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Nuestro club atraviesa su trance mercantil –antítesis del sentimiento- más traumático, aunque en el último cuarto de siglo tampoco ha sido ajeno a otras compraventas. La apelación al sentimiento, institucional o de base, cobra, por lo tanto, más sentido que nunca. No busquemos certificados de autenticidad ni expediciones de carnets, quedémonos con que nadie quiere más a su equipo que nosotros, los valencianistas. Y cada cual, a su manera, que haga suyo el enunciado.
De críos, vivimos nuestro valencianismo con una pasión inusitada. En ocasiones, echo de menos esa frescura y aquella manera de exteriorizarla. ¿O era interiorizarla? Porque los que pasamos nuestra pubertad en los noventa conocimos el auge de la mercadotecnia valencianista. Una vía que exploramos, no sólo para seguir gritando a los cuatro vientos que éramos del VCF, sino también para decorar nuestras vidas cotidianas de imaginería valencianista. No se trataba de la explotación expansiva –comprensible, como ineludible fuente de ingresos- de hoy en día, sino de una serie de iniciativas, más o menos improvisadas, que contaron con el beneplácito del aficionado. De una marabunta que, más allá de la inmutable fidelidad de Mestalla, empezaba a realizar demostraciones de fuerza más efectistas (Bernabéu ´95, Balaídos ´96). Eran tiempos de reconstrucción, sobre la sólida base que cimentó Arturo Tuzón y que dispuso el colchón imprescindible para el toma y daca de aciertos y errores que desembocó en el mejor Valencia de la historia. Los de la generación cuya infancia no vio ningún título nos curtimos durante esos años noventa. Y la iconografía del rat-penat y la senyera nos sirvió para osmotizar diariamente esa fe que se requiere en todos esos momentos en los que aparentemente no pasa nada, que en el fútbol son los más y los que realmente explican todo.
Empezamos a coleccionar todo aquello que llevara grabado el escudo de nuestro club, en cualquier formato que se preciara. Surgieron los tres primeros diseños de banderas licenciadas, que contenían combinaciones de la senyera complementando al escudo, y todo tipo de material en la misma línea, pocos años antes de la transición hacia el negro y el naranja como colores secundario y terciario, respectivamente: bufandas –se tiraba mucho de un azul un tanto impersonal-, ceniceros, llaveros, cortinas… ¿Quién no tenía, por ejemplo, aquel cuadro del escudo compuesto por papel de aluminio coloreado que se solía ganar en la feria? Algunas iniciativas surgían al alimón con los diarios valencianos. De hecho, comprábamos Superdeporte como una especie de profesión de fe. Incluso se comercializaban productos inimaginables a día de hoy, como la cinta “Cuando el Valencia eliminó al Real Madrid”, cuyo título ofrece pistas sobre la travesía del desierto que afrontábamos y que dio pie a otras promociones como la de la historia por capítulos del club, el subcampeonato de 1996 o los recopilatorios de goles de Fernando y Mijatovic. También incluíamos a la plantilla en aquellas credenciales de posesión, ya que quizás fue la última con la que la grada se identificó totalmente. Ni con la del Doblete existió tal complicidad, quizás porque Mijatovic ya nos había vacunado por entonces contra la ingenuidad idólatra. Esto no quiere decir que secunde esa máxima de que “sólo animamos por el escudo”. Es una entelequia, un gran club lo forman grandes personas y hemos de aprender a valorarlas, preferentemente, en vida: Tuzón, Colina, Puchades, Peris, por citar sólo algunos ejemplos. El caso es que a los futbolistas de esa época los teníamos en todos los formatos: monedas, llaveros, insignias… incluso en un puzle que distribuyó por entregas Superdeporte!
Fueron los inicios de la mercadotecnia y deduzco que se dejaron de ganar millones en concepto de ingresos atípicos. No obstante, en un alegato contra el fútbol-negocio, doy por bien invertido ese dinero que algunos ganaron a costa de la imagen de nuestro club, como forma de evangelización. Al fin y al cabo, teniendo en cuenta el dinero gastado en los Tavanos y Carletos de turno –comisiones mediante-, no doy por mal empleado el perdido por la explotación ajena de nuestro escudo. Toparte con él como marcador de territorio siempre le arranca a uno una sonrisa. Y un escalofrío de orgullo que se acrecienta proporcionalmente con la distancia.
Yo, el de antes, ya no soy el mismo. No colecciono –las bufandas cogen mucho polvo-, pero guardo. Aunque uno vaya convirtiéndose progresivamente en un consumidor más responsable, existe un poso de esta veneración por el escudo que nunca se pierde. Es puro, es inmaterial, es intangible. Y es lo que necesitamos en estos tiempos de zozobra. No se trata de nostalgia, sino de hacernos fuertes en la memoria y la identidad.
Porque ninguna transacción enajenará nuestros recuerdos ni lo que sentimos por el VCF. Por eso, cuando leo que Gayà, un chaval de Pedreguer, duerme aún con las sábanas del VCF o veo un niño por la calle con nuestra camiseta recibo un chute de esperanza.
Vaya desde aquí, por lo tanto, mi apoyo a todos los proyectos que, al margen de personalismos o resultados coyunturales, trabajan por salvaguardar la memoria de lo que fuimos y la identidad que queremos seguir manteniendo: Últimes Vesprades a Mestalla, Amics del Bar Torino, Diario de Mestalla –con su magnífico seguimiento de la cantera- y miles de valencianistas anónimos que lo hacen posible.
Simón Alegre
Socio del Valencia CF
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