Todo el mundo recuerda su primer beso, la primera
borrachera, su primer gran amor que todo lo inaugura, el primer desengaño que
desvirga el corazón. Yo recuerdo como si hubiera ocurrido esta mañana mi primer
partido en Mestalla; de hecho, hay días en que todavía rememoro esa primera
vez: la emoción de descubrir a lo lejos, a la altura de la Plaza de Aragón, las
banderas de Numerada Descubierta –siempre ordenadas según la clasificación de
Liga-; subir las escaleras que te aúpan hacia la grada; el verde verdísimo del
césped –ese verde que jamás has vuelto a ver ni en los parques de los países
nórdicos-, el humo de los puros encendidos con el resultado a favor; el olor a
cigarrillo que por estar en Mestalla aspirabas gustosamente y que ahora te
asquea.
Todos tenemos muchas historias que contar sobre
nuestra pasión por el Valencia; anécdotas, viajes ilusionados, kilómetros
recorridos con grandes disgustos a cuestas. Que no nos venga nadie a
explicarnos qué es la decepción, qué es la derrota, qué es la vida. Nosotros
podemos dar un Máster sobre resultados adversos, sobre la gloria en San Siro a
escasos 11 metros, sobre un año aciago que se acaba y la ilusión renacida a los
pocos segundos para la siguiente temporada.
Y es que nos hemos graduado en la titulación de
‘Grandes Decepciones’ en las universidades de Milán, de París -adoro la
película Casablanca, pero cuando llega el momento de la frase “siempre nos
quedará París” tengo que pasar rápido esa escena-, en Karlsruhe, en el mítico
Atocha, en el Bernabéu o en el Nou Camp.
Decía Jorge Luis Borges “que otros se jacten de las
páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”. Algo similar
me ocurre con el sabor de nuestras derrotas. Existen grandes equipos que han
conseguido grandes logros; el Bayern, Real Madrid, Manchester United, Barça…
Tomad, la gloria para vosotros. No cambio vuestros títulos por mis miserias en
los campos. Prefiero ganar 2 Ligas en 33 años que caer en el aburrimiento del
éxito. Porque esas 2 Ligas con Don Rafael Benítez no se celebraron, no. Se
vivieron. Para muchos de nosotros fue probar por primera vez a qué sabe el
confeti, la bufanda al viento, el balcón del Ayuntamiento, la bandera en el balcón
de tu casa, la envidia del madridista.
Ahora me acuerdo de las palabras del gran Rafa
Lahuerta, que en su mítico libro La
balada del Bar Torino escribió: “Todo el mundo debería ganar una Liga al
menos una vez en su vida”.
Hasta que no ganas este título no te das cuenta de
la verdad que encierra esa frase. Cuando fuimos el mejor de los 20 equipos supimos
que los ojos del mundo miraban hacia la Plaza del Ayuntamiento, hacia ese
recibimiento en el Aeropuerto de Manises. Ese día, cuando el autobús descapotable
con toda la plantilla pasó por delante de mí supe que acababa de presenciar
algo que quedaría para el recuerdo, para la Historia. Yo podría decir en un
futuro, a mis hijos, a los hijos de mis hijos, a los hijos de mis amigos, a los
compañeros de residencia de la 3ª Edad que yo, en primera persona, participé en
esos actos.
Hay personas que hoy todavía son entrevistadas
porque estaban en Dallas el 22 de noviembre de 1963, cuando mataron a Kennedy; porque
en 1969 participaron en la llegada de Neil Armstrong a la luna; o porque en
1944 estaban presentes en la entrada del ejército aliado en París -vaya, otra
vez Paris-. Yo gané una Liga con el Valencia Club de Fútbol y la celebré. Ahí
queda eso.
Pero no quiero llevarme todo el mérito de esta
pasión. Son muchos los que quieren a este equipo como a su mujer o su hijo, que
hacen auténticos sacrificios que negarían rotundamente si fuese para otras
cosas: dormir en las taquillas, 12 horas en un coche, 2 horas bajo aguacero o
90 minutos sentados a la intemperie de los 5℃.
Lo hacemos sin pensar, para nosotros no supone
ningún esfuerzo. Mi madre me preguntaba a veces “pero, ¿con este tiempo vas a
ir al fútbol?”. Y no había forma de que le entrara en la sesera que las
circunstancias meteorológicas no pueden torcer una pasión. Ni las
meteorológicas ni las personales. Aún recuerdo asistir a un partido en Mestalla
(contra el Zaragoza, curiosamente) a los escasos días de pasar una grave
intervención quirúrgica. Un martes me estaban extirpando un trozo de colon y
ese mismo domingo estaba en la grada viendo a Mata subir y bajar la banda. Con
todo el abdomen vendado como una momia, con calmantes para el dolor, encorvado al
caminar… pero lo que disfruté con los goles de Villa y Pablo Hernández no lo
cambiaré nunca por nada.
No sé si ese sentimiento se hereda, se mama o se
desarrolla. No hay certeza alguna. Nadie puede afirmar con rotundidad que es
valencianista por genética o por tradición familiar; lo que sí sabemos es que
lo somos desde bien pequeños, desde el día que ves un balón botando en el parque
de enfrente de casa y dices para tus adentros “me pido Lubo Penev”; o desde esa
noche que, sin querer, de reojo y sin interés, pasas por delante de la
televisión Grundig de tu abuelo y le preguntas ‘qué ves’. Tu abuelo es listo
porque no te contesta ‘un partido de fútbol’ como si nada. No. Te responde ‘el
Valencia’. Tira la caña para ver si picas y consigue inocularte ese sentimiento.
Y evidentemente tú caes. Bendita caída. Tras esa respuesta de tu abuelo se abre
lo te ha llevado a ser y sentir lo que hoy eres y sientes. Desde ese momento en
que, en lugar de seguir por el pasillo hasta tu habitación decides entrar en el
comedor y sentarte a ver el partido al lado de tu abuelo, corre algo diferente
por dentro de ti.
Ya no eres Carles, al menos no un plenamente
Carles. Porque también eres un poco el Quique Sánchez Flores que sube por la
banda desde el lateral derecho; eres un poco el Fernando Gómez Colomer que
sienta cátedra a cada partido; eres un poco el Pipo Baraja que remonta al
Espanyol desde la épica; tienes un poco del Mazinho que bajo el diluvio celebra
el empate en la final de Copa en el Bernabéu; tienes un poco del Poyatos que,
imperioso, marca un cabezazo inolvidable en el Calderón; a veces ves en el
espejo de tu casa las caras de susto de los jugadores en el túnel de Sant
Denís.
Tu pasión ha traspasado fronteras personales hasta
convertirse en un modo de vida y de actuar. De hecho, tu mundo lo percibes
desde las gafas del Valencia. Tu vecino no es conservador, es un Héctor Cúper; tu
madre no es ahorradora, es Arturo Tuzón; tu hermana no es un talento
desaprovechado, es un Adrian Ilie; tu jefe no te ha echado, te ha dado la carta
de libertad; tu novia no te ha dejado, te ha hecho un Mijatovic; tu hijo no es
un juerguista, es un Romario; en misa no se escucha la palabra de Dios porque
allí no habla Rafa Benítez; tu mujer quiere conocer Sevilla y Málaga y vas pero
sólo porque es Tierra Santa; tus ídolos infantiles no son Batman o Superman,
sino el Piojo o Aimar; tu enemigo no es tu enemigo, es un madridista; la vida
no es tan puta como parece, pero permite que marque M'Bia en el tiempo de descuento.
Carles
Ricart
2 comentaris:
Molt bo Carles.
👏👏👏
Publica un comentari a l'entrada