dijous, 14 d’abril del 2016

Dos días como valencianista que nunca olvidaré

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Hace muchos meses mi exigente y buen amigo Pep me pidió un artículo para el blog y yo le prometí que lo haría. He tardado mucho más de lo que debiera pero al final me he arrancado y me ha salido esta historia propia, personal e intransferible y con la que no pretendo convencer a nadie de ser más valencianista que nadie, simplemente uno más.

En este momento tan delicado para el valencianismo por lo duro que se está haciendo una temporada en la que vamos de ridículo en ridículo me ha venido especialmente bien bucear en mis orígenes, en mis inicios, recordar porqué soy del Valencia CF, recordar quienes somos y también recordar que esta no es la primera vez que hemos sufrido, nosotros estamos acostumbrados a decepcionarnos mil y una noches antes de llorar de felicidad una sola. Ese ejercicio, que humildemente le aconsejo a cualquiera, me ha hecho sentirme más orgulloso todavía de lo que ya estaba de ser valencianista.

Hace mucho que me apetecía contar dos de mis recuerdos más especiales sobre el Valencia CF y eso es lo que les voy a relatar. Uno es el primer partido que recuerdo y dos la primera vez que acudí al santuario de Mestalla. Ese campo que nos dicen dentro de tres temporadas abandonaremos pero que seguimos disfrutando cada quince días. En mis 31 años de vida tengo miles de imágenes en mi memoria sobre nuestro equipo, muchas amargas y otras muchas dulces. Estas dos que les voy a contar las puedo imaginar como si fuera ese mismo instante sólo con cerrar los ojos.

La primera fue la fría noche del 18 de enero de 1992. Yo tenía siete años y el fútbol era algo que me empezaba a llamar mucho la atención, principalmente me gustaba jugar al ‘futbito’ en el colegio. Aquella noche empecé a sentir ese cosquilleo que te da una gran victoria valencianista ante un grande. El Real Madrid llegaba como líder a Mestalla y con la opción de ampliar la brecha sobre el FC Barcelona. Aquellos partidos, como después me han contado, se vivían como las finales del Valencia CF en la temporada. Si se ganaba casi servía para justificar la temporada aunque fuera mala. Aquella noche, la recuerdo como si fuera ahora pese a ser un crío. Míchel adelantó de penalti, que extraño, a los madridistas y yo no me despegaba de la televisión, que míticos aquellos partidos patrocinados por Bancaixa –con todo lo que luego pasó entre el club y el banco- del sábado noche. El partido se acababa y mi padre, que ejercía esa noche de cocinero en casa, se despegó del sofá y se marchó a los fogones supongo que asumiendo que el Madrid se llevaba los dos puntos, pero se equivocó. Mestalla vivió una de sus grandes noches. Fernando Gómez y Robert Fernández en el 87 y 88 le dieron la vuelta al partido y dejaron una celebrada victoria en casa.

Recuerdo las carreras de mi padre desde la cocina al comedor al escuchar la narración de Picornell en los goles. Tengo grabada en mi mente esa sonrisa de mi padre con el segundo de Robert. Sabía que era la victoria. Era esa sonrisa que se nos pone a los valencianistas cuando logramos ganarle a uno de los grandes porque sabemos lo que nos cuesta. Esa sonrisa y esas alegrías se saborean mucho más que los que están acostumbrados a ganar por decreto. Tengo que reconocer que aquellos dos goles y el sentimiento que vi en los ojos de mi padre fueron mi bautismo como valencianista. Desde aquella noche se me metió en la sangre un sentimiento que ha marcado mi vida. Por eso, para mí, Robert y Fernando siempre han sido especiales. Aquellos dos puntos los terminó echando de menos el Real Madrid perdiendo la Liga en Tenerife.

El segundo momento especial fue mi primer partido en Mestalla. Trascurrieron casi cuatro años entre ese encuentro anteriormente citado ante el Madrid y mi primera visita a nuestro viejo pero queridísimo estadio. Fue el domingo 5 de noviembre de 1995 y tengo que reconocer que tuve muchísima suerte porque fue el ‘debut’ soñado. Ganamos y por goleada. Pero voy a entretenerme un poco en contar la historia.

Un compañero del equipo de fútbol me invitó el sábado por la mañana después de nuestro partido al estadio el domingo. Pese a que han pasado 21 años y hace más de quince que no sé nada de ese chico siempre me acordaré de él, se llama Pablo Soler y junto a él y a su padre asistí a la tribuna de Mestalla. Sino recuerdo mal era un partido de domingo a las cinco, como antiguamente era el fútbol y mi amada radio, y llovía bastante en Valencia. Aquel año el equipo no había comenzado excesivamente bien la Liga con Luis Aragonés en el banquillo pero empezaba enderezar el rumbo y aquella tarde visitaba Valencia uno de los equipos de moda de aquella época en España: El Compostela de Fernando Vázquez. Los gallegos tuvieron buenos años en primera y eran un rival atractivo.

Recuerdo que yo fui vestido de domingo, porque en mi casa siempre hubo tradición de guardar las mejores prendas para el domingo. Estuve puntual como un reloj suizo y evidentemente la noche anterior la pase en vela porque el estadio de mis sueños estaba a un paso. Si no me habían engañado iba a vivir un partido en directo. No había ido antes porque en casa la economía en casa no llegaba, pero eso no impidió que ya esos años anteriores fuera uno de esos aficionados que se cree de verdad que desde casa y escuchando los partidos por la radio puede ayudar a que su equipo gane.

Fuimos al estadio en un Ford amarillo que tenía el padre de mi amigo Pablo y aparcamos cerca. Tengo que reconocer que hasta que no estuve dentro no me lo creí. Nunca olvidaré cuando subimos la escalera del vomitorio y vi por primera vez el césped. Fue una sensación mágica. Había visto muchísimos partidos en Canal Nou y no podía creerme que ese día tocaba verlo en el campo. Me senté en el asiento y me pasé el partido deseando que los minutos no pasaran. No quería irme. Quería que esa sensación que estaba experimentando se hiciera eterna pero como es lógico no pudo ser. El Valencia CF ganó. Goleó. Tengo en la memoria los dos goles de Mijatovic antes de lesionarse y que nos llevaron con ventaja hasta el descanso y no soy capaz de recordar los goles de Gálvez y Passi en propia puerta que significó el 5-2 definitivo. El que sí recuerdo y lo haré para siempre es el gol que hizo el brasileño Viola.

Esta es una historia que les he contado siempre a mis amigos más cercanos. Fue el primer tanto del delantero con el Valencia CF en la Liga y era la jornada once. Recuerdo perfectamente la jugada porque fue en la parte izquierda del campo mirando desde la Tribuna, mi asiento estaba escorado hacia ese lado. Viola recibió un pase en profundidad y cabalgó en solitario ante Falagán. Fueron muchos metros de mano a mano en los que el estadio le empujó y Viola no perdonó. Definió con su zurda y marcó el tercero del Valencia CF. Como niño que era y la ilusión que me hizo su fichaje canté ese gol con mucha más fuerza que los anteriores en los que aún tuve la timidez del que llega nuevo a un sitio. Siempre he pensado que le dí suerte a Viola y que ese gol lo hizo por mí. Lógico siendo un niño que se fue a su casa con la ilusión de ver a su equipo golear. El partido acabó, volvimos a casa y mi padre me recogió en la calle Guillem de Castro. Fue un domingo diferente. Un domingo en el que no tuve pena por tener que ir el lunes al colegio porque tenía la alegría de la gran aventura que tenía que contarles a mis amigos de clase. Aquel domingo le puse la cabeza como un tambor a mi padre mientras veíamos los goles en ‘Minut a minut’.

Aquella noche del 95 fue mi primera visita. Sin duda, para mí, la más especial y la que guardaré para siempre. Eso sí, recuerdo el primer día que estuve con mi padre en Mestalla en una victoria al Rácing de Santander o el título que vivimos juntos en la grada de la mar ante el Atlético. Cuando uno bucea en sus recuerdos se da cuenta de que no todo es tan malo y que ser valencianista es algo que no se elige, que se lleva desde cuna, que es un regalo y que estemos donde estemos siempre estaremos orgullosos de serlo.


Héctor Gómez
Periodista
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diumenge, 3 d’abril del 2016

La fila de cero del Bar Penalty

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Foto: Avenida Suecia, fuente "El desmarque" 
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Así describiría Ernesto Giménez Caballero el itinerario de lo violento, la avenida de Suecia. La artería más venerable del pueblo de Mestalla. El pulmón urbano blanc i negre. La ruta del olor a pólvora deportiva. Un recorrido que dejaba ver a su derecha, la fachada romántica del consistorio valencianista. El Luís Casanova, con su puerta cero, la puerta de autoridades. A su izquierda, un sin fin de bares, cafetines y locales de alterne. El asfalto, separaba el escudo del sentimiento, invadido los días de fútbol por los berserkes valencianos. La regaliz, el coñac y el olor a puro de lo “sos quelos” valencianos, ambientaban las horas previas a los partidos.

Un Valencia oxidado y un Cádiz - Betis (“gemellaggio” incluido), nos hizo descender a los infiernos. Constantino dijo “In hoc signo vinces“ (con este estandarte vencerás la batalla), Arturo Tuzón fue su testigo. Aquel verano mundialista, el de la mano de dios, nos regaló a Miguel Ángel Bossio.

Perdí mi condición de aforado, el juez mi padre. Yo fui a la EGB y los pésimos resultados académicos me impidieron renovar mi abono infantil en la temporada del “año cero”. Suspendido de militancia y sin apenas recursos financieros, mi destino fue el fondo norte de la general de pie. Su acceso por sorteo, una tómbola de feria, si bien, por aquel entonces, la agrupación de peñas concedía seis invitaciones a las peñas valencianistas.

Doscientas pesetas tenían la culpa. Reunidos en el bar (Penalty) a las 16:00 horas, los partidos en domingo, situado en el chaflán de la avenida Suecia con el cruce de Artes Gráficas (frente a taquillas). La impuntualidad era motivo de desahucio de la casa del pueblo. El presi de Forcá Che, Jose María, recogía las gratuidades en la puerta cero atendidas por el señor Izquierdo, alma mater de la agrupación de peñas, hombre pequeño, sencillo y amable, con puro en la boca, insignia del club en la solapa de la chaqueta como icono perpetuo, que entregaba las entradas con un denominador común: “prohibida su venta. Otra vez reunidos en el Bar Penalty llegaba el ansiado y sonoro reparto. Alboroto general en el epicentro de la parroquia che. A veces éramos más, otras no, pero cuando la situación se complicaba, recurso fácil, contar con el mejor salvo conducto: el reventa y su beneplácito, que venía a hacer su agosto al pueblo de Mestalla. ¡Todos al fondo!

El fondo norte, el olimpo del tifo valenciano, abandonaba su espontaneidad. Bajo la pancarta de Ultras Yomus, anárquicamente se reunían jóvenes de todas las clases sociales. Universitarios, trabajadores y parados. La contracultura se apoderaba de la general. Grandes banderas, bocinas, bufandas de lana, papelitos e incluso rollos de papel higiénico armaban a los incondicionales que empezaban a dar pinceladas de colectivo organizado. Mestalla rugía. Una renovada hinchada hacia flipar a la oscuridad perenne de Mestalla que no salía de los silbidos, del lanzamiento de almohadillas, e incluso del algún que otro naranjazo al “pelele de turno“. Otra forma de animar se plasmaba en el ambiente. Al finalizar el encuentro, la avenida Suecia, (el paraninfo inmemorable del valencianismo), recogía las voluntades del inconformista che, sirviendo de altavoz mediático, con algún que otro disparate. Al caer la tarde, bien el trascurso del tiempo o las fuerzas del orden público, (aquellos de marrón, de equipo son) lo iban disolviendo. A la salida, el Penalty, última parada de reencuentro para la vuelta a casa. “Siempre nos quedará el Penalty“.


Pedro Nebot
Socio del Valencia CF, fundador de Gol Gran 
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