El viejo Zorrilla
Y estoy condenado a recordarlo cada mañana de verano.
Pero fue eso. La tele en blanco y negro. Recuerdo que fui al Viejo Zorrilla por primera vez con mi padre. Cuando el Valladolid estaba en Segunda División, quizás fuese el año tras el que ascendieron de su infernal paso por la Tercera. Llegabas hasta allí, pasabas la plaza de toros de color ladrillo, dejabas a un lado el campo de tierra marrón clara donde jugaban las categorías inferiores y otros equipos de Valladolid y entrabas en el pequeño estadio. Y un fogonazo verde te colocaba en un mundo distinto, más real, que instalaba dentro de tu pequeño cerebro un sano sentimiento de desconfianza en el aparato ese de casa donde veíamos esas imágenes desvaídas de la Primera División. Ese verde era real. Y casaba bien con el morado y blanco. Los otros equipos siempre iban de rojo o de azul, de un triste rojo o azul.
Pero no sólo eso. También llamaba la atención, de inmediato, sin empezar el partido, el ruido del golpeo del balón, algo irreproducible desde la televisión y que en el José Zorrilla, por ser pequeño, sonaba nítido y cercano desde la tribuna a la que iba con mi padre. Era un campo muy parecido al viejo Atocha, a esos campos vascos atrapados entre tribunas cubiertas, pero con la general sin techo (allí iba con mi hermano) donde te caían las palabrotas (entonces se llamaban así) desde cualquier lado.
Un estadio que tenía un tiempo mítico que contaban los mayores. Un tiempo en el que jugaron futuros internacionales y amantes de faraonas; de Lesmes I y II, Coque y Matito, en el que mi padre, vestido de militar, saltó en una ocasión jugando contra el Madrid a, según él, felicitar al árbitro, antes de que la policía le detuviese con los buenos modelos que su uniforme de oficial exigía.
Aquel fue un tiempo lejanísimo de Primera División que durante mi infancia parecía irrecuperable a pesar de Cardeñosa. El muchacho frágil y genial que se veía que llegaría lejos y al que se le recuerda por lo que no se le debe recordar. A Cardeñosa, a pesar de aparentar ser casi un niño, le daban leña por todos los lados. Cuando la entrada era dura de verdad en el estadio (en los fondos de general, sobre todo) empezaba a resonar un grito; ¡Docal! ¡Docal! Docal era un central rocoso al que el público reclamaba venganza, que él solía satisfacer con una de esas entradas por detrás, tras la cual se levantaba inmediatamente corriendo hacia su área, sin mirar hacia atrás, como si nada hubiese sucedido, mientras el damnificado se retorcía de dolor en el suelo. Eran tiempos de Llacer, Salvi, Lizarralde, Álvarez, Lorenzo, Puig-Viñeta (me encantaba ese nombre), jugadores que llevaban el estigma de la Segunda en sus botas, uno y otro año, una década entera. Porque los otros enseguida se iban, los De la Cruz, Cardeñosa, Landáburu (que un día nos enseñó que goles se pueden meter desde cualquier parte del campo, por muy lejos que se esté de la portería). Y frente a la sobriedad castellana, la locura de un joven Rincón que al vallisoletano de pro nunca terminó de convencer.
Y recuerdo la maestría absoluta de un Gilberto al que un Solsona, valencianista para más señas, casi desbarata para siempre. Pero en ese tiempo, la cosa empezaba a oler a otra cosa. Y con Moré y con Gail la cosa fue más para arriba, tan para arriba que terminamos subiendo: Pucela de primera. Y creo que subimos para disfrutar, sobre todo, de ese momento en que Juanito desbordaba su alegría allí en el Viejo Zorrilla creyéndose campeón de liga; mientras en su gemelo Atocha, Zamora marcaba un gol que significaba una Liga.
Ahí se terminó el Viejo Zorrilla. El campo se quedo pequeño, vino un Mundial. Gail marcaba el último gol a Basauri y todos nos fuimos a pasar frío, otra clase de frío más frío al Nuevo Zorrilla. Y allí donde había un viejo estadio, allí donde el fogonazo verde me cautivo un día, se construyó aquello que determina sin ninguna duda la modernidad plana e igualitaria de cualquier ciudad española. Valladolid tenía el Nuevo Zorrilla y El Corte Inglés. Y quizás solo unos pocos niños de aquella época de la Segunda perpetua añoramos ahora aquel Viejo Estadio.
Quizás solo yo estoy condenado a recordarlo, cada verano, cada mañana, cada vez que voy a la piscina de mi urbanización y allí con un nadar torpe y bonachón esta él, y la cabeza que metió el último gol en el Viejo Zorrilla asoma por encima del agua. Y en una ocasión, convertido de nuevo en el niño que le veía gobernar el medio campo, me atreví a preguntarle sobre todo aquello, sobre su gol, sobre aquel pequeño y viejo estadio que a mí me gustaba tanto en mis lejanos recuerdos. Solo me dijo una frase: Eran otros tiempos.
Prepárense, amigos valencianistas, precisamente para eso. Ni más ni menos. Sin remedio. Otros tiempos.
Fernando Terreiro
Socio del Real Valladolid CF
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Y estoy condenado a recordarlo cada mañana de verano.
Ahora lo sé. Sin duda fue culpa de la televisión. De la televisión en blanco y negro de mi infancia. Aquella de los cambios de equipación por la coincidencia de colores. Aquella de las repeticiones con la misma cámara y una R parpadeante en una esquina de la pantalla. Sin duda fue entonces, antes del año 76, pues ese año vimos ya en color los Juegos Olímpicos de Montreal (en mi casa jaleábamos a Juantorena a falta de material patrio).
Pero fue eso. La tele en blanco y negro. Recuerdo que fui al Viejo Zorrilla por primera vez con mi padre. Cuando el Valladolid estaba en Segunda División, quizás fuese el año tras el que ascendieron de su infernal paso por la Tercera. Llegabas hasta allí, pasabas la plaza de toros de color ladrillo, dejabas a un lado el campo de tierra marrón clara donde jugaban las categorías inferiores y otros equipos de Valladolid y entrabas en el pequeño estadio. Y un fogonazo verde te colocaba en un mundo distinto, más real, que instalaba dentro de tu pequeño cerebro un sano sentimiento de desconfianza en el aparato ese de casa donde veíamos esas imágenes desvaídas de la Primera División. Ese verde era real. Y casaba bien con el morado y blanco. Los otros equipos siempre iban de rojo o de azul, de un triste rojo o azul.
Pero no sólo eso. También llamaba la atención, de inmediato, sin empezar el partido, el ruido del golpeo del balón, algo irreproducible desde la televisión y que en el José Zorrilla, por ser pequeño, sonaba nítido y cercano desde la tribuna a la que iba con mi padre. Era un campo muy parecido al viejo Atocha, a esos campos vascos atrapados entre tribunas cubiertas, pero con la general sin techo (allí iba con mi hermano) donde te caían las palabrotas (entonces se llamaban así) desde cualquier lado.
Un estadio que tenía un tiempo mítico que contaban los mayores. Un tiempo en el que jugaron futuros internacionales y amantes de faraonas; de Lesmes I y II, Coque y Matito, en el que mi padre, vestido de militar, saltó en una ocasión jugando contra el Madrid a, según él, felicitar al árbitro, antes de que la policía le detuviese con los buenos modelos que su uniforme de oficial exigía.
Aquel fue un tiempo lejanísimo de Primera División que durante mi infancia parecía irrecuperable a pesar de Cardeñosa. El muchacho frágil y genial que se veía que llegaría lejos y al que se le recuerda por lo que no se le debe recordar. A Cardeñosa, a pesar de aparentar ser casi un niño, le daban leña por todos los lados. Cuando la entrada era dura de verdad en el estadio (en los fondos de general, sobre todo) empezaba a resonar un grito; ¡Docal! ¡Docal! Docal era un central rocoso al que el público reclamaba venganza, que él solía satisfacer con una de esas entradas por detrás, tras la cual se levantaba inmediatamente corriendo hacia su área, sin mirar hacia atrás, como si nada hubiese sucedido, mientras el damnificado se retorcía de dolor en el suelo. Eran tiempos de Llacer, Salvi, Lizarralde, Álvarez, Lorenzo, Puig-Viñeta (me encantaba ese nombre), jugadores que llevaban el estigma de la Segunda en sus botas, uno y otro año, una década entera. Porque los otros enseguida se iban, los De la Cruz, Cardeñosa, Landáburu (que un día nos enseñó que goles se pueden meter desde cualquier parte del campo, por muy lejos que se esté de la portería). Y frente a la sobriedad castellana, la locura de un joven Rincón que al vallisoletano de pro nunca terminó de convencer.
Y recuerdo la maestría absoluta de un Gilberto al que un Solsona, valencianista para más señas, casi desbarata para siempre. Pero en ese tiempo, la cosa empezaba a oler a otra cosa. Y con Moré y con Gail la cosa fue más para arriba, tan para arriba que terminamos subiendo: Pucela de primera. Y creo que subimos para disfrutar, sobre todo, de ese momento en que Juanito desbordaba su alegría allí en el Viejo Zorrilla creyéndose campeón de liga; mientras en su gemelo Atocha, Zamora marcaba un gol que significaba una Liga.
Ahí se terminó el Viejo Zorrilla. El campo se quedo pequeño, vino un Mundial. Gail marcaba el último gol a Basauri y todos nos fuimos a pasar frío, otra clase de frío más frío al Nuevo Zorrilla. Y allí donde había un viejo estadio, allí donde el fogonazo verde me cautivo un día, se construyó aquello que determina sin ninguna duda la modernidad plana e igualitaria de cualquier ciudad española. Valladolid tenía el Nuevo Zorrilla y El Corte Inglés. Y quizás solo unos pocos niños de aquella época de la Segunda perpetua añoramos ahora aquel Viejo Estadio.
Quizás solo yo estoy condenado a recordarlo, cada verano, cada mañana, cada vez que voy a la piscina de mi urbanización y allí con un nadar torpe y bonachón esta él, y la cabeza que metió el último gol en el Viejo Zorrilla asoma por encima del agua. Y en una ocasión, convertido de nuevo en el niño que le veía gobernar el medio campo, me atreví a preguntarle sobre todo aquello, sobre su gol, sobre aquel pequeño y viejo estadio que a mí me gustaba tanto en mis lejanos recuerdos. Solo me dijo una frase: Eran otros tiempos.
Prepárense, amigos valencianistas, precisamente para eso. Ni más ni menos. Sin remedio. Otros tiempos.
Fernando Terreiro
Socio del Real Valladolid CF
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