LA ÚLTIMA CALLE DE LA CIUDAD
(A Felip Bens y José Luis García Nieves, amigos)
El primo Juan era el patriarca de Comidas Esma, en la calle Zurradores. Como estaba jubilado, solía visitar a mi padre en el obrador para discutir de fútbol. Entre bronca y bronca pasaban semanas sin hablarse. Los dos eran iguales: cerriles, vehementes, muy apasionados. A finales de los años 70’, ambos sostenían sobre sus espaldas la dialéctica de un derbi que la ciudad daba por amortizado. Para mi padre, el Levante era una anécdota, un partido remoto de la promoción de 1959 en el estadio Insular de Las Palmas con la esperanza de ver a Wilkes por última vez. El primo Juan no lo veía igual. Era el maquis de la rivalidad, un tipo que se había echado al monte del barrio del Mercado para sostener la bandera del viejo Levante junto a sus acólitos del bar Peña. Había que verlos. En el bar Peña de la calle Tundidores ya no entraban ni las moscas, pero el espíritu de Vallejo congregaba a los últimos granotas de los aledaños con fervor y ansia. Odiaban al Valencia con la misma intensidad con la que amaban al Levante. Era superior a sus fuerzas.
Al primo Juan le llamábamos así porque era familia lejana de mi abuela paterna. Había nacido en Las Alcublas y durante toda su vida fue cocinero. Primero en Comidas El Jerezano, frente al cine Palacio, en el corazón del viejo Barrio Chino; y después, y hasta que se jubiló, en Comidas Esma. Cuando se le pasaba el cabreo de la última trifulca con mi padre, aparecía por el horno de la calle Gorgos con dos conejos vivos que él mismo liquidaba en la pila de la cocina. Era su manera de sellar la paz, una paz que duraba poco. Para hacerme rabiar bautizaba a los animales con nombres de futbolistas del Valencia. “Bah Rafeta, ayúdame con Botubot”. Entonces, de un certero movimiento de muñeca, degollaba al conejo ante mis ojos. Con patatas y romero, aquello estaba de muerte.
Hacia 1988 el primo Juan sufrió una embolia y dejó de venir por casa. Entonces era yo el que cruzaba la ciudad para verle en su trono del barrio del Mercado, frente a la abandonada posada Coronas, la fonda medieval que durante varios siglos sostuvo el carácter de la última calle de la ciudad, la calle Zurradores. A pesar de estar medio ausente, cada dos semanas visitaba el Nou Estadi. Su ahijado Julio y su yerno Rafa, también granotas, le acompañaban. Un sábado por la tarde me sumé a la comitiva. Era 30 de diciembre de 1989. Al primo Juan le brillaban los ojos. “Rafeta Levante, Rafeta Levante” decía a duras penas. Era un partido de segunda división contra el Deportivo de La Coruña. Mediada la primera parte empezó a diluviar. Al rato se fue la luz. Como éramos tan pocos en la grada nos dejaron pasar a tribuna. Ni aún así se llenó. Todavía hubo un segundo apagón que anticipó la noche y el fin de año. Bajo la tormenta, el Nou Estadi parecía el Ciutat de Venezia. Cuando el Levante marcó el gol de la victoria, el primo Juan apenas se inmutó. Ni la lluvia, ni el frío, ni la incomodidad creciente parecían afectarle. De repente, sin embargo, rompió a llorar. Resultó conmovedor. No había consuelo para aquel gigante con nariz de boxeador que tantas veces me había sostenido entre sus brazos. Desconozco lo que pasó por su cabeza durante ese trance, pero fue un momento de una insólita ternura. La lluvia arreciaba y el primo Juan lloraba como un niño. Quizás en su desvarío intuyó que el gato volvería a subir a la palmera, y que en su ausencia, el Levante le devolvería a la ciudad la potestad del derbi y su literatura, ese mito que entonces parecía una quimera. No lo sé. Una cosa es cierta: nunca más volvió a Orriols. Trece días antes, el 17 de diciembre de 1989, se había jugado un Valencia-Real Sociedad; también bajo la lluvia, también con victoria local. Parece una novela y si fuera una novela nadie lo creería, pero también aquel fue el último partido que mi padre presenció en directo. En apenas dos semanas, ambos sellaron las cenizas de la paz y de la guerra en sus respectivos templos. Al menos en Mestalla no se fue la luz.
Rafa Lahuerta