habrá otro
igual. Tan querido como criticado, injustamente tratado sobre todo en su adiós
y despedida de este deporte. La cruel manera de decirle “hasta siempre” que
tuvimos en Valencia debería ser nuestro mayor ejercicio de autocrítica. Grandes
jugadores, y de talla mundial, hemos tenido y seguiremos teniendo, pero como
Mario Alberto Kempes ninguno. Sin duda, ésta, fue la gran sorpresa que me
deparaba mi visita a Mestalla el pasado 8 de agosto de 2015.
Las convulsas semanas estivales, que provocaron en el progresivo caos
deportivo que nos lleva hasta nuestros días, sin fin aparente, no fueron excusa
para no creer durante esta temporada en seguir haciendo kilómetros para no
faltar a la cita ocasional con el equipo. Visitas foráneas en Mónaco, Cornellà,
Villarreal y Camp Nou, casi todas ellas humillantes. En casa con la Roma,
Mónaco, Granada, Madrid y Atleti.
Pero la experiencia más emocional fue la del partido contra el equipo
andaluz, puesto que al día siguiente tenía sorpresa en el Tour Mestalla, sin
duda una vivencia indescriptible con final feliz en forma de regalazo de
cumpleaños de mí pareja Cristina, con la complicidad del club. Un día
inolvidable, repasando la historia del Valencia CF de una manera tan
personalizada...
Son las peculiaridades de un tío con 40 temporadas a la espalda y que, su
destino, se obstinó en no permitirle regularmente ver a su equipo con la
asiduidad que le hubiera encantado desde nano. Envidio, y mucho, a todos
aquellos que renuevan cada año su pase, y que disfrutan (y padecen) cada
domingo en Mestalla. Yo, tengo que conformarme con los reencuentros semanales
desde el salón de mi casa, viendo cómo se consume parte de mí por culpa de los
nervios de cada partido. Pero éste es el sino del hincha, del seguidor de
fútbol. Incondicional. Orgulloso en la victoria, resignado y revanchista en la
derrota. Condenado a unas “Últimes
Vesprades a Mestalla” esporádicas, pero con la misma ilusión de como cuando
era un niño.
Óscar L. Sánchez @HinchaVCF
Seguidor del Valencia CF
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